La Agencia de Calidad anunció que este miércoles 20 y jueves 21 se tomaría el antes suspendido SIMCE de 4° básico, decisión que fue apoyada públicamente por la Ministra de Educación, en el marco de una aplicación que han denominado como ‘flexible’ y con fines de diagnóstico e informativos. En un análisis de corto plazo, resulta incomprensible que se quiera realizar la prueba en un contexto de movilización nacional, donde el estado en que se encuentran las comunidades escolares no presenta las condiciones para que los niños y niñas puedan someterse a una prueba y resolverla con ‘normalidad’. Quienes estamos en contacto directo con establecimientos escolares, sabemos que estos días el trabajo está lejos de encontrarse regularizado y en muchos casos se ha tenido que retomar la actividad en el marco de jornadas de reflexión y estrategias de contención emocional de los y las estudiantes, tras los acontecimientos vividos en las últimas semanas. En este sentido, aun cuando sea con fines de diagnóstico e información, esta insistencia en la rendición del SIMCE resulta brutal y constituye una nueva evidencia de la distancia que existe entre quienes están a cargo de la formulación de las políticas y la vida cotidiana de la ciudadanía.
En un análisis más profundo y a largo plazo, esto revela que siguen sin asumirse las múltiples críticas que desde diferentes sectores se han formulado acerca de este sistema de evaluación, y se actúa como si estas voces no existieran o como si no tuvieran relevancia alguna. Desde el sector de los docentes, el Colegio de Profesores ha sido claro e insistente en su llamado contra la estandarización, tanto en sus petitorios como en sus movilizaciones y en los procesos de consulta a los que han sido convocados. En el ámbito académico, ya en 2013 una cantidad importante de investigadores/as, incluyendo tres premios nacionales de educación, se manifestaron en contra de este sistema de evaluación y sus consecuencias, a lo que se agregan las recientes declaraciones de 170 académicos del área de educación de las Universidades del Estado, de 50 académicos del área de la Universidad Católica y del Observatorio Chileno de Políticas Educativas de la Universidad de Chile, en las cuales la crítica al SIMCE constituye un elemento importante. Asimismo, la campaña Alto al SIMCE ha reunido las voces de investigadores, docentes, con apoyo de organizaciones de estudiantes y apoderados, quienes desde 2013 han pedido el fin de este sistema y su reemplazo por una evaluación que no sea dañina y que sea pertinente para los diversos contextos que componen el país. Resulta complejo imaginar qué es lo que se está esperando para escuchar la demanda de toda esta multiplicidad de voces que por largo tiempo han estado señalando que los 30 años de existencia de esta evaluación no han significado beneficios para la escuela, sino por el contrario, han contribuido a empobrecer la experiencia educativa, especialmente la de los y las estudiantes más pobres.
Las críticas a este sistema, en síntesis, obedecen a dos niveles. El primero de ellos se relaciona con las políticas asociadas al SIMCE, las que han incrementado cada vez más las consecuencias de los resultados sobre los establecimientos, lo que convierte a esta evaluación en un pilar del modelo de mercado en educación que se nos impuso en los años ochenta. La primera consecuencia es la publicación abierta de los puntajes de cada colegio, que afecta su imagen pública y genera una lógica de competencia entre establecimientos, lo que juega a su vez en contra de lógicas de colaboración, generación de redes y de comunidades de aprendizaje. Con el tiempo, se han agregado efectos sobre el salario de los docentes; los dineros para los establecimientos que atienden a estudiantes de contextos más desaventajados; y más recientemente, sobre la base del Sistema de Aseguramiento de la Calidad, el posible cierre de establecimientos, que afectaría en 2021 a 218 colegios, 164 de los cuales son municipales.
Lo anterior nos lleva al segundo ámbito de crítica, que es el técnico-pedagógico. Todo este conjunto de políticas genera una excesiva presión sobre el trabajo de profesores y profesoras, y de las comunidades escolares en general, viéndose obligadas a convertir su proyecto educativo en entrenamiento para la prueba, en una versión reducida y empobrecida del currículum, lo que atenta contra la formación integral de los y las estudiantes. El tipo de aprendizaje que promueve el formato de preguntas que predomina en el SIMCE es mecánico y automatizante, por lo que no promueve la creatividad, el pensamiento crítico ni el desarrollo de una voz personal, sino que enseña a buscar respuestas correctas en un conocimiento siempre creado por otros. Ello afecta, a su vez, la pedagogía que se imparte y el aprendizaje de niños, niñas y jóvenes, quienes se ven privados de su derecho a una buena educación. La evidencia de investigación cuantitativa y cualitativa durante la última década ha sido consistente y acumulativa en el tiempo, en términos de señalar estos efectos, junto con los problemas de validez técnica de esta evaluación, pese a lo cual no ha existido voluntad de realizar cambios profundos al sistema. Asimismo, no hay evidencia concluyente que señale que el SIMCE genere algún beneficio para el trabajo de los establecimientos.
¿Cuál es, entonces, la razón para continuar con el SIMCE? Terminar con esta evaluación no significa que no existan evaluaciones a gran escala, sino que debemos concentrarnos en la tarea de construir, con participación de los actores relevantes, una nueva evaluación, pedagógicamente significativa y contextualizada, que sea realmente un aporte para el sistema. No aceptar este llamado al cambio es simple obstinación ideológica, parte de la actitud distante que se ha demostrado estos días con respecto a las demandas ciudadanas.
Pienso cuando escribo esto en los estudiantes del Liceo Manuel de Salas que fueron detenidos esta semana y en los muchos otros que han pasado por lo mismo; en Gustavo Gatica, estudiante de pedagogía, quien perdió su vista por la violencia policial de estos días; en todas las violaciones a los Derechos Humanos que han ocurrido; en los docentes y estudiantes movilizados por un cambio en el sistema; y me pregunto qué lleva a querer ignorar todo este contexto para insistir en la aplicación de una prueba. La razón que he escuchado por los medios es que servirá para fines investigativos, lo que me parece desproporcionado e insensible con la realidad actual de los colegios en Chile. Cualquier investigador/a reconoce que los resultados que emergerán en estas condiciones son de dudosa validez y, más aún, cualquier investigador/a reconocería que es éticamente reprobable someter a los niños y niñas a una prueba en estas condiciones, solamente por la obtención de datos. Es tiempo de abandonar la distancia y la ceguera, tiempo de escuchar y de reconocer las necesidades de cambio profundo y, en ese marco, reconocer el fracaso del SIMCE como política y como sistema de evaluación, para enfocarnos hacia la búsqueda de una nueva evaluación, consistente con la educación que queremos.