La comisión disciplinaria de la FIFA ha decretado una vez más, la suspensión del Estadio Nacional por dos encuentros eliminatorios debido a los reiterados cantos homofóbicos y xenófobos enarbolados por los fanáticos nacionales. Con ello, la Selección Nacional de Fútbol deberá buscar otro estadio para jugar sus encuentros de local contra los equipos de Paraguay y Ecuador. El impacto deportivo es discutible pero la amonestación cultural es ineludible.
Ahora, muchos dirán que la FIFA se ensaña contra Chile, que jamás le harían esto a Argentina o a Brasil. Dirán que en todos los estadios se insulta y se grita y que un canto no puede compararse a la violencia de otros momentos o lugares. Pero que otros lo hagan no elude la responsabilidad condenable del acto. En la órbita del fútbol, Chile terminó el año 2016 como el país más castigado en todo el mundo por estos motivos y eso, al menos, debe llamarnos a reflexión.
Es cierto que en el estadio se estila insultar pero quienes esgrimen la costumbre como justificante no hacen otra cosa que acentuar la aberración. Acá lo que molesta es que todos esos insultos, que muchos defienden como inocentes y un ingrediente natural del espectáculo futbolístico, guardan siempre un profundo desprecio hacia las minorías o los grupos vulnerables. Cuando se busca ofender, los otros siempre son “maricones”, lloran como mujeres, son indios, son negros, extranjeros, etcétera. El origen de nuestros insultos, por más inocuos que pretendamos ser, es siempre una vinculación o exaltación en ese sentido, lo cual refleja nuestra historia y explica nuestro subdesarrollo.
Acá hay que cuestionarse el origen y calibre de los insultos. No pasa nada si reclamamos y gritamos. Tampoco si exigimos esfuerzo o vociferamos porque un contrario se tira al piso sin motivo. Tampoco está mal reclamar cuando el arbitro se equivoca y te perjudica. No es el grito ni el conflicto lo que es juzgado. Lo que este castigo demanda es que como sociedad nos cuestionemos la raíz de nuestras ofensas. Que hagamos un esfuerzo para ser capaces de aceptar la diversidad sin volverla peyorativa y que compitamos deportivamente basados en el respeto a los otros.
Y en ese sentido hay que reconocer que el fútbol no ha ayudado en nada. Porque ganamos nuestras primeras dos copas internacionales y muchos ya se sentían con el derecho de ofender y menospreciar a todos. Recién habíamos ganado dos finales (por definición a penales) y ya éramos los mejores en todo. Deportivamente, nos ha faltado humildad para afrontar la victoria. Así el triunfo ha tapado mucha basura e impidió reconocer las deficiencias y atrasos evidentes. No hemos sido buenos ganadores porque que no hemos sabido aprovechar nuestro incipiente éxito para potenciar nuestro deporte, formar mejores futbolistas y sostener una propuesta atractiva y eficiente a lo largo del tiempo.
El triunfo deportivo y económico (cuando lo hubo) no tuvo impacto en la actividad local ni mejoró nada de forma sustantiva. La selección chilena es bicampeona de América pero nuestra liga sigue siendo poco competitiva, reducida y de medio pelo. El enorme valor monetario actual del fútbol chileno, del Canal del Fútbol y de la Selección Nacional no guarda ninguna relación con lo precario de lo reinvertido en formación e infraestructura en los clubes y sus afiliados. Sin duda que esto también explica la imposibilidad de tener aficionados respetuosos que valoren el esfuerzo y trabajo de los demás y que alienten desinteresadamente.
El problema es cultural y llevará tiempo resolverlo. Sin embargo, este castigo nos obliga a acelerar responsablemente el proceso si no queremos perder la grandiosa oportunidad de ver en vivo, a los mejores jugadores de fútbol del mundo. Entonces, aceptemos el merecido castigo y esta vez, en vez de quejarnos y lamentarnos, trabajemos para entender la sanción y dar pasos realmente significativos que favorezcan la inclusión y el desarrollo, mediante una educación y un deporte responsable y acorde a los tiempos.