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Una semana insuperable: Maximiano Valdés y Vadim Repin fascinaron a los oídos de Santiago

Dos conciertos de eminencia internacional (debido a su calidad de ejecución) pasaron por estos días a través de distintos recintos culturales de la capital de Chile, los que dejaron una placentera impresión melómana en las audiencias: los correspondientes al número 6 de la temporada regular del Teatro Municipal, y al programa que trajo a la Orquesta Sinfónica de Estambul, a interpretar partituras de Jan Sibelius y de Antonín Dvorak, sobre el escenario del Centro de las Artes 660.

Enrique Morales Lastra

  Viernes 30 de junio 2017 18:40 hrs. 
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“Los románticos: una cuestión equívoca, como todo lo moderno”.
Friedrich Nietzsche, en Estética y teoría de las artes (una edición de Agustín Izquierdo)

En las jornadas del martes 27 y 28 de junio tuvo a lugar el Concierto 6 del Teatro Municipal de Santiago, perteneciente a su temporada oficial 2017, y que se tituló “Ímpetu y tormenta”, en el bautizo que le dieron los organizadores del respectivo ciclo. El director musical invitado en esta oportunidad fue el maestro nacional Maximiano Valdés Soublette, quien incluso fue entrevistado en la previa de sus presentaciones por el Diario Radio Universidad de Chile.

La primera pieza a recrear por la batuta del ilustre artista correspondió a la “Sinfonía número 29 en La mayor, K. 201/186a”, del histórico compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart. El Allegro moderato (primer movimiento) partió, como lo dice su nombre, con una velocidad instrumental que podríamos calificar de “mediana”, conducido por el estilo sobrio del maestro Valdés, quien dirigió la obra de memoria. Destacaron el buen nivel de las violas, y la equilibrada textura y volumen del sonido generado por la Filarmónica.

El Andante, en tanto, fue interpretado a la manera de una serenata, casi con atisbos estéticos de esencia conceptual fúnebre, en una estrategia clásica donde los segundos violines representaron un aire fresco y renovador. El cambio de celeridades del conjunto resultó un poco más baja que el acostumbrado a fin de ejecutar esta parte de la pieza, pero en suma, se obtuvo una versión caleidoscópica (por la confluencia de símbolos estéticos rastreables), que inclusive invocó métodos propios de la vanguardia para expresarse, en la concreción auto cumplida que Maximiano Valdés anunció a través de este medio. Un final rotundo cerró este fragmento.

Por su parte, el Menuetto evidenció en su despliegue una gravedad y un formalismo de insinuaciones románticas, dentro de ese clasicismo puro, germinado por los bronces.

El Allegro con spirito mostró bríos y carácter artístico. La apuesta de Valdés, aquí, produjo sus mayores discreciones estéticas. Los violines conductores y el resto de las cuerdas exhibieron una perfecta sincronía orquestal, y el sonido total se escuchó como un melodioso y bello ruido de fondo. Elegante y madura interpretación, a causa de las variantes ofrecidas, de una partitura que es fiel reflejo de la evolución continua, hasta su muerte, experimentada por la obra de Mozart.

La segunda parte del programa incluyó el “Concierto para viola, arreglo para guitarra y orquesta” del compositor y director de orquesta clásico, contemporáneo y experimental polaco Krzysztof Penderecki (1933). El solista fue su compatriota Lukasz Kuropaczewski.

Notas y acordes que llenaron el teatro, con un inicio de cuerdas, que reflejaron una odisea existencialista, la figura musical de una luz instrumental entre las tinieblas, con las percusiones y el ejercicio de un rol importante, en la generación de ese prendamiento y sensación estética. La guitarra y los violines, los bajos, el diagnóstico de una lucha musical, con un intérprete individual bastante compenetrado con su autoridad artística frente a la posición que le entregaba la pieza, ante el quiebre violento de los demás instrumentos para ceder a su dominio  y friso sonoro.

“Ni tan siquiera la música, que muy excepcionalmente ha venido transmitiendo con cierta firmeza un sentimiento de reconocida condición hipostática, está en situación de poder librarse de esa ruptura convulsiva que no puede respetar ya ningún privilegio estético contemplativo. Pero, además, la trama de su sistema, de ese sistema calificado de perfecto bajo en el que se han realizado las más sublimes y veneradas obras de la tradición secular, está puesta en entredicho. Ésta es la valoración que puede decirse está en la mente y en el ánimo del vanguardismo”, dice Francisco Otero, de la Asociación Española de Compositores Sinfónicos

Tanto Valdés como Kuropaczewski demostraron prestancia escénica, compenetrados en un diálogo mutuo, en el que también participó de manera fluida la orquesta, en una conversación de pasión, misterio e infinito, matizado por el influjo embriagador de la guitarra, en un acto que constituyó, sin duda, la mejor presentación de la noche.

Luego del intermedio, vino la “Sinfonía número 2 en Do mayor, Op. 61”, obra del autor alemán Robert Schumann (1810 – 1856).

El Sostenuto assai: Allegro ma non troppo, fue una reiteración de estilos con la pieza anterior de Mozart, por parte del maestro chileno. Nuevamente ejecutada de “memoria”, las velocidades imaginaron en su sonoridad una direccionalidad estética que podríamos denominar de festiva. Conceptualmente muy claro, en un sonido impecable, reproducido desde sus atriles por la agrupación Filarmónica.

Scherzo: Allegro vivace, correspondió a la segunda parte de la interpretación. El talante de Valdés se evidenció preocupado por la impronta musical de la partitura: fluidez de las cuerdas, intervención precisa y en el tiempo por parte de los vientos. Logrados cambios de registro, con un desenlace francamente portentoso, romanticismo puro.

