Cuando aquí se habla de desobediencia civil, suena a terrorismo, a violencia desatada. Pero si Usted menciona a Martin Luther King o Mahatma Gandhi, las caras si iluminan de pura admiración. Ambos lucharon por derechos civiles en sociedades que no los respetaban. King, en una nación norteamericana que aún mantenía como conducta el racismo y la discriminación contra los afroamericanos. Y Gandhi, en una India sometida al imperialismo británico. Ambos eran pacifistas y resultaron victoriosos. Ambos murieron a manos de asesinos fanáticos que no eran capaces de salir de su visión pobre, sectaria, inhumana.
La de los dos líderes fue una estrategia brillante. Sabían que si se enfrentaban violentamente a lo establecido, serían arrasados y sus ideas sepultadas bajo la parafernalia guerrerista del poder. En cambio, denunciaron a la autoridad para que rectificara. Y lo hicieron en forma masiva, consciente, públicamente y sin violencia. Por eso son reconocidos. No querían otra cosa más que poner fin a las injusticias, construir una sociedad más humana. Ni siquiera les interesaba hacer una revolución, si se entiende por ello el cambio de un sistema por otro. Pero las rectificaciones que perseguían, eran cultural y moralmente revolucionarias.
Tanto King como Gandhi tomaron sus concepciones de lucha del pensador norteamericano Henry David Thoreau (1817 – 1862). Precursor del ecologismo y pacifista, en 1846 Thoreau fue encarcelado en Estados Unidos. Se negó a pagar impuestos para protestar por la guerra expansionista que su país sostenía contra México. Y, también, para manifestar su oposición a la esclavitud. El pensamiento de Thoreau es considerado de un marcado radicalismo liberal. Sostiene, por ejemplo, la idea de que el gobierno no debe tener más poder que el que los ciudadanos estén dispuestos a concederle. Y todo ello se encarna en la legitimidad de revelarse contra la injusticia, poniendo en práctica lo que él denominó la “desobediencia civil”.
El pensamiento de Thoreau inevitablemente choca con la concepción conservadora. La inmovilidad de lo establecido lleva al anquilosamiento y, generalmente, a prácticas que corrompen el ejercicio del poder que ha entregado la ciudadanía a quienes aplican en su nombre la institucionalidad democrática. De allí que lo que hoy vemos en Chile y en el mundo son manifestaciones de hastío por un sistema político que ha asumido prácticas abusivas y severamente excluyentes.
Cuando se plantea el tema desde esta perspectiva, los conservadores responden que tal visión es equivocada. Que lo que estamos viendo son “las paradojas del progreso”. Resulta innegable, dicen, que la humanidad ha mejorado sus condiciones de vida a nivel global. Y ello es atribuido al sistema neoliberal imperante. En cierta medida, les asiste razón. Argumentan, por ejemplo, que hoy la pobreza no se mide porque quienes la padecen carecen de zapatos. Pero lo que atribuyen a esta paradoja -que sería el protestar a pesar de que se ha avanzado del pie descalzo al zapato- desconoce el avance que ancestralmente ha tenido la especie humana. Y eso no es sólo en cuestiones materiales, también en valores y en conductas cívicas.
Por supuesto que al contar con los frutos de impresionantes avances tecnológicos -y más aún con el sistema comunicacional que empuja casi con violencia al consumo- las apetencias cambian. Y, al mismo tiempo, cambian también las percepciones de la individualidad, de sus derechos y deberes. Un especialista diría que la nueva mirada necesariamente trae consigo un cambio valórico.
Pero quienes desean mantener el sistema sin variaciones, querrían que, pese a los cambios, las convenciones tradicionales continuaran siendo aceptadas sin cuestionamientos. Y en ello cuentan con el respaldo de quienes manejan el poder político, el poder económico y de las iglesias.
La desobediencia civil es condenada como un anatema. Y no podría ser de otro modo. Instituciones como el gobierno, la Iglesia, la Justicia, están en entredicho. Son la base que soporta el peso del malestar ciudadano. El 62% de los chilenos no tiene confianza en la Iglesia, mientras el 74% piensa que no se gobierna para el pueblo. Todas estas cifras las dio la Corporación Latinobarómetro.
Es indudable que la percepción que tienen los chilenos de instituciones democráticas fundamentales es muy mala. En palabras de Thoreau, se impone la desobediencia civil, ya que el Gobierno cuenta con más poder del que los ciudadanos están dispuestos a concederle. Y ejercer la desobediencia civil no implica violencia. Quienes la practican son minorías insignificantes que están muy lejos de interpretar el sentir de la inmensa mayoría de los chilenos. Pero su accionar se nota. Especialmente porque los medios de comunicación se centran en ellos.
Más del 70% de los chilenos condenan el accionar de su Gobierno; más del 80% apoya las demandas respecto de la educación; más del 60% no confía en la Iglesia. El respaldo a la clase política está en su nivel histórico más bajo ¿Por qué, entonces, tenemos que seguir diciendo que las instituciones funcionan en Chile? Y cuestionar el sistema no significa querer destruir todo para construir algo completamente distinto. Se trata de mejorar lo que claramente está funcionando mal. Pero no condenar el “capitalismo salvaje” en la palabra y respaldarlo en los hechos. Es lo que hizo el Papa Juan Pablo II y lo que hacen nuestras autoridades con el sistema educacional chileno y los mecanismos de reparto de la riqueza.