Durante décadas uno de los sustentos sociológicos del neoliberalismo fue la “teoría de la elección racional”. Según ésta, los individuos son agentes racionales que toman decisiones de costo-beneficio basándose en toda la información de la que disponen.
Así, por ejemplo, resulta lógico que una persona prefiera comprar una botella de agua a 500 pesos en vez de 1.000 pesos, suponiendo que se trata de la misma marca, envase y cantidad de agua. Si a veces no actúan de manera racional es porque no disponen de toda la información necesaria, lo que en economía se llama “asimetría”. Llevado al ámbito social, este “homo economicus” de la teoría de elección racional también tomaba en cuenta los costos y beneficios de su actuar. Así, por ejemplo, surgió la línea de pensamiento que favorecía aumentar las penas para los delitos. Nuevamente, la lógica indicaba que si la sociedad impone la pena de muerte para crímenes homicidas, algunos individuos lo pensarían dos veces antes de cometer un asesinato.
El problema, claro, es que las personas no somos tan racionales como creen los economistas y muchos cientistas sociales. Resulta que sí hay gente dispuesta a pagar el doble por exactamente el mismo agua, y las razones para ello son muy diversas: porque quiere señalar su estatus económico, porque el vendedor del agua más cara es un amigo, familiar o una persona que necesita de actos solidarios (es recién divorciado, tiene un hijo enfermo, etc., etc.). Y en el ámbito social no es distinto. De hecho, todos los estudios muestran que mayores penas judiciales no han logrado reducir de manera efectiva los delitos.
¿Y qué tiene esto que ver con la actualidad chilena? Mucho más de lo que uno podría pensar. Resulta que nuestras elites –sea el gobierno, los empresarios, los medios de comunicación, los partidos políticos, la Iglesia Católica, las fuerzas armadas, Carabineros, etc.– actúan muchas veces en el marco de la “teoría de la elección racional”.
El ejemplo más reciente es lo que ha sucedido con la marcha de los estudiantes de la semana pasada, la que quedó reducida al semi-saqueo de la iglesia de la Gratitud Nacional. La reacción de una parte importante de la elite fue buscar penas severas para los responsables, en la creencia que ello a futuro reducirá o eliminará el supuesto problema de la violencia social. Así, diputados de la UDI, RN y el PPD (en temas de seguridad ciudadana casi todos los partidos están en el mismo barco) pidieron al gobierno reactivar la iniciativa de ley que penaliza duramente a aquellos que se encapuchan en las manifestaciones. El diputado RN Gonzalo Fuenzalida pidió penas de unos dos años de cárcel para quienes se encapuchen. “Es simple, persona que se cubra el rostro en una manifestación se va preso”, afirmo y, en plena lógica de la teoría de elección racional, remató: “Quiero preguntar si con penas de cárcel la gente se va a atrever a encapucharse”.
Se nota que este militante de derecha, al igual que a su colega del PPD Daniel Farcas, no ha presenciado recientemente marchas ni se ha actualizado en sus conocimientos de teoría social. Para comenzar, hacia eso de las 13.00 horas de la marcha del jueves pasado hubo al menos unos 20.000 manifestantes encapuchados. Y estaban cubriendo sus caras para protegerse de los venenosos efectos de los gases lacrimógenos que las fuerzas especiales esparcían gratuitamente por la Alameda.
Lo segundo, es que el ser humano racional en lo económico y social que soñaban sobre el papel los economistas y sociólogos que sustentaron la visión neoliberal del mundo, quedó sobrepasado hace rato por otras teorías que resultan más cercanas a la realidad que todos experimentamos a diario. Desde la psicología y las neurociencias comenzaron a surgir hipótesis, teorías y certezas que nos llevan al campo de la “economía conductual”. En concreto, se trata de investigaciones que muestran que el ser humano es mucho más complejo, más gris, más diverso y más impredecible de lo que suponían Gary Becker, Milton Friedman, Friedrich Hayek e incluso Adam Smith (por no hablar de los Chicago Boys chilenos, alumnos aventajados de esos pensadores, pero meros ejecutores de teorías que estuvieron protegidos por una dictadura, pero que no fueron pensadores en plena democracia sometidos al escrutinio y la crítica).
Durante los últimos días, un sinfín de expertos, columnistas y opinólogos analizaron el hecho del Cristo destrozado. Pero muy pocos profundizaron su análisis para tomar en cuenta factores que están fuera del relato oficialista chileno que ha permanecido casi inmutable en las últimas tres décadas. Ni siquiera Carlos Peña –el rector de la Universidad Diego Portales, columnista dominical de El Mercurio y fanático de citas de los clásicos de la filosofía occidental– se dio cuenta que su análisis estaba permeado por la incesante, uniforme y repetitiva cobertura de los medios de prensa tradicionales de Chile. En efecto, los grandes canales de TV y los más influyentes medios escritos repitieron cuán loro el mismo coro, que es el que finalmente influencia a la señora Juana y al rector Carlos.
¿A nadie la llama la atención esa uniformidad? Entre tantos canales de TV, tradicionales emisoras de radio y prensa escrita, ¿todos informan lo mismo? Ello no se condice con la experiencia cotidiana que tienen los seres humanos respecto a la realidad que los rodea. Cuando se juntan cuatro amigos a hablar de fútbol, hay cuatro opiniones distintas. Cuando se junta un grupo y habla de política, no existe una opinión igual a la otra. Y lo mismo pasa en temas de religión, diversidad, los mejores lugares para festejar, y tantos otros temas. Sin embargo, nuestra prensa y nuestros dirigentes parecen tener una capacidad de unanimidad y de relato coherente que nadie más tiene. Cualquiera en su sano juicio debería dudar de esas certezas. Esas certezas de “mano dura”, esas certezas de la supuesta excepcionalidad chilena en el contexto latinoamericano (“no somos corruptos”, decían hasta hace poco; “no hay historia de dictaduras militares”, decían a inicios de los años 70), esas certezas de que todos somos iguales, cuando somos todos diversos, todas esas certezas resultan sospechosas.
Sólo tres movimientos sociales han logrado resquebrajar en los últimos años este relato unitario y neo-portaliano que nos hace a todos iguales bajo el mando de las elites (basta con acordarse del discurso que esgrimía la elite local para evitar la exhibición de la película “La última tentación de Cristo” del director Martin Scorsese a mediados de los años 90: Chile no está preparado, decían).
Y esos movimientos son los estudiantes, los mapuche y las “minorías” sexuales y de género. Por diversas razones, sólo estos últimos han logrado cierta aceptación en el discurso de la elite. Los dos primeros son constantemente criminalizados, más los primeros que los segundos, aunque los hechos de las últimas semanas indican que lo estudiantes van camino a ser los nuevos parias de la elite chilena.
Para finalizar, si una decena de encapuchados que saquean un iglesia pueden, potencialmente, generar cambios en la leyes, ¿no debería suceder lo mismo con la decena de empresas coludidas, con la decena de políticos financiados irregularmente por las grandes empresas, con la decena y más de casos de abuso policial en contra de los estudiantes?
Como reza un dicho del periodismo estadounidense: si algo ocurre una vez , es una anécdota; si sucede dos veces, para las orejas; si se da por tercera vez, hay una historia. Y la historia verdadera en Chile no es la de los encapuchados, sino de los poderosos que, en busca de la “maximización de sus utilidades”, están dispuestos a todo.