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Normalización y crisis en Chile: ¿cómo gestionamos el tiempo?

Columna de opinión por Diosnara Ortega González
Martes 23 de junio 2020 20:26 hrs.


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¿Qué es la normalidad? Más allá del carácter relativo que entraña la palabra “normalidad”, hay un sustento basal a toda posible respuesta sobre lo que ella es: la normalidad implica una regularidad en las acciones (del tipo cualesquiera estas sean). Podemos sentirnos en un escenario “normal” cuando rutinizamos nuestros actos, es decir, cuando somos capaces de “adaptarnos” y “adaptar” los ritmos temporales con los cuales ordenamos nuestra vida diaria.

La normalización entonces, es sinónimo de regularidad, de frecuencia, de estabilidad en el ritmo, y no necesariamente es antónimo de crisis. Las crisis, todas, desde las crisis de personalidad, de pareja, institucionales, económicas, políticas, etc. construyen sus propios ritmos, regularización e incluso ciclos.  Las crisis entonces pueden también normalizarse, allí cuando regularizamos sus propios tiempos, cuando logramos ajustarnos a los ritmos de la incertidumbre, al cambio frecuente o más bien a la permanencia, a la ausencia de cambios.

En el actual contexto de crisis global, comprender las relaciones entre normalización y crisis, es un paso importante en la gestión que como individuos y como sociedad hacemos o no de los tiempos que vivimos. Brevemente apunto algunos criterios que nos puedan aportar en este ejercicio.

¿Por qué nos es vital el tiempo?

El tiempo es una de las principales estructuras que ordenan nuestras vidas. No reparamos prácticamente en ello, pero todo cuanto hacemos está ordenado en función de fragmentos de tiempo: el tiempo de trabajo remunerado, el tiempo de traslado, el tiempo de ocio, el tiempo de sueño, el tiempo de las labores domésticas, el tiempo de estudio, etc. Podemos no ser personas linealmente ordenadas, pero cada acción que hacemos, las funciones principales de nuestro día a día están reguladas dentro de ciertas pautas de tiempo. Cuando esas pautas o fragmentos de tiempo se alteran o bien desaparecen, comienzan los primeros signos de la crisis, la alteración de una “normalidad”. Por ejemplo cuando una reunión “dura” más de lo esperado, cuando dormimos menos de las horas frecuentes, cuando las tareas domésticas nos exigen más espacio temporal, restando así tiempos a otras actividades. Todos estos ejemplos nos asoman a pequeños botones de las alteraciones en el tiempo. ¿Qué hacemos en estos casos? ¿Cómo solemos reaccionar? Entre las diversas respuestas, también hay un factor común, buscamos por distintas estrategias regular esos fragmentos de tiempo, ya sea de manera puntual o ajustando toda nuestra línea de actividades cotidianas. Es decir, nos paramos y recordamos que llevamos más tiempo del “normal” en la reunión o bien empezamos a observar el reloj, que es lo mismo con otro lenguaje. Buscamos estrategias que hagan “rendir” el tiempo de trabajo doméstico, por ejemplo robotizamos la cocina, redistribuimos las tareas entre los demás miembros del hogar –para las mujeres lo primero resulta más sostenible que lo segundo lamentablemente-, etc. Como sea, nuestro accionar es buscar una y otra vez regularizar los tiempos con que se ordena nuestra vida diaria. Construimos un orden temporal que nos orienta y da sentido.

¿Pero qué ocurre cuando no se trata de una alteración aislada? ¿Cuáles son los efectos de una desaceleración inmediata y paralización de buena parte de nuestras rutinas cotidianas? Como en los grandes períodos de recesión económica, los efectos de los procesos de desaceleración inmediata y acelerada, solo se calculan precisa y paradójicamente con el pasar del tiempo. De allí que se hace necesario considerar al menos tres grandes niveles en la gestión corresponsable del tiempo y sus efectos en los días que vivimos.

Gestionar el tiempo en crisis

Nivel estatal: El Estado, y no solo el gobierno, debe replantearse la variable tiempo en todas sus decisiones de políticas públicas. Esto no refiere únicamente a los tiempos de tramitación de leyes, de implementación de programas etc., es decir no continuar “usando” el Tiempo como mera duración, sino gestionar una real Política Pública del Tiempo: cómo aportamos a la reconstrucción de los tiempos de la vida cotidiana de determinados grupos sociales, cómo producimos Tiempo para estos grupos y no solo expropiamos su Tiempo, por ejemplo a través de una política estatal de cuidados que sustituya buena parte de esos tiempos que las familias y especialmente las mujeres tienen que “entregar” a la reproducción de la vida de otros/as.