El Adagio espressivo, en tono apesadumbrado, un movimiento de sonoridades melódicas, que expresaron un sentimiento, bajo una estética del lamento y del recuerdo. Afectación bien recogida, en un verdadero desafío para la orquesta y para su músico conductor, en un respirar de instantes lánguidos y placenteros.

La obra concluyó con el Allegro molto vivace. Un Schumann-Valdés romántico a plenitud. Rapidez, velocidad, imperio orquestal de la situación, fluctuaciones ideológicas que respondieron al sentido de una aceleración musical, en la fuerza de una intencionalidad que entregaron las razones artísticas del compositor y de su reinventor en esta ocasión.

Percusiones altivas y triunfadoras, en un resultado sonoro de la Filarmónica demandante, controlado y asertivo en sus conclusiones, debido a la experticia del maestro nacional: audaz, precavido, estudioso, conceptualista, un maestro con ideas y simbolismos concebidos de forma clara y transparente, sin duda.

El legado musical del siglo XIX

El miércoles 28 de junio se presentaron, asimismo, en la temporada oficial de Grandes Conciertos Internacionales de la Fundación CorpArtes, el afamado violinista ruso Vadim Repin y la Orquesta Sinfónica de Estambul, Turquía.

La primera pieza a interpretar fue el “Concierto para violín y orquesta en Re menor, Op. 47”, del compositor sueco Jan Sibelius (1865 – 1957), una partitura romántica que se apresta a ingresar en propiedad a las corrientes modernistas propias de su época.

El Allegro moderato, y el protagonismo del violín, las indicaciones del director, los bemoles trepidantes y de otro nivel de esta orquesta. Los cambios de motivos estéticos ejecutados en tiempos definidos y expeditos, con grandilocuencia sonora. ¿Y Repin? Como los grandes futbolistas que de inmediato se acoplan a las directrices de sus nuevos equipos, el artista ruso se introdujo de lleno al modo de “juego” de la agrupación otomana.

Bronces, vientos, en plena y franca sintonía a los requerimientos del director, el maestro austríaco Milan Turkovic. El lamento plañidero, el volumen completo de este conjunto, en un virtuosismo que se reinventa a sí mismo, acompañada por la disposición corporal refinada y elegante del solista, por su pulcritud, transformando en un verdadero privilegio el haber podido asistir a este recital docto.

Romanticismo, sobriedad en la ejecución y dirección. Un crisol de momentáneas y de tempestuosas cadencias musicales, y Repin las ejerció casi como un primer violín. Al modo de una navaja de cuerda, su instrumento transmitió señales e ímpetu musical a la dirección del maestro europeo (Turkovic).

Adagio de molto. Un verdadero llanto de cuerdas, que el solista abordó con respetuosa coherencia y solemnidad, en un creciente nacimiento del fondo sonoro, y una bellísima interpretación de una pieza canónica.

Bronces y vientos. El artista ruso siempre enunció el camino con una gestualidad corporal y musical, seguido por los instrumentos de aire. Ese “solo” que simula una sonata, y que hunde sus raíces estéticas, allá lejos, en el siglo barroco del gran Bach.

Allegro, ma non tanto: Una mancha de beldad, y de objetivos de pronunciación e interjecciones melódicas. Vibraron en varias ocasiones los metales, gracias a la potencia manifestada por la agrupación turca, en unas sinuosidades sonoras magníficamente explicitadas por la orquesta, en la que era la nota dominante, el Re menor.

Una explosión para la sensibilidad auditiva, indicada con el brío de una declamación realizada por las cuerdas. Mientras Vadim Repin se debatía autónomo, sin ser individualista, con los hilos nuevamente a “tono”, y en un volumen unívoco cuando ejercieron juntos su dominio, que se apreció en un estilo de interpretación “italiana”, por referencia del solista y más que nada a raíz de la batuta del director Turkovic.

Después del intermedio, llegó el turno de la “Sinfonía número 8 en Sol mayor, Op. 88”, del compositor checo y romántico, Antonín Dvorak (1841 – 1904).

El comienzo, el Allegro con brío. Otra vez, en un acento peninsular, itálico. Gran participación de los bronces, y la consumación de esa idea estética y sonora. Luego, el Adagio, un antecedente de George Gershwin, cuerdas en resguardo, las percusiones, y los elementos sinfónicos clásicos y románticos, a un tris de explosionar. Los bronces, con el maestro Turkovic a sus anchas. De nuevo las percusiones, una paráfrasis que como una atalaya, advierte acerca de la Sinfonía del Nuevo Mundo, por llegar, por arribar en la mente del genio centroeuropeo.

Posteriormente, el Allegretto graziozo-Molto Vivace. Hermoso en su simbolismo, placidez en la línea de un movimiento sinfónico, un motivo auténtico que repite en las cuerdas, argumentos musicales de enorme belleza. La génesis de un “capricho”, un entremés de sensibilidad y de delicadeza.

El Allegro ma non troppo, o el desfile del amor, una suave serenata, en los mejores instante de la dirección. Murmullo melódico, una variante atronadora, la batuta de Turkovic que se expresa en el punto culmine de una biografía artística. Frescura y sorpresa acústica, en el imperio de un final en perpetua posesión de las cimas musicales de esta fracción de la partitura. El bis, fue la obertura de “Las bodas de Fígaro”, de Wolfgang Amadeus Mozart…

La temporada oficial del CA 660, se reanudará el próximo miércoles 2 de agosto, con el recital del tenor ligero mexicano Javier Camarena, acompañado en el piano por Ángel Rodríguez.

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