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Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 26 de septiembre 2013 17:15 hrs.


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La experiencia del transporte público suele ser reveladora. Las cosas que se ven. Las que no se ven. Lo que se escucha. Lo que no se escucha. Gestos, actitudes. Formas de mirar. Formas de hacerse el leso. Todo el espectro de nuestra indiferencia y de nuestra empatía.

Escribo estas líneas en un colectivo. Ha subido una mujer de pelo blanco. Le cuesta caminar. Inmediatamente se levanta una muchacha. Le toma la mano. Se lleva a la abuela a su asiento. Le dice así: “abuela”. No hace falta que sea la suya. La mujer tiene edad de ser abuela y punto. En Buenos Aires, las abuelas son abuelas y las madres son madres. De hecho es común escuchar que a las mujeres con niños las llamen madres. Madres en vez de señoras. “Buenos días, madre”. “Subí, madre”. “Sentate, madre”.

Sin duda no es lo mismo utilizar el transporte público en París, que hacerlo en Buenos Aires o en Santiago. La indiferencia y la empatía no se dan exactamente igual. Si una mujer sube con un niño en brazos a un colectivo, en Buenos Aires, lo más común es que varias personas le ofrezcan su asiento. Si hace lo mismo en el metro parisino lo más común es que no pase nada. Pero eso es sin contar con lo Inesperado… pasajero frecuente de todos los transportes.

Recuerdo que una vez, estando en París, pasó precisamente eso: entré con mi hija en brazos al metro. No había lugar para sentarse. Me quedé un buen rato de pie. De pronto alguien me tocó el hombro. Era una mujer cubierta de pies a cabeza. Usaba un tipo de velo que sólo dejaba sus ojos al descubierto. Por haber convivido durante años con familias musulmanas me sentí en esos ojos como en mi casa: le agradecí.

Es así, a menudo el espacio rectangular del vagón, del colectivo o de la micro se asemeja a un teatro. Y ese teatro revela algo de lo que somos. Algo de lo que somos, comúnmente, los que usamos transportes públicos.

Cada vez que regreso a Chile después de una prolongada ausencia, me es grato subir a la micro. La micro, como un concentrado de país, me dice todo cuanto ha cambiado y lo que se resiste a cambiar. Años atrás, todavía era frecuente que se hablara. Que se hablara entre desconocidos, entre personas que el azar había llevado a sentarse juntas. En esas circunstancias, a fines de los 90, conocí en una micro a un artista de circo: un artista mejicano que estaba de paso y cuyo número consistía en atravesar en moto un cilindro en llamas. Durante unos treinta o cuarenta minutos, me estuvo contando de cómo era su vida, las alegrías, los accidentes, las miserias. Uno de sus amigos, casualmente, se había accidentado, vivía “allá lejos” donde la micro terminaba (o empezaba) su recorrido y tenía un gallinero. Esa mañana lo había ido a visitar y el amigo le había regalado unos huevos recién puestos. El acróbata no sabía que hacer con el presente… Me lo regaló… Juro que es cierto: media docena de huevos en una latita de aluminio.

Hoy, en Santiago, pareciera que hay menos lugar para esos encuentros y eso que las micros se han agrandado. La gente sube, se instala y se diría que cada uno constituye un mundo aparte, herméticamente cerrado al mundo de los demás. Algunos vienen con máquinas en las manos: pulgares van, pulgares vienen. Otros (muchos) escuchan música y lucen cascos, cascos bastante grandes en algunos casos. Todo en ellos parece decir: “no me moleste, no me interrumpa, haga de cuenta que no estoy”. Y sin embargo…

El pasado 27 de agosto cayó día martes. Ese martes, a eso de las cinco, cinco y media de la tarde, me encontraba en una micro rumbo a la radio. Sucedió que subió un señor con muletas. Venía a cantar y cantó. “Buen aniversario”. Una vez. Dos veces. Quizás tres. La misma canción. Pensé: “se van a reír” y miré, inquieta, alrededor. Nadie se reía. El lector atento dirá: “no lo escuchaban; no se dieron cuenta”. Pero yo creo que sí, que lo escuchaban incluso los que tenían cascos como para ir a la luna porque el señor tenía una bella y potente voz. Llegó la hora de la verdad. Todos o casi todos buscaron una moneda. Todos quisieron dar. Es muy llamativo.

Ese gesto, en la micro, nos distingue: nos sigue distinguiendo entre pasajeros del mundo entero. No digo que no pase en otro lugar. Debe pasar. Pero no en todos. En Santiago pasa. En Santiago, cuando alguien se sube a la micro a cantar, o a contar una historia, o a tocar la guitarra, lo más común es que la gente escuche y quiera dar.

No me parece que se trate de limosna ni de comprar el cielo por 100 pesos. Para bien o para mal –para bien y para mal– la micro es un espacio revelador de cómo somos los chilenos. Desde ese punto de vista, resulta reconfortante pensar que algo adentro se niega. Se niega discreta pero rotundamente a ser eso –o a ser sólo eso– que a menudo nos dicen que somos: indiferentes, insensibles, apáticos ante la Necesidad de los demás. Estando en todas partes, esa vieja señora también sube a la micro y le habla bajito a nuestra Soledad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.