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También perdimos la transición

Columna de opinión por Argos Jeria
Lunes 14 de junio 2010 16:47 hrs.


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El objetivo político del gobierno de la Unidad Popular era conquistar como aliados de los trabajadores – su principal sustento en las urnas – a amplios sectores de las capas medias para construir un socialismo en democracia contando con la mayoría de la población. Se trataba de hacerlo no sólo con obreros y campesinos sino también con profesionales, intelectuales, comerciantes, pequeños empresarios, estudiantes, dueñas de casa y artesanos. El gobierno y el parlamento eran los instrumentos para lograrlo. El avance social de más de medio siglo había desembocado en un ambiente proclive a la izquierda, tanto así que el gran partido de centro que había gobernado entre 1964 y 1970 llevó de candidato al más progresista de sus miembros. Por eso, al obtener el tercer lugar, sus parlamentarios optaron por el candidato de la izquierda transformando la mayoría relativa obtenida en las urnas por Salvador Allende en mayoría en el Congreso, eligiéndolo Presidente.

En las elecciones parlamentarias de Marzo de 1973 los partidos de la UP aumentaron en diez por ciento la votación obtenida tres años antes en las presidenciales. Sin embargo, los sectores que debían haber sido sumados al programa de cambios se habían radicalizado activamente hacia la derecha como resultado de un sinnúmero de factores, incluyendo no sólo estrategias de la oposición sino también errores y divisiones internas de la coalición gobernante. Es por eso que creo que los hechos que desembocaron en el golpe de Septiembre de 1973 fueron más una derrota política que militar. Sin embargo, el poder de las armas fue imprescindible para la derecha cuando impuso una política económica que no habría contado con el apoyo democrático de buena parte de la ciudadanía, incluyendo a muchos que se habían mostrado partidarios del golpe.

Luego vendría la más audaz de todas las maniobras: la Constitución de 1980, que entregaba el marco legal a la nueva economía donde no sólo imperaría la propiedad privada en los medios de producción sino también en sectores claves de los servicios públicos como la educación, la salud y las pensiones. Se impuso el sistema de senadores designados (que daría mayoría a la derecha en la primera etapa de la así llamada transición), se redefinieron los distritos electorales y se abolió el sistema de representación proporcional sustituyéndolo por el bi-nominal que provocaría a partir de 1990 la dramática sub-representación de todo pensamiento político no alineado en los dos grandes conglomerados nacionales: la Concertación y la Alianza. Pero la privatización de los servicios y la constitución afín al reino de los votos monetarios no son tan dramáticos como su aceptación explícita por parte de nosotros los chilenos.

Después de casi 40 años del golpe, el cambio más profundo, el más difícil de revertir, es el ocurrido en nuestras percepciones, motivaciones y comportamiento. Lenta pero inexorablemente nos hemos ido acostumbrando a ideas fundamentales para la supervivencia del sistema: los mejores deben tener mejor salario, la buena educación es para los talentosos, los premios miden la calidad, los estímulos monetarios son la herramienta básica en el trabajo, es lícito despedir a quien no piensa como el jefe, y así. Lo más terrible es que hoy estas ideas pueden parecer muy razonables cuando las miramos aisladamente. La suma de ellas, sin embargo, converge en un resultado pavoroso en nuestras percepciones y valores: los pobres se merecen su pobreza, el chico de mal rendimiento escolar debe ser despedido, los intelectuales deben abandonar su labor para seducir a los jurados. El argentino Alejandro Dolina – escritor, compositor y hombre de radio – ha sintetizado muy bien la nueva ideología en un diálogo entre Satanás (S) y un hombre (H): (S) ¿Qué pides a cambio de tu alma? (H) Exijo riquezas, posesiones, honores, distinciones… Y también juventud, poder, fuerza, salud… Exijo sabiduría, genio, prudencia… Y también renombre, fama, gloria y buena suerte… Y amores, placeres, sensaciones… ¿Me darás todo eso? (S) No te daré nada (H) Entonces no tendrás mi alma (S) Tu alma ya es mía.

Son los cambios estructurales, económicos e institucionales, concebidos hace ya tantos años, los que sustentan objetivamente el sistema pavoroso del sálvese quien pueda que hoy vivimos. Pero tal situación requiere de una ciudadanía esencialmente distinta en sus reacciones básicas para que ese estado de cosas – que objetivamente tensa  y hace sufrir a la mayoría de la población – perdure y se asiente. El mecanismo es implacable:  no se puede actuar permanentemente al margen de las reglas del juego sin riesgo de perder la cordura. Después de todo, si un presidente considerado astuto y progre le ha puesto su firma a la constitución ¿Qué queda por hacer? ¿Radicalizar las críticas? ¿Adaptarse y empezar a preparar convenios de desempeño para que nuestros hijos y nietos se comprometan a hacer las cosas bien para poder seguir viviendo? Por eso me pareció tan acertada la descripción que Manuel Vázquez Montalbán hace del pianista, personaje central de su magnífica novela homónima, quien “ha perdido la Guerra Civil, pero también ha perdido la transición” ¿Cómo creamos condiciones para que, colectivamente, podamos volver a llamarnos ciudadanos libres y alegres, y a comportarnos como tales? ¿Cómo buscamos el Bello Sino?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.