El flujo de gente que ocupaba los vagones del metro a las 6 de la mañana hablaba de lo multitudinaria de la convocatoria. El trayecto desde las estaciones de metro Toesca y Rondizzoni y las distintas entradas habilitadas del Parque O’Higgins estaban plagados de vendedores ambulantes armados del más novedoso merchandising papal. Llaveros, chapitas, banderas, calendarios y pañuelos blancos se robaban la atención de los asistentes.
La misa estaba estipulada para las 10:30 hrs, pero a las 7 de la mañana ya no cabía un alma en la explanada del Parque O’Higgins. El recinto estaba completamente repleto cuando los rayos de sol todavía no empezaban a entibiar los cuerpos.
Avanzaban los minutos y las pantallas gigantes apostadas en distintos sectores de la elipse del parque seguían en vivo y en directo los pasos del Papa Francisco. Desde su salida de la nunciatura, el trayecto y su llegada al Palacio de La Moneda.
Cuando le tocó hablar las 400 mil personas escucharon en absoluto silencio. Sólo interrumpieron dos veces su alocución para aplaudir. La primera fue cuando el Sumo Pontífice saludó al Presidente electo Sebastián Piñera y la segunda, cuando manifestó “el dolor y la vergüenza, vergüenza que siento ante el daño irreparable causado a niños por parte de ministros de la Iglesia”.
Esto, mientras en el escenario que albergaba el altar en donde se oficiaría la misa, se paraba el obispo de Osorno Juan Barros, el religioso cuestionado por las acusaciones en su contra de haber sido cómplice de los abusos del sacerdote Fernando Karadima.
Las nubes no dejaban de tapar un sol que aún no se ponía a tono con la calidez del ambiente. Las cámaras siguieron el recorrido del Papa y la ansiedad, de la que hacían eco los presentadores encargados de la previa, se sentía cada vez con más fervor. A las 9:37 uno de ellos exclamó a través de los parlantes: “¡El Papa está aquí!”. Jorge Bergoglio se bajaba del vehículo blindado en la calle Beaucheff, en el que iba acompañado del arzobispo de Santiago Ricardo Ezzati, para subirse al papa móvil, un carro blanco semi descubierto que le permite un mayor contacto con sus seguidores. “Vamos preparando los gorritos”, exclamaban los dueños de los micrófonos.
Recorrió la mayoría de los recovecos del Parque O’Higgins parado en el auto papal, saludando con sonrisa oficial a los cientos de miles de devotos que se acercaban a las vallas que separaban las vías de los fieles. Pañuelos blancos al aire, banderas flameando y sombreros arriba. De esa manera los asistentes mostraban su gratitud y reconocimiento al Jefe de Estado de El Vaticano.
El escenario, que de fondo contaba con la presencia de una montaña rusa del parque de diversiones aledaño, tenía en sus murallas retratos gigantes de Laura Vicuña, Alberto Hurtado, la virgen María y Caferino Namuncura, un joven beato argentino del siglo recién pasado. Con una cruz gigante al medio, el espacio recibía al multitudinario séquito papal y al Santo Padre a las 10:15 de la mañana.
Vestido de impecable alba -la túnica blanca que lo cubre-, además de una franja verde con ilustraciones de uvas –fruta típica de la zona central- y una cruz con los colores de la bandera nacional, el Papa Francisco pronunciaba sus primeras palabras frente al altar. Bergoglio era rodeado por cuatro personas que le cooperaban para hacerle la tarea más fácil. Uno le sujetaba el micrófono, otro la biblia y un tercero le daba vuelta a las páginas.
En las afueras del recinto, en paralelo, vendedores ambulantes confrontaban a Carabineros que no les permitían ingresar para ejercer el comercio. Adentro, al mismo tiempo, se vendían insumos alimenticios y se proveía a los asistentes de agua potable gratis gracias a los estanques de la empresa Aguas Andinas ubicados en diferentes puntos de la explanada. Manifestaciones de laicos de Osorno reclamando en contra de Barros y una besatón de la comunidad LGTBI también intentaban hacerse espacio a la salida del Parque O’Higgins.
Bergoglio repasó en la homilía algunos rasgos de la identidad chilena. Destacó la capacidad de las y los chilenos de levantarse ante la adversidad: “Cuánto conoce el corazón chileno de reconstrucciones y de volver a empezar”, señaló, además de agregar que “estas personas son hombres y mujeres que saben de sufrimiento, que conocen el desconcierto y el dolor que se genera cuando se te mueve el piso y se te inundan los sueños y el trabajo de toda una vida se viene abajo”.
El líder de la iglesia católica también hizo un llamado a la acción: “No alcanza con decir que no hago mal a nadie; está muy mal no hacer el bien”, señaló parafraseando a San Alberto Hurtado.
Previo al momento de la eucaristía, Bergoglio invitó al altar a grupos de personas que representaban a los sectores más vulnerables de la población. Primero pasaron seis niños. Sobre sus cabezas el jerarca católico posó sus manos y luego los invitó a pasar. Lo mismo hizo con una pareja de origen mapuche, cuatro rapa nui, cinco chilenos vestidos del tradicional traje de huaso y chinita y dos migrantes, uno haitano y una colombiana.
El sol ya estaba desatado para esas alturas, y los cientos de sacerdotes que ocupaban las sillas del escenario intentaban capearlo tapándose las caras con el cartón que yacía en sus asientos antes que ellos. Mientras tanto, las 400 mil personas oían en absoluto silencio cada una de las alocuciones papales.
A la hora de la eucaristía todos quienes estaban en el escenario descendieron para hacer entrega de las ostias. Con una cruz roja se señalaba cada uno de los puntos en que los que diáconos, seminaristas y curas distribuían el cuerpo de Cristo.
Ya cerca del desenlace el cardenal Ricardo Ezzati se hizo del micrófono. En su intervención recordó la visita que el Papa Juan Pablo II, declarado santo en 2013, y rememoró los polémicos episodios que se vivieron en ese mismo recinto más de 30 años atrás: “Aquí la provocación y la sinrazón intentó pintar de gris la alegría de todo un pueblo que daba gracias a Dios por la beatificación de una de sus primeras predilectas: Sor Teresa de Los Andes (…) Aquí, mientras las bombas lacrimógenas intentaban apagar el entusiasmo de la gente, brazos y manos levantadas se alzaban al cielo para detener la barbarie e implorar la paz y la reconciliación”.
Sin más parafernalia, y a poco más de una hora de haberla iniciado, Francisco cierra la primera liturgia que un Papa ofrece en Chile desde 1987. En un momento de oración en el que nadie pronuncia ninguna palabra, se escucha a lo lejos, desde la profundidad de la explanada, a un hombre gritar: “¡Papa Francisco, en Chile aún se tortura!”. El Papa no alcanza a escucharlo y los asistentes reprimen los reclamos del anónimo con pifias. Francisco ya abandona el Parque O’Higgins.