“Nuestro corazón está en Belén”, señaló el Papa Francisco durante su tradicional mensaje navideño, lugar donde, en sus palabras, “el Príncipe de la Paz sigue siendo rechazado por la lógica perdedora de la guerra, con el rugir de las armas que también hoy le impiden encontrar una posada en el mundo”. De esta manera, hizo alusión a que donde mismo nació hace más de dos mil años el niño Dios de los cristianos, mueren hoy muchos otros por la acción inmisericorde de las actuales autoridades del Estado de Israel.
Habiéndose cumplido ochenta días desde que empezaron los ataques, el mensaje del régimen de Netanyahu ha quedado claro: no tiene ningún respeto por el derecho internacional ni, en particular, por los derechos humanos. Es paradójico que en la circunstancia actual el Estado de Israel, habiendo surgido de los dolores de la Segunda Guerra Mundial, haya vulnerado todos los límites al actuar en contextos bélicos construidos por la Humanidad desde entonces. Hemos visto bombardeos de ciudades donde habitan miles de civiles, de hospitales, de campos de refugiados e incluso la obstrucción de ayuda humanitaria, acción que llevó a una exigencia pública por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
A estas alturas, nadie se atreve a señalar seriamente que la acción de Israel es correspondiente y proporcional a los ataques de Hamás de principios de octubre, los cuales en su momento también merecieron el repudio de la comunidad internacional. Lo que emprende el régimen de Netanyahu es, en nombre de esa justificación, la voluntad de hacer desaparecer Gaza con sus habitantes incluidos, lo cual, aprovechemos de decirlo, solo sería posible con el aval de Estados Unidos, país que vuelve a mostrar su doble estándar cuando hay que pronunciarse internacionalmente sobre la democracia y los derechos humanos. Cada vez es más verosímil que el objetivo del gobierno actual de Israel es exterminar al pueblo palestino que habita en la Franja, para luego anexar su territorio, todo lo cual sucede ante nuestros ojos con la complicidad del gobierno demócrata de Joe Biden.
Es precisamente esa gran potencia la que tiene maniatada a la ONU, organización que debería tener el poder de impedir el genocidio, pero que no solo no logra proteger a los civiles, sino que tampoco lo consigue con su propio personal. Ya nos advertía su secretario general, Antonio Guterres, que el asesinato de funcionarios internacionales por parte del Ejército de Israel no tiene parangón en la historia del organismo. Estados Unidos ha sido el gran factor de rechazo y entorpecimiento del actuar del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, hasta que finalmente vetó el viernes pasado una resolución que exigía un alto al fuego inmediato, con lo cual en los hechos se dio luz verde a Israel para que descargara su poder de guerra contra la población de Gaza durante el fin de semana de Navidad.
Nos sumamos, como muchos, a la impotencia de ver cómo nadie parece poder impedir este genocidio. Pero las vidas humanas son demasiado importantes como para no hacer nada: es de esperar que la comunidad internacional redoble sus esfuerzos, ya sea en los organismos políticos o en la opinión pública mundial, donde el repudio frente a lo que está ocurriendo se ha vuelto generalizado.