La epidemia del COVID-19 surgió en diciembre de 2019. El 30 de enero de 2020 la OMS la definió como emergencia de salud pública de preocupación internacional y el 11 de marzo la declaró pandemia. En el intertanto, el 26 de febrero, el filósofo Giorgio Agamben publicó La invención de una epidemia. Asumiendo que el Estado de excepción se está convirtiendo de manera creciente en el paradigma de gobierno de los Estados modernos, afirmó: “Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debida al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones de la CNR, según las cuales no sólo “no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia”, sino además en el 80%-90% de los casos constituye una gripe, en el 10-15% una neumonía con pronóstico benigno y sólo 4% de los pacientes requiere hospitalización en cuidados intensivos.
Agamben se apoyó en una verdad científica, las estimaciones del Consejo Nacional de Investigación Italiano (CNR) ¿Se equivocó el autor? ¿Se equivocó el CNR? Según la Universidad Johns Hopkins, al 07 de abril Italia es el tercer país del mundo con el mayor número de contagiados (132.547) y encabeza la lista de fallecidos (16.523). Para las familias de los más de 16 mil fallecidos hasta ahora, la invención de la que habló Agamben constituye una realidad abrumadora. No es sólo la experiencia de la muerte, que es la única certeza sobre nuestra existencia. Es también la muerte en aislamiento, la ausencia del rito, la soledad del duelo, la incapacidad de los servicios funerarios para atender a miles de muertos al mismo tiempo, tal como ha ocurrido en España, Italia y Ecuador. Experiencia dura para la sociedad contemporánea, en particular para la biomedicina, que encarnizadamente niega y combate la muerte.
La columna de Agamben y las estimaciones del CNR parecen desafortunadas. Sin embargo, no han sido los únicos en cuestionar esta pandemia. La Asociación Latinoamericana de Medicina Social la reconoce problema de salud pública preocupante, pero recuerda que en 2019 la gripe estacional (que ocurre todos los años) infectó a más de 5 millones de personas, muriendo unas 650.000, unos 1.780 fallecimientos diarios. Si miramos las cifras, al 07 de abril tenemos 1.363.365 contagiados y 74.640 fallecidos por COVID-19 en el mundo, unos 762 fallecidos diarios desde que la OMS reportó el primer caso. Bastante menos que los efectos de la gripe estacional, pero resultado de una enfermedad para la cual no existe vacuna ni tratamiento, y que ha significado el colapso de los sistemas de salud en varios países.
En unos meses conoceremos cuántas muertes produjo esta pandemia y podremos compararlas con las muertes por otras causas. También, veremos el cambio en esas otras causas, las enfermedades de las que ahora nadie habla, salvo para mencionar las que tenían previamente los enfermos graves o fallecidos. Esas enfermedades siguen existiendo, en condiciones de mayor desprotección (el MINSAL ya restringió las garantías GES). Cuando todo esto pase tal vez encontremos que los efectos del COVID-19 no fueron tan severos, lo que podría interpretarse de varias formas: sobre estimación de las proyecciones, sobre o sub registro de contagiados y fallecidos, traslape entre distintas causas de muerte, y/o un éxito de las políticas que se implementaron; al final, nunca sabremos.
Sí sabemos que esta pandemia nos ha sumido en una profunda crisis. En menos de cuatro meses la mayor parte del mundo se ha paralizado. No cabe duda que veremos cambios positivos dadas las exigencias de innovación. Algo similar ocurrió con la peste negra, que en pleno medioevo cuestionó la relación del ser humano con dios; exigió cambios en las relaciones económicas propiciando el paso de la sociedad feudal a la capitalista; e impulsó el desarrollo de la medicina y la intervención de la autoridad política en la salud pública. Cambios que fueron acompañados, sin embargo, por desastrosas consecuencias sociales. En particular, una brutal persecución a la comunidad judía, acusada de envenenar los pozos de agua para propagar la enfermedad.
Las consecuencias negativas de la actual pandemia pueden ser devastadoras. La CEPAL anticipa profundos impactos en la deteriorada situación social de América Latina, con aumentos importantes de la pobreza. Se multiplican las manifestaciones racistas hacia los asiáticos, especialmente los chinos, acusados de propagar el virus chino. En Bogotá, la alcaldía ha cuestionado quién se hace cargo de atender a los migrantes venezolanos, reavivando el debate sobre la xenofobia a esa población. Proliferan los discursos nacionalistas llamando a la unidad para enfrentar al enemigo común y pareciera que la Tercera Guerra Mundial no será por el agua, sino por las mascarillas.
Varios han asociado esta pandemia con la gripe española (1918 y 1919), que habría afectado a un tercio de la población mundial (cerca de 500 millones de personas) produciendo entre 50 a 100 millones de muertes (entre el 3% y el 6% de la población). Para la gran mayoría de la población, los menores de 100 años, esta pandemia representaría una experiencia vital única.
Lo particular de esta experiencia, sin embargo, no es el número de contagiados o fallecidos, pues la enfermedad está en curso y desconocemos el resultado final. Tampoco es la denominación de pandemia utilizada cuando una epidemia se extiende por muchos países. Durante el siglo XX vivimos otras, como la del VIH/SIDA iniciada en la década de 1980, con profundos impactos sociales y culturales. También, la del H1N1, declarada por la OMS en el 2009 y cuestionada un año después por los evidentes conflictos de interés de los expertos que asesoraron a la OMS. Como afirmó una publicación del British Medical Journal, los asesores estaban vinculados con las empresas farmacéuticas que terminaron beneficiándose de una pandemia que no tuvo los efectos previstos, significando el derroche de recursos públicos en muchos países. En Chile, más de tres mil millones de pesos gastados en antivirales que nunca se utilizaron.
No es el momento de discutir si se trata de la invención de una pandemia o si efectivamente los datos confirman que estamos ante una crisis sanitaria global. Hace semanas que vivimos en situación de emergencia, afectando profundamente nuestras vidas. La cuestión es cómo nos afecta. Solemos escuchar a las autoridades y la prensa que el virus no distingue entre clases sociales. Sin embargo, tenemos profundas desigualdades para protegernos con lo esencial: recursos económicos para mantenernos en casa, hacer cuarentena voluntaria o incluso obligatoria; acceso a medios de protección materiales e informativos. Ni hablar de necesitar atención médica en un sistema de salud segmentado, con profundas carencias y una desigualdad estructural. Estamos viendo que las posibilidades de sobrevivir en la Araucanía son menores que en Santiago. Esto ocurre desde hace décadas. La desigualdad de acceso a atención de salud comienza mucho antes de llegar a la puerta del hospital. En definitiva, la desigualdad social que denunció el estallido social de octubre se hace día a día más evidente. Esto sin siquiera analizar que los primeros contagios se concentraron en las comunas más ricas del país, mientras que los primeros fallecidos vivían en Renca y Maipú. La pandemia, que para algunos no distingue a nadie, y para otros pareciera una invención, se vive a diario y tiene una profunda expresión de clase.