El arquetipo político que se impone hoy en tiempos de pandemia (y también en la post) es un sujeto que tiene compulsión por aparecer al mismo tiempo en todos los canales de televisión. Ha hecho posible lo que la ciencia no ha podido: hablarles a todas las personas al mismo tiempo y en diferentes formatos: en noticieros a toda hora y en matinales de todos los canales de TV. Ni los artificios de Meliés pudieron lograr tal efecto de ubicuidad.
Es una suerte de “Gran hermano” del siglo XXI. Que todo lo ve y, claro, al que todos ven hacer algo desde reinaugurar un mall y volverlo a cerrar hasta su despliegue en “terreno” mostrando cómo se han capacitado los inspectores municipales para fiscalizar a los asistentes a una gran cadena de supermercado.
Este “Gran hermano” omnipresente en todos los canales de televisión abierta no parece ser, eso sí, tan autoritario ni castigador como el personaje de Orwell en 1984. Es un “Gran Hermano” de un “un mundo feliz”, un mundo en el que se premia al que, supuestamente, hace cosas por las personas, buena onda, inclusive torpe y con ademanes muy conservadores. Posee lo que muchos siúticos y siúticas denominan “habilidades blandas”, que casi ni se esfuerza por empatizar –otro término que se viene imponiendo hace algunos años- y que busca calmadamente “hacer sentido” a la mayor cantidad de personas que están al otro lado de la pantalla.
Aquello que el gran semiólogo argentino Eliseo Verón denominó como un proceso de “mediatización acelerada de la sociedad” ya es una completa realidad. Así lo testimonia el “hombre ubicuo”, de un modo paradigmático, pues es un político profesional que ha aparecido ante el público en los últimos treinta años, justo cuando el modelo económico neoliberal se ha impuesto sin mucha oposición. El “político ubicuo” es feliz cuando lo entrevistan, cuando alaban que se equivoque (como cuando toma una medida descabellada, pero pro consumo), cuando celebran que pida disculpas. Porque esas entrevistas realizadas por un animador o animadora de turno, jamás le dirán o lo interpelarán respecto de sus estúpidas, pero rimbombantes medidas.
El “político ubicuo” explota una iconósfera pornográfica, como podría llamarla el investigador español Román Gubern. Y decimos pornográfica porque debe exhibirlo todo, debe ser completamente transparente en su accionar, pues es muy humano, terriblemente humano, sentimental y que se vincula evanescentemente con su público. Ha hecho llover en Santiago, ha instalado playas en pleno centro de la capital e instalado botones de pánico para prevenirnos de los delincuentes comunes (jamás de los de cuello y corbata). Es bienintencionado y preocupado de gestionar las menudencias, nada estructural en todo caso.
Le encanta el sistema imperante que, para él, es perfectible. Sus ayudas son básicamente superfluas, ya que, en su imaginario, la sociedad es un agregado de medidas individuales y caritativas.
Pero no nos engañemos, el arquetipo se despliega tanto en la coalición gobernante como en la mal llamada oposición, que no se opone a nada y que más bien se agrega al establishment imperante, a las camarillas que asaltan y viven –y han vivido- del Estado en estas más de tres décadas.
El hombre ubicuo será el político de los próximos meses, y tal vez años. Postulará a la presidencia una vez más, aunque por ahora diga que no… para después decir, “bueno ya, jeje, si la gente lo pide, no me puedo negar”.
Porque sabe -es aparentemente torpe, pero no tonto- que su exhibición, que totaliza el tiempo televisivo, funciona con la lógica del cultivo: siembra, siembra (o aparece y aparece) que los consumidores-ciudadanos te darán el favor. Porque, aun esos televotantes no se han despercudido de favorecer las apariencias, y los simulacros cada vez más envolventes. Son tiempos en que el mundo, el que habita el político ubicuo y su audiencia, se hace cada vez más líquido, superfluo y televigilado, y en que tal como dijo alguna vez el viejo, pero socorrido Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.