Pese a la reafirmación del concepto de deicidio promovido por los obispos conservadores y lamentablemente estimulado por la alocución de Pablo VI de Semana Santa de 1965, el espíritu del Concilio iba afortunadamente en otra dirección. De partida el Concilio desechó el atávico concepto de que “fuera de la Iglesia no hay salvación” al señalar que “quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna” (Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia; en Documentos del Vaticano II; BAC, Madrid, 1972; p. 52).
Por el contrario, en los diversos documentos conciliares fluye el reconocimiento evangélico de que el amor es más importante que la fe; y el postulado de los derechos humanos universales, incluyendo explícitamente el respeto del derecho a la libertad religiosa; en contraste total con las encíclicas decimonónicas elaboradas por Gregorio XVI y Pío IX, particularmente el Syllabus. Se aprobó incluso expresamente una Declaración sobre la Libertad Religiosa (Dignitatis humanae). Por lo tanto, en este contexto no cabía la reafirmación doctrinal del antisemitismo católico.
Y si bien no se llegó a desechar explícitamente –por la dura oposición de los conservadores- el atávico y odioso término “deicidio”, se rechazó completamente su idea de fondo. Así, en la Declaración sobre las Relaciones de la Iglesia con las Religiones no Cristianas (Nostra aetate), aprobada en octubre de 1965, se estipuló que “aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos réprobos de Dios y malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar cosa que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, tanto en la catequesis como en la predicación de la palabra de Dios” (Documentos del Vaticano II; Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1972; p. 617).
Pero esta positiva declaración omitió, al mismo tiempo, pedir perdón a los judíos por ¡haber predicado durante muchos siglos lo anterior!¡Si precisamente lo principal que buscaba el Concilio en esta dirección era terminar con esa odiosa infamia atávica de la Iglesia! Y en el mismo sentido positivo hizo otra afirmación, ¡pero que tampoco llevó al Concilio a pedir perdón!: “Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos” (Ibid.). ¡Cómo negarse a reconocer que la institución que, lejos, había desarrollado más “odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo” históricamente había sido la propia Iglesia Católica! Y además, llama negativamente la atención el que sólo haya “reprobado” y “deplorado” el antisemitismo, sin llegar a “condenarlo”…
Tampoco en la Declaración se mencionó cómo el antisemitismo de siglos había culminado en el Holocausto. Y esto, pese a que los obispos “uno detrás del otro aludieron al Holocausto”. El propio cardenal Bea, “criticando el antisemitismo y el nazismo, se refirió directamente al Holocausto y al Nacional Socialismo en su primer discurso sobre los judíos al Concilio en noviembre de 1963” (Michael Phayer.- The Catholic Church and the Holocaust 1930-1965; Indiana University Press, Bloomington, 2000; p. 214). Sobre todo los obispos alemanes “explicaron sus motivaciones a partir de las calamidades que el occidente cristiano les provocó a los judíos. A medida que el Concilio se desarrollaba, sus partícipes alemanes se disculparon públicamente por ‘el inhumano exterminio del pueblo judío’. Y durante las deliberaciones en 1964 los obispos alemanes emitieron una carta señalando que ellos especialmente acogían favorablemente una declaración del Concilio sobre los judíos ‘porque estamos conscientes de las espantosas injusticias perpetradas contra los judíos en nombre de nuestro pueblo’” (Ibid.).
También, muchos obispos no alemanes recordaron “repetidas veces durante sus prolongados debates el tradicional antisemitismo cristiano y el Holocausto: ‘Las injusticias de siglos claman por resarcimientos’ (Joseph Ritter, cardenal arzobispo de Saint Louis); ‘¿Cuántos judíos han sufrido en nuestro tiempo? ¿Cuántos murieron porque a los cristianos no les importó y se mantuvieron en silencio?’ (Richard Cushing, cardenal arzobispo de Boston); ‘Una verdadera declaración cristiana no puede omitir el hecho de que el pueblo judío ha sido sujeto a siglos de injusticias y atrocidades cometidas por los cristianos’ (Patrick O’Boyle, cardenal arzobispo de Washington)’; ‘Para los judíos la última guerra fue un tiempo de completamente crasas atrocidades’ (León Arthur Elchinger, obispo auxiliar de Estrasburgo); ‘Condenamos las injusticias hechas a los judíos, los estallidos de odio, las palizas, los asesinatos y los pogromos a que han sido sometidos’” (Jules Daem, obispo de Amberes)” (Ibid.).
