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Un crimen de lesa universidad

Columna de opinión por Antonia García C.
Jueves 20 de junio 2013 8:23 hrs.


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Sin duda la intervención de Carabineros en la Universidad de Chile el pasado 13 de junio constituye un hito. Y constituye un hito porque, además de los daños ocasionados, junto con esos daños que afectan personas y bienes, tiene un carácter revelador. Viene a dejar en evidencia algo que no ha estado claro o tan claro como hoy: que la educación fue, siempre, lo que estuvo en juego.

Me refiero a nuestra historia contemporánea. Desde este punto de vista, si uno ubica los hechos de la semana pasada en una cronología larga sucede algo curioso. Las fotos que hemos visto, los diversos registros de los destrozos ocasionados y de la violencia desplegada por parte, no de esos carabineros con minúscula, sino de una institución del Estado como puede ser Carabineros de Chile, parecen de otro tiempo. Aunque la impactante imagen del rector luciendo máscara antigas nos remita más bien a alguna historieta de ciencia ficción –ver “El Eternauta”– esas imágenes podrían llevar como leyenda algo así como: “he aquí realizado el sueño de un viejo tirano”. Es una forma de ver las cosas. Hay otras.

En estos días, en algunos ámbitos, se ha discutido en términos de “quién empezó primero”. Como si los hechos del 13 de junio pudieran de alguna forma ser comparados con una pelea en algún patio durante un recreo. Aunque parezca absurdo, el razonamiento debe ser tomado en cuenta y debe ser tomado en cuenta, entre otros, porque ya lo hemos escuchado, porque nunca lo dejamos de escuchar. ¿Quién empezó, primero? ¿Quién? Pregunta que suele estar asociadas a la cuestión de la violencia. O sea: ¿quién empezó primero con la violencia? Pero ocurre que la violencia –hasta donde he logrado entender– rara vez es un fin en sí. Por lo mismo, esta pregunta, que no hay que descartar, habría que poder replantearla con sus correspondientes corolarios. ¿Quién ejerce qué tipo de violencia, con qué medios y en función de qué?

Sobre el tema de los encapuchados a quienes los defensores de la acción de Carabineros están aferrados como a un rencor, se puede acotar: hasta en una democracia tan imperfecta como la nuestra hay leyes, delitos tipificados, normativas, procedimientos y alguna forma de “savoir-faire” que –se supone– regulan la acción del Estado, evitando que esta acción, que pretende proteger, pase a ser la agresión o a constituirse en crimen. Si no hay regulación, desde luego, estamos en problemas. Porque entonces el día de mañana, el encapuchado puedo ser yo. O tú. O él. Como decía el poeta. Vale decir: cualquiera.

Sobre el tema de la necesaria reforma de nuestras fuerzas policiales o de lo que sería la readecuación de la misión y de la formación de estas fuerzas policiales en democracia, diría que no es posible alterar el orden de los factores. Porque si la idea es tener fuerzas policiales democráticas, lo primero sería tener democracia. Y la nuestra cada día se asemeja más a un barco a la deriva. Un barco que se hunde y donde el agua entra por todas partes. Un barco dirigido por una tripulación de locos, donde todos quieren ser comandantes y donde todos están ciegos. En ese barco los únicos cuerdos: reman. Y reman. Y reman. Desde este punto de vista, como decía un gran artista chileno, lo que corresponde acá es: “democratizar la democracia”. Interesante cuestión ésta, la de la policía y temas afines como el orden interno y/o la seguridad.

