Diario y Radio Universidad Chile

Escritorio

Sobre la novela “Las Benévolas” de Jonathan Littell

¿Qué lleva a determinadas figuras literarias y, en general, a no pocos intelectuales y artistas a destacar constantemente las víctimas del denominado holocausto en desmedro o por sobre las otras decenas de millones de muertos, producto de la agresión nazi? ¿Se trata de una omisión deliberada, interesada? Yo pienso que sí. Hay, ciertamente, interés político y que, no pocas veces, va de la mano del económico.

Fernando Curiqueo

  Sábado 9 de mayo 2015 10:10 hrs. 
las benevolas jonathan

Compartir en

En el libro de ensayos “Mentiras Contagiosas”, de Jorge Volpi, un imaginario personaje, situado en el siglo XXVII, reflexiona acerca del género novelístico, constatando que muchos de los grandes novelistas de distintas naciones y épocas del pasado “estaban convencidos de que la novela no era una acumulación de falsedades, sino una forma legítima de explorar la realidad. Y, sobre todo, de conservar la memoria lejos de la severidad de la historiografïa o las ciencias sociales”.

La novela “Las Benévolas”, de Jonathan Littell, constituye al respecto un paradigma. Se trata de una gran obra. Su autor suscita admiración. No pretendo hacer una reseña de aquélla; hay ya más que muchas, a las que el lector interesado puede tener fácil acceso. Mi intención es reflexionar respecto de algunos tópicos planteados en la novela y sobre otro no abordado en ella.

Hay actitudes execrables que se manifiestan de distintas maneras y en distintos ámbitos. Es lo que sucede con algunos personajes que, parapetándose en su “prestigio intelectual y/o literario”, se permiten dejar de manifiesto. Por ejemplo, en su presentación de “Las Benévolas”, Mario Vargas Llosa escribe: “Uno cree saberlo todo ya sobre el vertiginoso salvajismo con que los nazis se encarnizaron en su afán por liquidar judíos, Jonathan Littell nos revela que no, que todavía fue peor, que los crímenes, la inhumanidad de los verdugos, alcanzaron cimas más altas de monstruosidad de lo que creíamos. Son páginas que quitan el habla”. Podríamos creerle a Vargas Llosa, si no lo conociéramos, que las páginas de “Las Benévolas” le quitaron no sólo el habla, sino que, al parecer, le impidieron hacer uso de su pluma o computador, para haber recordado aunque hubiese sido con unas modestas líneas a las demás víctimas de los verdugos nazis: enfermos mentales tanto alemanes como de otras nacionalidades, rusos, polacos, gitanos, Testigos de Jehová, homosexuales, etc. En la novela de Littell abundan los episodios que dan cuenta del exterminio de esas otras víctimas. Hay omisiones y omisiones, pero en la que incurre Vargas Llosa, sí que quita el habla.

Otro ejemplo es el de la escritora española Rosa Montero quien en su libro “La Loca de la Casa”, en el capítulo o apartado 11, aborda el caso real de un judío alemán que logró sobrevivir a las persecuciones de los nazis en plena segunda guerra mundial. Se trata de la historia personal del profesor Víctor Klemperer. Montero describe las vicisitudes que vivieron Klemperer y su esposa, de las que lograron salir con vida al término de la guerra luego de la rendición de Alemania.

Redondeando su relato, señala la escritora: “Conozco de sobra que los nazis acabaron con seis millones de hebreos y convirtieron los niños en pastillas de jabón”. Impactante la frase, aunque estilísticamente ese “conozco de sobra” es deplorable. Sin embargo, en su relato tampoco hay ni una sola línea sobre las otras víctimas no-judías de la maquinaria asesina nazi. Pero, nos enteramos que la omisión de la escritora española, al parecer, no es casual, sino que obedece a su posición política, pues ha sido acusada de “apoyar de manera inquebrantable el sionismo del ejército de Israel”.

¿Qué lleva a determinadas figuras literarias y, en general, a no pocos intelectuales y artistas a destacar constantemente las víctimas del denominado holocausto en desmedro o por sobre las otras decenas de millones de muertos, producto de la agresión nazi? ¿Se trata de una omisión deliberada, interesada? Yo pienso que sí. Hay, ciertamente, interés político y que, no pocas veces, va de la mano del económico. Del mismo modo que cuando se trata de tomar posición sobre los crímenes del ejército israelí en contra de los palestinos. Los artistas Penélope Cruz y Javier Bardem firmaron una declaración condenando los ataques de Israel a la Franja de Gaza, a mediados de 2014. En una carta, el también actor Jon Voight, les recordó a ambos: “Sólo habéis conseguido ser famosos y sólo habéis obtenido vuestro dinero por vivir en un país democrático: América”. La revista Hollywood Reporter señalaba a propósito de esta polémica que “la carrera de los actores españoles podría verse afectada por su posición sobre Gaza”. El lector relativamente bien informado sabe quiénes predominan en la industria de la entretención. En su “La Loca de la Casa”, en el apartado siete, Rosa Montero llega a afirmar: “… el escritor, sobre todo el buen escritor, está curiosamente dispuesto a deshonrarse por su obra, si es necesario.”

Pongámonos en un escenario hipotético. Vargas Llosa escribió su novela “La Guerra del Fin del Mundo”, cuya trama está basada en hechos que efectivamente ocurrieron, en el nordeste de Brasil y que él investigó exhaustivamente. Pues bien, cabe preguntarse: ¿Habría recibido Vargas Llosa el Nobel si antes hubiese escrito una novela en que la trama hubiera abordado descarnada y pormenorizadamente las fuentes o caldo de cultivo -que fueron la Iglesia Católica y Martin Lutero y sus seguidores- de las que se nutrió la propaganda nazi en contra de los judíos?

