Los valores religiosos y el desarrollo de ideologías humanistas lograron en el pasado ponerle algunos frenos al apetito voraz de las oligarquías. En nuestro país, al menos, los ricos hasta preferían disimular su condición que ostentarla tan descaradamente como lo hacen en la actualidad. Se ha escrito, hemos escuchado, que en una época de mayor pudor las grandes mansiones se ocultaban tras altos muros para no escandalizar a los transeúntes y desalentar la acción de los malhechores.
Con la irrupción del exitismo económico hay quienes se satisfacen en alardear de su riqueza, de sus automóviles lujosos, así como la numerosa servidumbre que los sirve y les da estatus. Muchos de nuestros nuevos ricos en lo que se empeñan, ahora, es en ser distinguidos por los medios de comunicación por sus bienes suntuosos y prácticas hedonistas. A diferencia de lo que ocurre con muchas familias ricas y tradicionales de Europa, en que el dinero constituyó un pasaporte magnífico para acceder a la mejor instrucción y la adquisición de piezas de arte. Tanto para asumir el mecenazgo que le legó tanta cultura y belleza a las nuevas generaciones.
El mismo concepto de ocio, que en el pasado era considerado un vicio, ahora es una franquicia para abandonarse a la inactividad, la pereza intelectual y los otros malos hábitos que acarrea la vida dispendiosa. En Santiago, algunas ciudades y nuevos balnearios es posible descubrir condominios que hablan de una riqueza exultante, casi inimaginable para los que viven en los sitios más exclusivos del mundo desarrollado. Todo un hartazgo urbanístico que, por cierto, logra impresionar a los extranjeros que llegan hasta nuestros “barrios altos” y paradojalmente, también, a aquellos pobladores de los sectores medios y bajos que llegaron incluso a organizar recorridos turísticos para observar aquellas mansiones aún más esplendorosas que las que exhiben las películas y teleseries a su alcance. Una práctica que, a poco andar, fue suspendida, por supuesto, ante el riesgo de que estos candorosos visitantes pudieran abrigar el cometido de un asalto u otros delitos que alterasen la placidez de este otro mundo de chilenos que ya no tienen necesidad de bajar a nuestros centros cívicos, mercados, colegios, universidades y oficinas públicas, porque todo lo que requieren lo tienen ya al alcance de un medio ambiente sumamente placentero. A tal extremo que para desplazarse a los aeropuertos cuentan con rutas rápidas que los liberan de observar la fea realidad de aquellas hacinadas comunas donde moran las familias de ese 80 por ciento de trabajadores que percibe menos de 500 mil pesos mensuales; algo así como el ingreso por hora de esos 4 mil empresarios que solo en depósitos a la vista tienen más de un millón de dólares, según le consta a nuestro Servicio de Impuestos Internos. Mientras existen esas 12 mil 255 personas que viven en “situación de calle”, según catastro parcial hecho recién por el Ministerio de Desarrollo Social. Con una eufemística expresión, sin duda, para referirse a los sin techo, a los más indigentes y desamparados del país.
Hablamos de aquella elite de multimillonarios que financian la política y controlan que nada extraño ocurra en ella como para alterar el imperio del duopolio que se enseñorea en los cargos públicos para servir al modelo de concentración económica que los favorece. Que sustentan “ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera, negando el derecho de control de los estados, encargados de velar por el bien común…” según acaba de advertirle al mundo el nuevo Pontífice. Quien agrega que “se ha instaurado una tiranía invisible, a veces virtual, que impone de forma unilateral e implacable sus leyes y reglas”.
En su arrogancia, como protegidos por el sistema institucional, la corrupción política y el arribismo de los militares, estos chilenos todavía no demuestran temor por las convulsiones sociales y ese estado de indignación que crece en irritabilidad y conciencia: Una vez que empiezan a sacudirse, inexorablemente de las ideas que alcanzaron a infiltrar, no solo a los partidos políticos, sino a la organizaciones gremiales y sindicales. Incapaces de asumir como una constante histórica que las demandas insatisfechas a tiempo, y reprimidas por la violencia, necesariamente van radicalizando las luchas y la posibilidad de fracturas severas en la convivencia de los pueblos.
Insensibles, después de 4 décadas de abusos, a la idea de que las crisis más profundas de las naciones son las que se nutren de la inequidad, más que de la pobreza. De la brecha escandalosa que sigue pronunciándose entre la vida de unos pocos y la ingrata subsistencia de las mayorías. Confiados en que el dinero y la fuerza policial pueden aplacar el rencor. En que la violencia puede imponerse por siempre en contra de los derechos de todos.