Como exalumno del Internado Nacional Barros Arana me duele comprobar los actos de “vandalismo” que ha sufrido este establecimiento educacional, cuya sede constituye un valioso patrimonio y cuyo nivel educacional alcanzara los mejores rendimientos de la educación pública. Duele comprobar los niveles de violencia que se manifestaron a propósito de la toma del plantel por sus estudiantes y por el acceso de elementos sin duda extraños al plantel, y que materializaron estos agravios que rápidamente las autoridades han calculado en unos 500 millones de pesos.
Un indignado Intendente de Santiago inmediatamente reaccionó para sacarle provecho político a esta desgraciada situación presentando querellas criminales contra los que resulten responsables de estos actos y en el objetivo, además, de que sus padres o apoderados de estos agresores sean condenados a pagar por los destrozos. Educado en uno de los establecimientos más exclusivos de Santiago, Claudio Orrego Larraín parece demasiado perturbado por lo ocurrido en el INBA, pero estoy seguro que no lo mueven los sentimientos que nos ocasiona esta situación a quienes estudiamos allí y dormíamos todas las noches en nuestro querido Internado.
Lo cierto es que bien podrían las autoridades educacionales convocarnos a los miles de egresados del Internado a concurrir con la recuperación de nuestro colegio, cuestión que haríamos con gusto si esto pudiera interponerse a la voluntad del Intendente de hacer pagar a los jóvenes y a sus padres por un atentado que, sin duda, debemos imputarle también al sistema educacional, a toda la clase política responsable de postergar abusivamente las reformas prometidas, así como tan culpable, también, de enfrentar con violencia policial y criminal las justas demandas de los estudiantes y de la inmensa mayoría del país.
Creo conveniente contarle a mis auditores que cuando yo era alumno del INBA, en la década de los 60, sucedió un terrible incendio del plantel que arrasó en menos de una hora con un pabellón entero de salas de clases, laboratorios y dormitorios, dejando prácticamente a la intemperie a muchos inbanos. Creo necesario contarles algo que no se divulgó entonces y que ahora sería bueno que supieran el Intendente Orrego y la alcaldesa de Santiago, Carolina Tohá, que dispusieran o consintieran con el desalojo del establecimiento tomado:
El responsable de aquel siniestro que ocasionara millonarias pérdidas había sido un joven interno a quien sus padres de provincia habían enviado a estudiar a la Capital y que, por la lejanía de su casa, debía permanecer todos los fines de semana en el Colegio, mientras sus compañeros salían sábados y domingos. Un niño que, naturalmente, fue acumulando resentimiento contra su encierro, por su desarraigo y por la soledad a que había sido expuesto a los 12 o 13 años de edad… Entre paréntesis, les cuento que se trataba de un niño superdotado, que brillaba por su oratoria, por sus avanzados conocimientos filosóficos, por sus agudos análisis. Cuestión que podríamos comprobar a la hora de crepúsculo diario cuando concurría a los patios y dormitorios de los internos mayores para conversar y maravillarnos por su talento.
Sin embargo, este mismo niño había urdido pacientemente el incendio del Barros Arana, en largos meses que fue introduciendo papeles y elementos combustibles en los pasillos del Pabellón, allí donde las tablas de los corredores se habían aflojado por el paso del tiempo. Y claro, vino el día aquel en que todos los internos estábamos almorzando en los comedores del establecimiento cuando el incendio se desató y, en menos de una hora, repito, todo terminó en escombros. En negros y malolientes escombros.
Ya nada pudieron hacer las múltiples compañías de bomberos y la espontánea acción de los profesores, inspectores y estudiantes para enfrentar las llamas. Un tercio de la comunidad inbana perdía sus salas de clases, sus pupitres y camas, pero rápidamente el Colegio encontró sitio para todos los damnificados en los demás dormitorios, gimnasios e instalaciones de este enorme plantel.
Y, claro, la investigación policial que vino en pocos días consigno que se había tratado de un incendio intencional, así como en pocas horas el joven autor del siniestro fue identificado y resultó confesó de su acción. Sin embargo, estimados auditores, tanto el Rector, como el cuerpo de profesores y el poderoso centro de alumnos del Internado coincidieron en no emprender ninguna acción criminal contra el autor del incendio ni, menos, contra su modesta familia del sur. Se asumió que lo obrado por este joven era de responsabilidad de todos los maestros y familiares que no fueron capaces de visualizar y atender las frustraciones que tenía un estudiante especialmente sensible . Así como se asumió que sería el colmo estigmatizar a un menor con una acusación y castigo que le penarían de por vida.
El propio gobierno de la época, como el mismo Poder Judicial (que podría haber actuado de hecho frente a un delito de acción pública) consintieron en esta posición adoptada por el Plantel y en la necesidad de salvar –más allá de los millonario daños- la honra de un niño que seguramente los Orrego o los furibundos de hoy no habrían dudado el lapidar y condenar de por vida.
¡Vaya qué ejemplo nos dio, entonces, nuestro querido Internado con esta actitud! ¡Vaya qué grandes y sabios nos parecieron nuestros maestros de entonces!; vaya qué solidarios nos sentimos con nuestro compañero todos los alumnos que habíamos sido perjudicados por un despropósito que hoy llevaría, por cierto, el apelativo de vandálico, sin que todos los genuinos responsables se hicieran la debida y mínima inculpación y autocrítica. Partiendo por quienes deben velar por la educación pública y la dignidad humana y los derechos, especialmente de los más niños.
No sé si el Intendente Orrego es supernumerario, también, del Opus Dei, pero sé que se trata de un católico observante, así como del hijo de un notable demócrata cristiano que conocí y que ocupaba un alto cargo de gobierno cuando esto sucedió en el Internado. De quien me atrevería a asegurar que supo que el autor de este incendio había sido un joven estudiante y de quien creo estar seguro haber compartido el silencio oficial que se impuso para salvar la honra de un menor de edad.
Todo el peso de la ley nos promete el Orrego de hoy para castigar a los agresores de esta casa de Estudios, de nuestro querido Internado… Expresiones que son replicadas en La Moneda, por supuesto, por la propia Presidenta en el ánimo de todas las autoridades actuales por criminalizar el movimiento estudiantil, alentar la más que vandálica acción de la policía uniformada, cada vez que irrumpe violentamente en los hogares de los mapuches, en un colegio o establecimiento ocupado. Cada vez que las arremete en las calles para perseguir a quienes se movilizan, en evidente complicidad, ¡qué duda cabe! con lo encapuchados e infiltrados en estas acciones de justa protesta y justo derecho ciudadano.
Autoridades fuertemente imbuidas del carácter autoritario que les legara quien les traspasó el poder político y a cuya Constitución y leyes rinden pleitesía por más de veintiséis años de posdictadura. Pendejos y pendejas que nos gobiernan y medran en los pasillos de nuestra instituciones públicas y que jamás tendrían la grandeza que manifestaron las autoridades de entonces y que he tratado de representar en este episodio y ejemplo que les relato.
Políticos abyectos y serviles que rasgan vestiduras por el patrimonio público afectado en esta lamentable acción contra de nuestro Internado. Por esos 500 millones que habrá que gastar para recuperar el patrimonio afectado de este establecimiento educacional, pero que nada dicen, ni acción judicial alguna emprenden, para castigar a los que todos los días agreden nuestro patrimonio natural, nuestras reservas estratégicas, así como asaltan en multimillonarias sumas al erario nacional. Que evaden impuestos, lucran abusivamente y se coluden para asaltar los bolsillos de los consumidores nacionales.
¡Vaya que contraste más profundo entre los políticos de ayer y los de hoy!