En la trama de “Las Benévolas”, desgraciadamente, está ausente el tema de estos instigadores históricos del odio hacia los judíos, a los que recurrieron los ideólogos nazis para montar su maquinaria propagandística y que obnubiló, si no a todo el pueblo alemán, por lo menos a la inmensa mayoría. Dada la extension de la novela -cerca de mil páginas-, Littell pudo haber abordado el tema. Creo, incluso, que él tenía una obligación ética de hacerlo; causas y efectos van de la mano. Y la denuncia sólo de los efectos es una denuncia a medias.

Algunos documentos oficiales de la Iglesia Católica dan cuenta del empeño por limpiar a ésta de los ominosos antecedentes referidos al trato que durante siglos dio a los judíos. En su presentación del documento “El Pueblo Judío y sus Escrituras Sagradas en la Biblia Cristiana”, el entonces presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, José Cardenal Ratzinger, se preguntaba: “¿La presentación de los judíos y del pueblo judío que hace el mismo Nuevo Testamento, no ha contribuido a crear una enemistad hacia el pueblo judío, que ha preparado la ideología de aquellos que querían eliminar a Israel?”. Pregunta puramente retórica, dado el historial culpable de esa institución al respecto.

Una veta o arista menos conocida o más escondida al escrutinio del público no-especialista en estos temas, es la del papel que jugó Martin Lutero (1483-1546). Si en una primera etapa, Lutero se esforzó por lograr la conversión de los judíos al cristianismo, una vez fracasado en esta empresa su actitud cambió de modo radical. Son dos las obras escritas por Lutero en que queda plasmado su pensamiento antijudío, tanto religioso como étnico. Se trata de su tratado “Sobre los Judíos y sus Mentiras” (Von den Juden und Ihren Lügen), y “Del Nombre Incognoscible y las Generaciones de Cristo” (Von Schem Hamphoras und vom Geschlecht Christi). Ambos libros fueron escritos en 1543. Se afirma en algunas notas que el médico, filósofo y profesor universitario Karl Jaspers (1883-1969) dijo acerca de “Sobre los Judíos y sus Mentiras”: “Aquí tenemos ya el programa nazi al completo”.

Una digresión. Hace unos días atrás, se señalaba en una información, que la Iglesia Católica Armenia, con motivo de cumplirse un siglo, canonizó a los cerca de un millón y medio de armenios víctimas del genocidio llevado a cabo por los turcos, en la Primera Guerra Mundial. El presidente de Alemania, Joachim Gauck, se agregaba en la información, “reconoció la participación de su país en esta masacre. Turquía fue aliado de Alemania en la Primera Guerra Mundial”. Qué historial de atrocidades cargan sobre sus hombros los alemanes.

Para finalizar, destacar dos episodios en la novela que, en mi opinión, adquieren cierto simbolismo. El primero se refiere al oficial nazi, experto en lenguas del Cáucaso, de apellido Voss, cuya labor consiste en ayudar a los nazis, instalados ya en esa región y abocados al exterminio de personas, a definir por medio del estudio de las numerosas lenguas existentes en esos extensos territorios, quiénes deben ser considerados judíos y quiénes no. En un determinado momento, el oficial Voss se rebela violentamente ante el oficial Max Aue, el protagonista en la trama, frente a esta absurda y siniestra tarea en la que está involucrado. En cierto sentido, Voss representa la cordura que de seguro existió en parte del pueblo alemán, en medio del horror nazi. He aquí parte de un largo y acalorado diálogo entre ambos: Voss:<<… explíqueme, por favor, qué entiende usted por raza. Porque para mí es un concepto que no puede definirse científicamente y que, por lo tanto, carece de valor teórico>>. Aue: <<Y, sin embargo, la raza existe; es una verdad; nuestros mejores investigadores la estudian y escriben acerca de ella. Lo sabe muy bien. Nuestros antropólogos raciales son los mejores del mundo>>. Y más adelante, le retruca Voss: <<…la antropología racial no cuenta con teoría alguna. Propone razas, pero no puede definirlas, y luego da jerarquías por ciertas, sin un mínimo criterio. Cuantos intentos se hicieron para definir las razas con criterios biológicos fracasaron. La antropología del cráneo fue un completo desastre: tras pasarse décadas tomando medidas y compilándolas en tablas, basándose en los índices o los ángulos más fantasiosos, sigue siendo imposible distinguir un cráneo judío de un cráneo alemán con el mínimo grado de seguridad.>> Littell instala en la trama una trágica ironía: el cuerdo Voss termina siendo asesinado de un disparo por un lugareño, quien lo sorprende en una habitación conversando a solas con su hija, a la que Voss sólo estaba entrevistando. Esta “afrenta” al padre de la chica, le costó la vida al oficial.

El otro, se refiere al encuentro de Max Aue y dos acompañantes militares -cuando los soviéticos están ocupando rápidamente el territorio alemán y la suerte de Alemania está ya echada-, con un grupo o patrulla militarizada de niños alemanes que se comportan con un fanatismo extremo, que los lleva a sospechar que Aue y sus acompañantes son desertores. Estos chicos matan con una crueldad extrema a uno de los acompañantes de Aue. Este episodio me recordó la película El Puente. Esa juventud fanatizada, dañada profundamente por la propaganda nazi, fue la que pudo sobrevivir a la guerra. Y algunos de ellos, de seguro, han sido parte de aquellos que posteriormente tomaron en sus manos los destinos de la Alemania de la postguerra.

(En conmemoración, a setenta años, de la derrota de Alemania)

Síguenos en