Las tensiones y disputas entre lo público y lo privado, son disputas también respecto del tiempo. Lo privado, la individuación del tiempo se ha “vendido” como estrategia de rentabilidad del tiempo, mientras lo público se ha asociado a una merma de este. En rigor, las burocracias del tiempo tanto en el espacio público como privado implican un uso intensivo del tiempo, solo que con características particulares.  ¿Por qué el Estado no puede contribuir a una rentabilidad de los tiempos en el ejercicio de la ciudadanía y no solo del trabajo de los ciudadanos?

Uno de los principales efectos que han sentido las instituciones, laborales, educacionales, de salud, etc. es cómo se reajustan – o no- los tiempos de trabajo (teletrabajo), y de sus funciones en un escenario de paralización de ciertos sectores, de desaceleración de otros y de hiper-aceleración de algunos como los de salud. Es también labor del Estado comprender la complejidad de estos distintos ritmos y estructurar mecanismos que hagan posible que se acelere la entrega de insumos médicos, se acorten los tiempos de espera en la atención médica, las cajas de alimentos lleguen en menor tiempo a más familias, etc. Es decir, en tiempos de paralización y desaceleración, el Estado debe acelerar su funcionamiento especialmente en lo referente a los sectores públicos. No podemos estar cuatro meses o más para diseñar un ajuste curricular, para rediseñar el sistema de atención primaria o simplemente para comenzar a discutir respecto de una renta básica para los grupos más vulnerables.

Nivel institucional: las instituciones, y en este sentido me referiré especialmente a las instituciones privadas pero no excluyo de acá también las “públicas” que por el carácter del Estado chileno conservan mucho de la naturaleza privada, tienen un rol central también en ser capaces de gestionar sus tiempos. Desde rediseñar los planes de trabajo, calendarios, planificaciones, presupuestos, hasta ser conscientes de cómo se alteran los tiempos individuales de los individuos y grupos que constituyen esas instituciones. Un colegio no puede “traspasar” los mismos tiempos de formación al hogar porque los tiempos del colegio no son los de la familia. El tiempo, como el espacio, el acceso a la tecnología, es uno sino el principal recurso con el cual pueden o no accionar sus tareas las personas, las familias.

En la medida que las instituciones no sean capaces de comprender la centralidad de la variable tiempo y la necesidad de rediseñarla, estresarán a quienes forman parte de ella. Esto refiere desde una adecuación en los horarios, la duración de las funciones regulares, hasta la capacidad de rediseño de sus propias funciones en virtud de su escenario.

Nivel individual: todos/as hemos estado sintiendo de un modo u otro los efectos de la ruptura abrupta que generó y genera sobre nuestras normalidades la pandemia por el COVID-19 así como las medidas de paralización de las cuales las cuarentenas son su máxima expresión.  La necesidad imperiosa por retomar actividades para quienes han tenido que parar forzosamente, o por el contrario, la necesidad de paralización de quienes no pudieron detenerse y tuvieron que transitar abruptamente de un diseño temporal a otro (teletrabajo/teleclases), son expresiones “normales” de la resistencia que como individuos desarrollamos ante la alteración de la cotidianidad.

Desarrollar estrategias de autocuidado es indispensable en este sentido:

  • reajustar nuestros tiempos por funciones
  • flexibilizar las tareas diarias y su duración pero sin perder un cierto orden en las mismas. Más bien es ayuda el reconstruir el orden de las tareas diarias, su duración y frecuencia.
  • Buscar equilibrio o al menos una distribución cómoda -mientras no pueda ser justa- entre los tiempos de las tareas que habitualmente se desarrollaban en el espacio público (teletrabajo/teleclases), los tiempos de las tareas domésticas y los tiempos del cuidado personal, priorizando estos últimos.

Ahora bien, estas entre otras son estrategias limitadas mientras el Estado no tome en cuenta cómo la desigualdad no es solo cuestión de ingresos, etaria, o de territorio, sino también de tiempo. Las desigualdades entre los masculino y lo femenino, entre migrantes y nacionales, entre jóvenes y adultos mayores, entre quienes tienen un auto y quienes dependen del transporte no-público que es el Transantiago, se expresan directamente en desigualdades de tiempos. La pobreza está directamente relacionada con los usos del tiempo, con su merma, con la baja Posibilidad -y no Capacidad- de hacer rendir el tiempo. El Estado tiene un rol central en ello, especialmente en un escenario de crisis donde de no considerar estos impactos, avanzaremos aceleradamente hacia una pauperización de los tiempos de los mismos preteridos/as de siempre.  No podemos permitir una Normalización de la Crisis porque ello implicará directamente una expropiación de nuestros tiempos. Tenemos derecho a reconstruir nuestra propia normalidad colectivamente. Tal vez en octubre haga buen Tiempo.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.