Yo, por ejemplo, aspiro todos los días a más seguridad. Seguridad en el ámbito del trabajo, por ejemplo. Que todo ciudadano chileno tenga un trabajo digno. Un trabajo que le permita satisfacer las necesidades de su familia. Todas las necesidades de su familia. Las básicas y las superfluas que muchas veces son esenciales (¿o la educación es un lujo? ¿O el arte es un lujo? ¿O un libro es un lujo?). Seguridad en el ámbito de la salud. Que todo ciudadano chileno, especialmente los más carenciados, los más indefensos, puedan acceder al mejor servicio de salud sin importar sus recursos económicos. Y, por supuesto, seguridad en el ámbito de la educación. Que todo ciudadano chileno tenga acceso a la educación que lo hace libre. Porque de eso se trata, ¿o no? ¿O la educación no es la primera herramienta de cualquier elección? En definitiva, ¿qué me impide abordar estas situaciones –y otras– en términos de “seguridad”? ¿O la pobreza no es inseguridad? (No voy a seguir por este camino porque algunos interpretan mal y no deducen de estos razonamientos que hay que erradicar la pobreza –esa siempre fue y será la encrucijada– sino que deducen que hay que erradicar a los pobres… Y así va el mundo).

En todo caso, no veo porqué no se podría concebir un cuerpo policial cuyas tareas se reformulen de manera a que el carabinero, ese “amigo en tu camino”, participe como el mejor ciudadano en la resolución de estos factores de “inseguridad”. Pero, me dirán, ¿y la violencia? ¿Y el 13 de junio? Retomo.

Las imágenes del 13 de junio, además de provocar vergüenza y repudio en amplios sectores del mundo entero, podrían tener otro tipo de leyenda. Ya no la que mencionaba recién: “he aquí realizado el sueño de un viejo tirano”. Sino esta otra: “ellos tienen la razón”. Porque, pensemos, reflexionemos: ¿qué cosa tan grave pueden haber hecho los estudiantes como para merecer semejante tratamiento? ¿A quién le debemos este trágico espectáculo de la fuerza bruta descontrolada? ¿Esta escenificación a destiempo de un supuesto “regreso al orden” y “acá mando yo”? (Pero ¿quién? ¿El Presidente? ¿O el tipo de poder que él representa? ¿O los directorios que él representa?). Y todo este despliegue de fuerza, ¿es la respuesta a la acción de algunos encapuchados? No. No. Todos sabemos que no. Acá están pasando cosas mucho más graves. Acá está pasando que el movimiento estudiantil ha venido a cuestionar la estructura misma del poder que configura nuestra sociedad. Ellos abrieron la grieta en el muro. Y el muro se está derrumbando. Desde este punto de vista, la acción de Carabineros de Chile fue un gesto desesperado. Además de patético.

Ellos tienen la razón. Ellos, los estudiantes, desde luego. Y tienen la razón porque la educación fue, siempre, lo que estuvo en juego. Democratizar la educación es “peligroso”. Generar, promover inventiva en la educación es “peligroso”. Concebir la educación como relación, como diálogo, como algo que debe y merece ser compartido es “peligroso”. Imaginar los diversos ámbitos en que la educación se desarrolla no meramente como empresa que debe ser gestionada sino fundamentalmente como creación colectiva en permanente construcción es “peligroso”. Porque en ese lugar que hoy cobra una dimensión simbólica –la Universidad de Chile– se terminó de consumar el pasado jueves un viejo crimen. El “crimen de lesa universidad” que nombró el profesor Jorge Millas, en una conferencia dada en junio de 1980, poco antes de ser expulsado de la universidad Austral.

Ese crimen nos implica a todos porque tiene que ver con el tipo de ciudadano que somos y con el tipo de ciudadano que podríamos ser. Que podríamos llegar a ser si como sociedad pudiéramos asumir que la educación no es un tema más en una larga lista de temas a abordar en épocas electorales sino un eje crucial totalmente constitutivo de lo que es y de lo que no es un país.

En ese sentido, respecto a los hechos del 13 de junio, me parece necesario subrayar que lo que está en juego es también la justeza de las demandas de cierta juventud chilena y lo que esas demandas nos revelan respecto a nuestro pasado, a nuestro presente y, quizás, respecto a nuestro futuro.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.