No han pasado todavía dos semanas desde que Roser Bru (Barcelona, 1923) llegó al ministerio de Educación para recibir el Premio Nacional de Artes Plásticas. Aquel lunes habló ante las cámaras y micrófonos, dio entrevistas y posó para los fotógrafos, pero ella lo ve de otra manera: “Ya ha pasado el tiempo, ¿no? Yo sigo trabajando en lo que me ocurre”, dice sentada en el living de su casa.
Haciendo memoria, recuerda que en esa ceremonia estaba Alfredo Jaar (“este chico”), el último ganador del reconocimiento, y apunta hacia una de las paredes de su casa: “Él hizo esa foto que está ahí, donde dice ‘Para Roser, que lo ve todo’”.
“Ya se me ha olvidado. Era un premio, son cosas que pasan”, responde ante la insistencia, pero luego se acuerda de uno de los innumerables llamados que ha recibido desde el lunes pasado. “El otro día me llamó Joan Manuel Serrat, no sé cómo supo. De pronto oí en catalán que era él, fue simpático. Me dijo ‘Roser, así en catalán, soy Joan Manuel Serrat’. Es que cuando yo vivía en Barcelona, él era muy joven, debe haber tenido unos 17 años y vivía muy cerca de mí”, relata.
Al parecer, Roser Bru ya tiene otras preocupaciones. Este jueves, por ejemplo, tiene que ir a la galería Vanguardias Latinoamericanas (VALA), que abre la muestra Winnipeg, con cuatro pinturas de ella y otras cuatro de su amigo José Balmes. Ambos llegaron a Valparaíso el 3 de septiembre de 1939, luego de meses a bordo del barco que había zarpado meses antes desde Marsella, con más de dos mil refugiados que huían de la Guerra Civil Española. “Éramos muchos. Veníamos cuatro, mis padres y mi hermana Montserrat. Hicieron literas y a mí me tocó una abajo, así que oía como pegaban las olas, como si estuvieran bajo mis pies”, recuerda a exactos 76 años de ese arribo a estas costas.
“Yo sabía muy poco de Chile. Había un chileno al que le pregunté por el clima y eso es una tontera, porque el país es tan largo que hay de todo. No me imaginaba nada”, relata.
La tarde en que recibió el Premio Nacional, Roser Bru se acordó de esos primeros días en Santiago, cuando tenía apenas 16 años. En esa época ingresó a la Escuela de Bellas Artes, donde aprendió acuarela y pintura, pero entre medio hizo múltiples oficios: “Trabajé pintando botones y andaba con un librito de los impresionistas, que era lo único que tenía a mano. Alguien me preguntó ¿y tú qué haces? Yo le dije que estaba en Bellas Artes, así que se le ocurrió que yo pintara unas cajitas forradas de papel blanco en las que ponían chocolates. Encima de cada una de esas cajitas de bombones yo hacía un dibujito. Hay gente que dice que tiene una, pero yo no tengo. Ahí dibujaba lo que se me ocurriera”, relata.
“Al llegar nos vacunaron en seguida. En la calle Bandera estaba el Centro Catalán, que era muy grande, y todo el mundo se encontraba ahí. Allá nos hicieron unos porotos con butifarra, que es una especie de longaniza, y eso nos dieron de comer”, añade.
“En Santiago, todo sucedía en el centro -continúa. Ni sabíamos que existía esto (su actual barrio, en Providencia), Santiago terminaba en el canal San Carlos. Cuando llegamos nos dieron una pensión que estaba en la calle San Antonio, durante 15 días. Después teníamos que buscar un lugar donde vivir y había que trabajar. Yo hice de todo, las cosas más insólitas”.
El pasado, sin embargo, ocupa un lugar secundario en la lista de preocupaciones de Roser Bru. En la parte trasera de su casa tiene un amplio taller colmado de pinturas y otros objetos. En un rincón, arriba, aguardan telas y bastidores, uno al lado de otro. En un atril está la obra que trabajó durante la mañana. En el centro del taller, otras dos que siguen en proceso y permanecen a la espera de retoques.
Junto a una pared, en el suelo, hay un retrato de Víctor Jara, que es apenas uno de los múltiples personajes reunidos en ese taller. En una pintura, por ejemplo, coinciden Kafka y Walter Benjamin, el mismo que se suicidó mientras también intentaba huir de la guerra. En una fotografía que cuelga de la pared, una vieja fotografía en la que posan Mario Carreño, Roberto Matta, Gracia Barrios, José Balmes, Carmen Waugh y una sonriente Roser Bru. En otra pintura está Enrique Lihn, con aquello de “nunca salí del horroroso Chile”.
Para llegar a ese taller hay que atravesar pasillos y paredes que parecen una galería de arte. Ahí están Miró, Léger, Juan Downey, los caballos de Delia del Carril (que muestra orgullosa), algo de Nemesio Antúnez, de Eduardo Vilches, de Carlos Leppe. Para cada uno, Roser Bru tiene al menos una frase: “Es mentira eso que dijo, porque estuvo en París”, dice riendo cuando mira el retrato de Lihn.
En gran medida, recorrer esas paredes es asomarse a 92 años que Roser Bru ha vivido entre Cataluña, Francia y Chile. A ella, no obstante, le preocupan esas obras que tiene a medias en su taller hogareño y en las que trabaja en el Taller 99, adonde va semanalmente y ayuda a otros artistas: “Voy y les digo si lo están haciendo bien. Voy a opinar –dice sonriendo y levantando el índice derecho. Y también hago lo mío. Siempre se me ocurren cosas distintas”.