La justicia que debe ser posible

  • 16-08-2015

A no pocas personas francamente les fastidia que, después de tantos años del fin de la Dictadura, se busque establecer todo lo acontecido en materia de violaciones a los DD.HH. y se busque el castigo a los culpables. Hay quienes se conmueven al ver que en su vejez los militares que cometieron crímenes o fueron cómplices y encubridores de los mismos sean llevados a la cárcel y atribuyen a un acto de venganza que los tribunales procesen y condenen a quienes muchas veces obedecieron las instrucciones de quienes ya murieron en la impunidad. Hacen caso omiso, sin duda, de que la responsabilidad en estos casos es siempre personal, aunque se consideren las atenuantes de cada infractor. Pero el largo tiempo transcurrido en el silencio y en la renuencia de éstos a colaborar con la Justicia la verdad es que le asigna más agravante a sus delitos. Más si se considera el dolor de tantas víctimas y familiares que también han fallecido en la espera de la verdad y la justa reparación.

Indultos, amnistías y reiterados “pactos de silencio” son los que explican que aquellas históricas masacres al abrigo del Estado y consumadas contra los pobres, los indígenas y opositores finalmente hayan seguido repitiéndose y no pocos victimarios del pasado hoy sean reconocidos como grandes forjadores de nuestra vida republicana. En efecto, personajes como un Diego Portales o un Arturo Alessandri , así como de quienes fueron los ejecutores o instigadores de sus crímenes, debieran estar inscritos en las páginas negras de nuestra historia y no haber originado nunca monumentos y nombres de instituciones y calles. El que no se haya perseguido tantos despropósitos explica que en nuestro continente seamos el país con más horrores históricos y con menos espíritu de hermandad hacia nuestros vecinos, toda vez que el fratricidio ha sido la constante de nuestros militares y gobernantes. Como lo hemos asegurado tantas veces, nuestros “valientes soldados” en lo que se han hecho expertos es en matar, torturar y hacer desaparecer a sus propios compatriotas, desde el momento en que lograron ser los mejores discípulos de la Doctrina de la Seguridad Nacional concebida y promovida por los Estados Unidos y la que en esencia promueve la eliminación del llamado “enemigo interno”.

Lo que sería inaceptable, en todo caso, es que después del Golpe de Estado de 1973 y de todo lo que siguió sean culpados solamente los militares, cuando es evidente que la cruenta rebelión de Pinochet y sus secuaces fue instigada por prominentes políticos, por casi la totalidad de las cúpulas empresariales y por comunicadores sociales que, hasta aquí, libran completamente de toda condena. A pesar de los registros históricos que marcan a los sediciosos de entonces y a diarios como El Mercurio y La Tercera sin cuyo criminal concurso no habría sido del todo posible la Operación Colombo, la muerte y desaparición de centenares de jóvenes. Así como de tantos otros crímenes posteriores que, sin embargo, fueron denunciados oportunamente por la prensa libre y digna de la época y cuyas denuncias era posible observarlas con solo pararse ante un quiosco de diarios. Recién cuando Agustín Edwards tuvo que sufrir el secuestro de uno de sus hijos, su periódico se avino en reconocer la existencia de detenidos desaparecidos y así todavía existen desquiciados como un Hermógenes Pérez de Arce que siguen negándose a aceptar los crímenes de la DINA y la CNI, pese a los más de 500 años de cárcel a los que fue condenado su amigo Manuel Contreras. Increíble parece que un canal público de televisión todavía le dé tribuna a un analista tan perverso, cuando sujetos como él en Europa se van directamente a la cárcel por negar el genocidio nazi.

Cuando en estos días se aprecia la soberbia de las patronales empresariales, y hasta se sedicente oposición a las reformas aprobadas por la ciudadanía, necesariamente hay que atribuir a la impunidad que los favoreció que hayan vuelto a subir el tono e intentar corromper a la política en defensa de sus abusivos intereses. Justo y necesario sería que su suerte no fuera distinta a la de los militares cuando ellos por tantos años tuvieron alianza con el Dictador, callaron sus crímenes y recibieron sus dádivas y sobornos. Bien representadas, por ejemplo, en ese buen número de empresas fiscales que se les otorgó a precio vil y que han alimentado sus fortunas personales. Debemos, sin duda, considerar que la Dictadura también cometió horrendos crímenes económicos y sociales de la mano de los titulares de la Sofofa y la Confederación de la Producción y el Comercio y otras organizaciones empresariales y consorcios que no debieran escapar a la Justicia y ser obligados a reparar al pueblo chileno y a los trabajadores que fueron abusados por el llamado Plan Laboral que pisoteó los derechos sindicales y los mantiene en interdicción hasta hoy.

