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Cuando dialogar significa imponer

Columna de opinión por Stefanía Vega
Viernes 5 de octubre 2018 7:32 hrs.


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La palabra dialogo, proviene del latín dialogus y que en su raíz más esencial nos lleva a la plática entre dos personas, es decir, el ejercicio de exponer dos discursos a fin de llegar a una verdad o a un consenso.

A lo largo de este año, la palabra dialogo se ha hecho muy presente en los distintos discursos y las “nuevas políticas” con que el gobierno pretende avanzar en su programa. Según pareciera por medio de la palabra, de la comunicación que significa el intercambio de ideas, el intercambio de visiones e incluso de cosmovisiones, que es lo que en definitiva nos permite el sano ejercicio de la elocuencia y la oratoria.

Dialogo territorial, es lo que levanta la propuesta multisectorial que agrupa a una diversidad de académicos, empresarios, entre ellos el consejo minero, ONG´s y comunidades, a fin de una temprana “resolución de controversias”.

Por otro lado, la reforma el Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental – SEIA promueve, dentro de sus transformaciones, la Participación Ciudadana Anticipada – PAC y que, desde la perspectiva del gobierno, apunta una vez más al “dialogo” entre empresas y comunidades en el proceso previo de tramitación ambiental de los llamados “proyectos de inversión”. Pero que en realidad busca agilizar y facilitar la aprobación de los proyectos a través de consultas sin ninguna incidencia.   

Mientras en el Gulumapu se promueve, por medio del “dialogo”, el acuerdo de “paz en la Araucanía”.

Con esta realidad discursiva, pareciera que de pronto nos volvimos una sociedad más dialogante, y con ello más respetuosa, puesto que en el ejercicio de hablar se subentiende existe una intención de consensuar las ideas de cada una de las partes, y de ahí generar como resultado la creación de una “verdad” común, compuesta por ambos discursos previos y donde prevalece “la razón” por sobre “la fuerza”. Sin embargo, cada uno de estos tres ejemplos expuestos, están lejos de subvertir la profunda inequidad y asimetría política que afecta a las y los habitantes de los distintos territorios, y más lejos aún de la eliminación de la fuerza como sinónimo de “paz”.

Y están lejos, no porque seamos poco crédulos, o de plano desconfiados, sino porque cada uno de estos “diálogos” constituyen una suerte de contrato firmado por la comunidad o los territorios, para ceder una cuota más de la ya escasa soberanía que posee y con ello aceptar a fuego proyectos que generan altos costos para la población. Permitiéndole al Estado sellar una y otra vez, el pacto de subsidiariedad a las empresas nacionales o transnacionales, frente a las cuales éste gobierno al igual que los anteriores, se han encargado no sólo de atraer, sino que también de fortalecer y con ello igualmente fortalecer el extractivismo, la propiedad privada y la intromisión de políticas transnacionales en la legislación.

Por tanto, siendo el dialogo quizás uno de los ejercicios más democráticos, desde esta torcida mirada se transforma en una fórmula más para inhibir la ya restringida participación ciudadana, desaparecer del imaginario el concepto de vinculante y con ello toda posibilidad y derecho a decidir cómo es que los diferentes territorios quieren vivir, reafirmando de este modo, que la democracia es algo muy lejano al “poder del pueblo” y más cercano a un concepto que descansará en un museo.

 

La autora forma parte del Observatorio Latinoamericano de Conflictos Ambientales, OLCA

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.