Ley de Medios: el debate que ronda, pero no llega a Chile

La mayoría de los países de la región, no sin enormes dificultades, han comprendido que la democratización del espacio mediático es condición para la democratización de la sociedad. En Chile, en cambio, ninguna fuerza política ha tomado esta bandera, dejándola todavía en manos de organizaciones de la sociedad civil y profesionales de las comunicaciones.

La mayoría de los países de la región, no sin enormes dificultades, han comprendido que la democratización del espacio mediático es condición para la democratización de la sociedad. En Chile, en cambio, ninguna fuerza política ha tomado esta bandera, dejándola todavía en manos de organizaciones de la sociedad civil y profesionales de las comunicaciones.

El campo de los medios en Chile sigue estando, en general, maniatado por los grandes poderes económicos. Ellos deciden indirectamente de qué se habla, en qué tono y de qué no, los temas que deben ser priorizados y los que deben quedar atrás. Dicho de otra manera, pautean la política. Ellos, por ejemplo, han contribuido a la idea de que los dos problemas principales del país son la reactivación económica y la inseguridad ciudadana, poniendo su solución además como incompatible con las reformas estructurales. Esta partitura ha contado con una orquesta de magníficos intérpretes en las dos coaliciones que han gobernado Chile en el último cuarto de siglo, recibiendo como premio un buen trato de esos mismos medios, en desmedro de otros dirigentes que se convierten en “poco ponderados” o “irresponsables”.

El espacio de la construcción mediática no es entonces, como dijo el entonces funcionario del gobierno de Aylwin y hoy lobista Eugenio Tironi, para que la mejor decisión sea la de prescindir de una política sobre él. Este dejar hacer, en el caso chileno, se ha justificado en nombre de “la libertad de prensa”, concepto que ha evolucionado desde su loable significado original hasta convertirse en la libertad de los grandes conglomerados mediáticos para ocupar las porciones de mercado que su poder económico les permita, sin restricciones. En la Declaración de la Conferencia Hemisférica sobre Libertad de Expresión de 1994, más conocida como Declaración de Chapultepec, que la organizacional empresarial Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) ha convertido en su declaración de principios, se afirma que “sin medios independientes, sin garantías para su funcionamiento libre, sin autonomía en su toma de decisiones y sin seguridades para el ejercicio pleno de ella, no será posible la práctica de la libertad de expresión. Prensa libre es sinónimo de expresión libre”.

Pero no.

Porque la consecuencia ha sido una concentración que termina restringiendo las libertades democráticas ciudadanas. Es lo que la mayoría de los gobiernos de la región, con excepciones como Chile, han tratado de enfrentar.

Incluso, el paso del concepto de “libertad de prensa” –apropiada por los grupos económicos mediáticos- al de “libertad de expresión” –que recae en los ciudadanos- ha comenzado a ser debatido y encarnado por los organismos internacionales. Este mes en Montevideo, Uruguay, durante un seminario internacional sobre regulación comparada de servicios audiovisuales, la representante de UNESCO para Latinoamérica, Lidia Brito, afirmó que la consolidación de los regímenes democráticos de América Latina sigue demandando reformas como la de los marcos regulatorios de los sistemas de comunicación audiovisual. Además, llamó la atención sobre la necesidad de que las legislaciones aseguren un acceso igualitario a todos los sectores de la sociedad a los medios de comunicación para el desarrollo democrático.

Pero no se quedó ahí: además destacó que no basta con dictar una ley, sino que además debe diseñarse e implementarse una política pública que permita el desarrollo de los medios de comunicación, de manera que haya más voces, mejores condiciones para que todos sean escuchados, y que no haya elementos monopólicos.

Esta declaración visibiliza el problema de fondo: la disputa mediática es una disputa por la distribución del poder en la sociedad. Y crucial, porque es la disputa del poder simbólico, de las subjetividades, del sentido común. Hay una situación que es visible en el resto de la región y que aquí no, porque en Chile la revolución neoliberal fue pionera y además se dio en contexto de dictadura: la concentración de los medios en América Latina se agudizó durante la década del 90, cuando se aplicaron más intensamente las políticas neoliberales. Es lógico entonces, que los gobiernos que se han propuesto desmontar los efectos de aquellas medidas hayan considerado la implementación de Leyes de Medios.

A la luz de esa experiencia regional, el debate ha terminado por situar a la comunicación en el ámbito de los derechos y, por lo tanto, a desplazarse a lo constitucional. En el caso chileno, en la Carta de 1980 prevalece una libertad de prensa tal como la libertad de enseñanza: que da a las empresas amplios espacios e inhibe al Estado de actuar en nombre del bien común. Por eso ahora, cuando el debate constitucional se abre en nuestro país con todas las dificultades ya conocidas, se produce una magnífica oportunidad para desplazar la demanda del derecho a la comunicación del margen al centro, como lo vienen intentando muchos actores sociales hace años.

Un camino razonable, seguido en la región recientemente y antes en Europa, que concilia Estado con mercado y lo nacional con lo local, es la consagración de tres áreas: una privada, una estatal y una comunitaria. Los países del continente que lo han logrado, sin embargo, han requerido de gobiernos con coraje político para enfrentar enormes resistencias y verdaderas declaraciones de guerra por parte de los grupos mediáticos afectados. Como no es ésta una virtud que haya caracterizado a los gobiernos que sucedieron a la dictadura, será necesario redoblar esfuerzos desde la ciudadanía para aprovechar este camino que, aunque pedregoso, podría abrirse.





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