El sistema electoral binominal moldeó durante treinta años la actual arquitectura política. Dos segmentos intentaron con éxito copar todo el espacio: la “centro izquierda” y la “centro derecha”. Esta construcción posibilitó la exclusión de sectores completos de la ciudadanía y alejó de los asuntos públicos a aproximadamente la mitad. Sus otros efectos principales fueron dos movimientos básicos: uno, el desplazamiento hacia la derecha -que de necesidad, en cierto momento, se convirtió en virtud- por la mayor parte de la izquierda post dictatorial. Dos, el camuflaje de las tendencias autoritarias y neoliberales de la derecha y el ocultamiento de sus expresiones extremas.
La derecha y sus “escorts” quieren ahora que esas dos expresiones logren una síntesis, que las dos piensen lo mismo o muy, muy parecido: un acuerdo nacional. En un mundo así la democracia es casi superflua, porque la democracia es un sistema para dirimir conflictos sociales, no para suprimirlos. Y todos aquellos que queden fuera del acuerdo nacional, que en la versión Desbordes-Insulza abarca todas las esferas, será suprimido mediáticamente y, cada vez que se pueda, tan desfavorecido como sea posible.
No hay ninguna razón para un acuerdo de ese tipo, salvo el deseo de condicionar el debate constituyente, asegurar la subsistencia del poder de la élite que impulsa el acuerdo, negar espacios a la disidencia política y social y diluir las responsabilidades gubernamentales en el manejo de las “dos pandemias” (celebro, de paso, que el Presidente haya reconocido, al fin, que la desigualdad y la pobreza deben ser consideradas una pandemia).
No cabe duda que todos, sin excepción, debemos colaborar con las medidas que apuntan a contener el COVID-19. Y también a enfrentar la otra pandemia, la social. Pero, en este segundo caso, la diferencia es que izquierda la ha denunciado como parte inevitable del actual modelo económico que con tanta fidelidad sostiene la derecha y su actual gobierno.
Es bien sabido que hoy no existe una oposición. Hay varias, políticas y sociales. Todas ellas, cual más cual menos, han sido exigentes en poner en primer lugar la protección de la vida y la salud. Sus discrepancias con el gobierno no han sido obstruccionistas, a lo más alguien pudiera considerarlas fruto de la exageración (así ocurrió por parte del gobierno durante marzo y abril). Las oposiciones fueron tempranamente partidarias de severas medidas de contención, extensas cuarentenas, entre otras; se opusieron al regreso a clases por los graves riesgos que implicaba; denunciaron la tramoya de Lavín que, sin querer queriendo, pretendió abrir los malls; demandó transparencia para generar la confianza que ahora echa de menos el Ministro Mañalich; rechazó el llamado anticipado al trabajo presencial de los empleados públicos y puso en cuestión el significado, alcance y momento de las políticas de la “nueva normalidad” y el “retorno seguro”. Es decir, las discrepancias opositoras han estado lejos de obstaculizar las acciones del gobierno en materia sanitaria.
En el plano económico-social, las oposiciones no han trabado ningún proyecto gubernativo y, cuando han extremado recursos, han acabado rindiéndose a la porfía del Ejecutivo a fin de no provocar retrasos que perjudicaran a los más vulnerables. Los desacuerdos serían mucho menores si el gobierno hubiese diseñado una política más generosa desde el punto de vista del gasto fiscal.
El acuerdo nacional que se propone busca anular el espacio de expresión de diferencias y el debate democrático que aún permite; no obstante, sus muchas imperfecciones, nuestro sistema político. En democracia las diferencias se discuten y dirimen. Solo se suprimen cuando hay una dictadura.