1.
Sería de una comodidad sospechosa y flacidez analítica, inundar esta crítica con una escritura aluvión de adjetivos voluptuosos, frases orgásmicas, sentencias fulminantes, y todo ese “remolino inútil” que a menudo entelaraña una crítica. Pasa que, la tentación es grande. La Gran Belleza de Paolo Sorrentino, ganadora del Oscar 2014 como mejor película extranjera, es un film que nos devuelve al paraíso privado del Cine Clásico, y con ello nos sentimos tentados de hablar de obra maestra. Pero no es necesario ser un entusiasta italofílico, viudo de Fellini, Antonioni o Rosellini, ni siquiera haber caminado por Roma de noche. Sólo hace falta mirar. Y en menor medida, abandonarse, a todo ese carnaval caleidoscópico de colores y recursos estilísticos con que Sorrentino intenta desde la primera secuencia, exponer su pulsión estética. Tal sólo bastaría con subirse a la montaña rusa de los movimientos de cámara; enamorarse de sus propios laberintos, planos cenitales, travelling laterales, y a toda la fantasía y exceso que acabará proponiendo en frío, un discurso melancólico sobre la antiguas bacanales romanas, pero ahora redefinidas desde la esterilidad existencial que provee de glamour a la vida artística. En una de las primeras escenas, una actriz fracasada, confiesa que buscará la inspiración en Proust para escribir su primera novela; desde el comienzo, sabremos que – al igual que Proust lo hace con el esnobismo intelectual francés – Sorrentino empieza a darnos la primera pista de quiénes son estos friquis. Así mismo su personaje principal, Jep Gambardella (Toni Servillo), desde una voz en off nos cuenta: “Cuando eran jóvenes, a esta pregunta… mis amigos siempre respondían a lo mismo: las mujeres. En cambio yo respondía otra cosa: El olor de las casas de los viejos. La pregunta era: ¿qué es lo que más te gusta de la vida? Yo estaba destinado a la sensibilidad. Estaba destinado a convertirme en escritor”, pero la cámara lejos de mostrarnos a Gambardella en lo que sería una suposición de ese irremediable destino poético cargado de sentido, lo sitúa en el centro de una bigparty bailando una electro-salsa, rodeado de una fauna excéntrica de millonarios, enanos y vedettes esculpidas por el botox, siguiendo estrictamente la coreografía de un infartante “¡mueve la colita mamita rica!” sobre el ático de un penthouse en la ciudad. Presumimos que no es el rey de la fiesta. Es el rey de Roma.
2.
En este film no una hay historia. Es decir: no hay un orden de sucesos ordenados aristotélicamente. Los movimientos de cámara, juntos con las zonas mudas en las secuencias, proponen largos silencios reflexivos, y son los que formulan eso parecido al relato. Aunque, en ocasiones, los movimientos vayan más rápidos que la intuición del espectador, no se acumulan capa a capa como un todo incompresible y caótico de virtuosismo distractivo, por el contrario, es puro goce estético, fuerza lírica, pero trabajada con sensibilidad, nitidez y penetración, aprovechando los exteriores y sobre todo, la famosa luz de Roma.
Sorrentino (Il divo, 2008), (This must be the place, 2011 – protagonizada por Sean Penn), conoce la luz de Roma. Y saca partido de esto en una búsqueda compulsiva y parasitario uso de la luz natural en la ciudad que inmortalizó Fellini con la Dolce Vita y Georgio Caproni con su poesía de Canzzionere. Igualmente poderosa, como el trabajo de la fotografía – Luca Bigazzi -, es la banda sonora, que marca los planos-secuencia que estallarán espasmódicos entre música operística, coral, electrónica, pachanguera, hasta Rafaela Carrá en versión disquetera, que podría funcionar o no, como la metáfora lo que la ciudad que fue, la cuna de la civilización europea.
3.
“La belleza, ese misterio hermoso que no descifran ni la sicología ni la retórica” , escribió Borges como tanteando en la oscuridad desfondada las chispas de la vida.
Jep Gambardella, a la manera del Borges poeta, pero también como el cineasta imaginado de Cortázar, fue un cazador de crepúsculos que lo llevó a escribir una novelita de juventud de cierto prestigio – “El aparato humano” –, dejándolo seco. En el presente sobrevivirá de la crítica de arte y crónicas sociales en un periódico, convertido en un dandi trasnochado que arrastra orgulloso ese pasado sublimado con indiferencia y disciplinado cinismo, recorriendo los hermosos palazzos de una Roma fantasmal, donde la decrépita realeza juega cartas a la luz de las velas, y afuera desaparece una jirafa, en un acto ilusionista. La Iglesia, más exactamente: la experiencia religiosa, se establece como una marginal categoría redentora de pureza, igualmente sagrada, que el desnudo erótico de una stripper. La aristocracia se fosiliza en su propia decadencia y el arte experimental atrapado por sus pirotecnias efectistas, es ridiculizado con escenas para coleccionar. Un poeta mudo, un lanzador de cuchillos, malabaristas, letraheridos, dadaístas, todos friquis existenciales, pero juntos: “Todos llevamos vidas devastadas. Estamos al borde de la desesperación, pero no tenemos otro remedio que mirarnos a la cara, hacernos compañía, bromear un poco”, le dice Jep a Stefanía, recordándole que al final de todo, y aunque no baste, se tienen a ellos mismos para lamerse las heridas.
Más allá de la solvencia técnica de su estilo y la crítica a la modernidad, La Gran Belleza es ante todo, un rabioso poema enamorado a la ciudad de las ciudades, que termina formulando un rescate del viejo ideal romántico del poeta: contemplar los “escasos e inconstantes destellos de belleza” en situaciones cotidianas, para nada extraordinarias, esperando lo que pasa cuando nada pasa, mientras nos pasa eso, la vida.