En todo caso, es claro que aunque no hubo ninguna disculpa por el pasado, el Concilio dejó atrás, al menos, los fundamentos doctrinarios del antisemitismo, lo que ciertamente fue mucho, considerando su historia: “Al investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda el vínculo con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham. Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al misterio salvífico de Dios (…) La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas; y también los patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne (Epístola a los Romanos 9, 4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo (…) Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y a judíos, este sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue, sobre todo, por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno” (Documentos; pp. 615-6).
Además de este documento, el cardenal Bea logró que se estableciese la Oficina Vaticana para las Relaciones Cristiano-Judías. Asimismo, todo indica que el Concilio procedió silenciosamente a descartar la veneración de los seis niños declarados beatos como consecuencia de considerárseles víctimas de “asesinatos rituales” efectuados por judíos (ver Jean Meyer.- La fábula del crimen ritual. El antisemitismo europeo (1880-1914); Tusquets, México, 2012; pp. 162 y 311). Obviamente, como fue silencioso, menos hubo un reconocimiento y pedido de perdón por haber prohijado tan horribles calumnias antisemitas desde el siglo XII. Peor aún, ha habido constancias –como veremos más adelante- que al menos hasta 1994 se siguió venerando uno de los niños (en la diócesis de Brixen, Austria) y que ¡hasta hoy se continúa con la veneración en España de otros dos niños en las diócesis de Toledo y Zaragoza!
Así, pese a todas sus grandes insuficiencias y omisiones, Nostra aetate significó el fin del antisemitismo como postura doctrinal y pastoral de la Iglesia. El que haya sido “necesario” para ello el Holocausto es algo que tampoco debe olvidarse… Y la aprobación de dicha declaración fue, por cierto, bien recibida por los judíos, pero como un punto de partida para mejorar las relaciones judeo-cristianas. Así, el presidente de Amitié Judeo-Chretienne expresó: “Veo la declaración como un comienzo, un punto de partida. Después de tantos siglos sangrientos, la Iglesia ha finalmente reanudado un auténtico diálogo con el judaísmo” (Phayer; p. 215).
A su vez, el estrecho asesor del cardenal Bea, C. A. Rijk le manifestó a Jean Lacouture que “numerosos judíos, sobre todo entre los religiosos, al principio del concilio eran muy reservados con relación a lo que se podía esperar, no creyendo que la Iglesia pudiese fundamentalmente modificar sus relaciones con el judaísmo. La promulgación de Nostra aetate les pareció en líneas generales un importante paso adelante, aunque la versión final les decepcionase” (Jean Lacouture.- Jesuitas II. Los continuadores; Paidós, Barcelona, 1994; p. 590).
Por otro lado, el propio cardenal Bea también veía la declaración a aprobarse como un comienzo. Así, en una alocución a un grupo de judíos neoyorquinos en 1963 les dijo: “No podemos cambiar en dos años una mentalidad forjada en dos mil años… Es después del concilio cuando será necesario trabajar por propagar su espíritu y sus principios, y encontrar poco a poco las formas concretas para mejorar las relaciones entre católicos y judíos. Será un trabajo largo que exigirá mucha paciencia y perseverancia, pero es el único que dará frutos duraderos” (Ibid.).
En efecto, es imposible borrar de golpe criterios y prejuicios tan acendrados en una “cultura”, como lo ha sido el antisemitismo en el mundo católico y cristiano en general. Esto lo podemos ver incluso en teólogos reformistas y muy reputados como el jesuita alemán Karl Rahner, quien en 1965, ¡el mismo año en que se aprobaba Nostra aetate! señalaba respecto de los judíos: “Casi podríamos decir que un demonismo sobrenatural está ejerciendo su poder en el odio de este pueblo contra el verdadero Reino de Dios” (Garry Wills.- Papal Sin. Structures of Deceit; Doubleday, New York, 2001; p. 21). O en el teólogo y sacerdote Pierre Benoit que fue director de la Revue Biblique (órgano de la Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de Jerusalén) y miembro del Pontificio Instituto Bíblico; y quien dijo en 1968 que “la autoridad religiosa del pueblo judío tomó sobre sí la responsabilidad de la crucifixión (de Jesús). Israel se cerró a la luz que le fue ofrecida (…) Este rechazo ha continuado a través del tiempo hasta hoy día mismo (…) Cada judío sufre la ruina experimentada por su pueblo cuando lo rechaza a Él en el momento decisivo de su historia” (Ibid.).