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Año XVI, 28 de abril de 2024


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¿Por qué la derecha no es capaz o no quiere cuestionar el golpe de Estado?

Columna de opinión por Pablo González Martínez
Jueves 7 de septiembre 2023 11:06 hrs.


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Los sectores conservadores en la historia de occidente, han debido, por la evolución de las ideas y por el propio devenir de los acontecimientos, se han visto en la obligación de aceptar el reconocimiento de los pueblos y de las personas y grupos de personas que los constituyen, como sujetos de derechos. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, emergida de la Revolución Francesa de 1789 constituye un manifiesto que marca en la historia un hito decisivo, verdadero punto de inflexión, en el devenir de la historia humana.

Luego, en 1948, la Declaración Universal de Derechos Humanos, marcará otro momento clave en el avance de un marco comprensivo y un marco -ético-político, respecto de la naturaleza humana y, en especial, respecto de la relación que ha predominar entre los individuos, los grupos y, entre estos, aquellos y los estados de cada país.

En concreto, estos manifiestos comparten, en su artículo 1º un modo de comprender al ser humano, modo que a los grupos conservadores suele incomodar: “Todos los seres humanos nacen (y permanecen) libres e iguales en dignidad y derechos…”.

Es este contenido el que ha permitido el avance de la democracia y el régimen republicano en una parte significativa del planeta. La democracia permite, como sustento primordial de ella, que las y los ciudadanos compartan esta condición de igualdad y dignidad ante la ley y ante sus semejantes. No obstante, es evidente, que la humanidad aún tiene una tarea pendiente en cuanto a hacer plenamente efectiva esta declaración que adorna a la inmensa mayoría de las constituciones europeas y americanas.

A pesar de ello, la democracia en su formato representativo y delegativo, ha abierto la posibilidad a que ciudadanas y ciudadanos se organicen, más o menos libremente, en partidos y movimientos. Algunos de ellos, con proyectos de transformación social, incluso, han llegado a ocupar posiciones de poder político en el estado, en los parlamentos y gobiernos en particular. La experiencia chilena es un claro ejemplo de aquello.

Y es aquí precisamente, donde debe detenerse un instante el análisis. El entramado jurídico-político, formalmente construido a partir del marco ético-valórico brevemente descrito antes, se dice, reconoce, desde un enfoque democrático libre de ambigüedades ni sortilegios, que la soberanía reside en la nación, en el pueblo, en las y los ciudadanos que lo conforman. Dicha soberanía es la que otorga legitimidad a las decisiones que los poderes públicos, mediante la acción del estado, implementan en la búsqueda, también se dice, del bien común.

Ahora bien, el problema surge cuando, determinados movimientos o partidos llegan a gobernar con sus propuestas de transformación social, que procuran, por ejemplo, la provisión de educación y salud de calidad para el conjunto de la población, o que propugnan crear un régimen de pensiones basados en principios universales de bienestar, los grupos conservados, los grupos privilegiados con lo establecido, ven amenazado su estilo de vida, basado principalmente en la captura de los beneficios que el estado entrega como subsidios y otros apoyos a los privados: en Chile, empresas mineras, forestales y pesqueras, la banca, las isapres, las AFP.

Es entonces, cuando se borra con el codo y con las armas, lo que se ha escrito con la mano. Es el momento en que los grupos privilegiados inician sus campañas que buscan relativizar los principios democráticos declarados por ellos mismos

Durante 50 años, la derecha chilena, con sus diversos rostros y siglas, no ha querido ni ha sido capaz de sumarse a las voces que condena el golpe de estado de 1973. El último de los golpes que esa derecha, le ha dado a la democracia. Y se niega a hacerlo, he aquí el punto primordial del asunto, porque con ello le dice a las ciudadanas y ciudadanos de hoy y de mañana, que, con el fin de procurar la mantención de sus privilegios, obtenidos del secuestro que históricamente ha hecho del estado y de los recursos públicos, hará todo lo que está a su alcance para evitar el éxito de cualquier proceso de cambio social.

Cuando la derecha se niega a condenar la violencia política que ella promovió con el apoyo de la CIA y de los terroristas que ella ayudó a importar desde Estados Unidos, terroristas de origen chileno y norteamericano, no le habla únicamente al pasado. Le está hablando principalmente al presente y al futuro de nuestro país. He ahí lo grave, lo complejo de esta negación.

Lo hizo, promoviendo la sedición de la Armada en contra del presidente Balmaceda. Lo volvió a hacer, apoyando la dictadura de Ibáñez. Reiteró su conducta antidemocrática en contra del presidente Allende. La pregunta es, ¿lo volverá a hacer?

La respuesta no está en la derecha lamentablemente. Salvo algunas muy escasas excepciones, hemos asistido durante estas semanas, a una fanática defensa del golpe de Estado, golpe que, incluso, algunas autoridades militares sí han sido capaces de condenar.

Entonces ¿qué hacer? La sociedad chilena, ojalá también la derecha, debe disponerse a generar un proceso de diálogo profundo y franco respecto de sí misma y respecto de las normas fundamentales de su convivencia social y política. Esa conversación debió hacerse, era lo esperado, en la denominada fase de la transición a la democracia. Por su naturaleza, ella, la de la transición, ello no fue posible.

Es de esperar que, en torno a los 50 años, “otros hombres y mujeres” tengan el coraje y la valentía para abrir paso a esta conversación, con el fin de suscribir un compromiso sincero con la Democracia y los Derechos Humanos. Comprendida la primera, no sólo como una forma de representación y gobierno, sino principalmente como una forma de vivir y de relacionarse y, en especial, como un modo de abordar la resolución de las diferencias, entre hermanas y hermanos, hijas e hijos de una misma tierra. Y asumidos los segundos, como el marco ético-político, como principio rector que orienta las relaciones entre los individuos y los grupos de personas y el Estado.

Pablo González Martínez
Coordinador de redes educativas
Centro de Estudios Saberes Docentes
Facultad de Filosofía y Humanidades.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.