Además, justo y necesario sería que los políticos que instigaron nuestra ruptura institucional y también cogobernaron con Pinochet reciban la sanción ejemplificadora. Es una vergüenza que algunos de estos personajes hayan regresado a La Moneda y accedido al Parlamento sin responder por su colaboración o silencio cómplice y que hoy, a propósito de los casos de corrupción que se ventilan en los Tribunales, puedan llegar a ser condenados, al igual que el mítico Al Capone, solo por sus actuales delitos tributarios y no por su estrecha relación con las políticas represivas de la dictadura cívico militar que los contó entre sus protagonistas.

También sería conveniente que fueran alguna vez juzgados aquellos que negociaron la salida política o la actual posdictadura y que son los responsables de pactar con Pinochet su impunidad, liberarlo de la Justicia Internacional y consentir en la mantención de un régimen institucional que, después de 25 años, todavía lleva el sello del Dictador. Políticos que hoy se ufanan, por ejemplo, de aquella Comisión Valech a la que concurrieron a testimoniar miles de chilenos que fueran detenidos y torturados y cuyas revelaciones La Moneda decidiera dejar archivados por cincuenta años no para proteger la privacidad de las víctimas, como dicen, sino para ocultar hasta su deceso a tantos criminales que aún circulan sin contratiempo por las calles y hasta siguen relacionados como recibiendo sueldos y honorarios de las FF.AA.

Personajes de la Concertación coludidos con la Derecha para prolongar la Constitución de Pinochet, aprovecharse por años del inicuo sistema electoral, exterminar a la prensa democrática y convenir con los medios que se hicieron cómplices del horror para practicar ese “pacto del silencio” que hoy se evidencias. Impunes, también, frente a una ciudadanía que, felizmente, después de 25 años de incumplimientos, ya no confía en ninguno de sus referentes y amenaza con una nueva y contundente abstención electoral si los nuevos horrores se prolongaran sin ser sancionados debidamente. Políticos ávidos de poder a cualquier precio y renuncio político, que terminaron corrompiéndose al extremo de golpear las puertas de los más repugnantes empresarios pinochetistas para financiar sus campañas electorales y reelegirse una y otra vez en los cargos con ingresos que multiplican por cuarenta veces el sueldo mínimo que reciben más de la mitad del sector laboral chileno. Sin contar con otras prebendas y los sobornos que continúan recibiendo a la hora de tramitar ciertas leyes.

Una justicia que se hace necesaria, además, para los políticos traidores. Para aquellos jacobinos del pasado y que hoy ofician de lobistas, defensores y asesores de los empresarios más corruptos del país y de los inversionistas extranjeros. Personajes, como el ex ministro Enrique Correa, cuyo encendido verbo llevó a la lucha y muerte de miles de sus camaradas y compañeros. Mientras ellos llenaban las embajadas, gozaban del exilio dorado,a diferencia de tantos otros miles de chilenos en la diáspora obligada, para retornar oportunamente a Chile reciclados en neoliberales y hasta en columnistas de los diarios que en el pasado los tildaban de terroristas.

No cabe duda de que, como en otros momentos de nuestra historia, la impunidad es lo que todavía prevalece, pese a las nuevas condenas de uniformados. Pero en la era de la información, como se asegura, ya no será posible pasar inadvertidos para siempre por la Justicia y acotar solo en los militares la responsabilidad de lo ocurrido en dictadura y posdictadura.

Con razón se teme que, de permanecer sin juicio y castigo todos los que generaron tan trágicas circunstancias de nuestra historia, lo que arriesgará el país, ahora, n será necesariamente que estos episodios puedan repetirse, sino que estalle, más temprano que tarde, una enorme explosión social.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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