“¡Salgan de las piezas! ¡Salgan de las piezas, que bajaron las quebradas!”, Carla corrió hasta la última pieza. “¡Jenny, vamos, tenemos que salir!”. La primera ola de barro y escombros destruyó por completo las construcciones ligeras donde dormían las mujeres del campamento La Capilla. Casi por reflejo, Carla tiró la puerta de su pieza con fuerza para intentar salir, pero el barro lo cubrió todo. Ella quedó enterrada entre el camarote y el desastre y Jennifer atorada junto al refrigerador.
Con el agua cubriéndole medio cuerpo, Carla logró zafar mientras llegaban las primeras compañeras a prestarles ayuda. “¡Amiga, vamos!”, escuchaba ella mientras repetía que no iba a abandonar a Jennifer. En medio del forcejeo, las luces de emergencia le permitieron a un trabajador alertar de la nueva ola que se acercaba al campamento. “Yo no te voy a dejar sola, Jenny, si nos morimos, nos morimos las dos”, le dijo Carla a su novia, esperando que con la fuerza del agua pudieran escapar.
Ese segundo aluvión las sacudió con fuerza. Carla atravesó fierros, cemento, camarotes, piedras y pensó que se moría. De Jennifer no se volvió a saber.
En medio de la absoluta oscuridad, reaccionó, respiró profundo y se lanzó sobre un pallet. “¡Yo no me voy a morir concha de tu madre!”, gritó. El agua siguió el curso del río y al entrar en un socavón el pallet se quebró. Carla se fue río abajo intentando afirmarse de malezas, rocas, lo que hubiese, mientras se esforzaba por respirar. Sin saber bien cómo, en algún momento el agua turbia se calmó y gracias a unos montes logró salir del río y llegar a un barranco.
Cubierta solo por una polera y su inmenso pelo largo, Carla pasó toda la noche sentada abrazándose las rodillas, magullada, cubierta de barro y con una severa luxación en el brazo. Su cuerpo desnudo se mecía incesantemente hacia atrás y hacia delante, luchando contra el cansancio que le cerraba los ojos. Hoy recuerda que una luz le decía “no te duermas”. Aterrada en medio de la oscuridad se le vino a la cabeza una vieja oración que rezaba su abuela evangélica: “Cúbreme con tu sangre, cúbreme con tu manto, Señor”.
El amanecer le permitió gritar por ayuda y para su suerte los hermanos Lincopi, trabajadores de la zona, la escucharon. Una escalera metálica, cuerdas y un milagro le permitieron salir del barranco antes de las 9 de la mañana, cuando la tercera ola de barro terminó de destruir La Capilla y parte del pueblo de San Antonio.
“¿Dónde está la Jenny? ¡La Jenny!”
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Es la noche del martes 24 de marzo de 2015 en San Antonio y Sandy tiene miedo. Ha llovido todo el día, tanto que las faenas de cosecha de uva fueron suspendidas. La tarde anterior había posteado en su Facebook: “en copiapo va a llover tres dias q horror y primera vez q veo este fenomeno de la naturaleza” (sic). Su tía Luana tenía la costumbre de permanecer hasta tarde atenta a su celular y alrededor de la una de la madrugada Sandy le escribió: “tía está siendo muy fuerte acá, está lloviendo y me da miedo”.
Luana decidió hablar por teléfono con su sobrina. “No tengas miedo, hija, sé fuerte, reza mucho para que no suceda nada”, le dijo. Se despidieron y Luana se acostó a dormir. Una hora más tarde volvió a recibir un mensaje: “está lloviendo más y más fuerte”. Luana percibió el nerviosismo y se esforzó por permanecer despierta acompañando a su sobrina. Pasadas un par de horas, le sugirió que permaneciera atenta y durmiera con una linterna cerca. Esa fue la última conversación conocida de Sandy Bernal.
Al amanecer, un 90 por ciento del pueblo de San Antonio se hallaba bajo el barro y catorce viviendas habían sido completamente arrasadas. Los sobrevivientes observaron desde techumbres, árboles, algún cerro o lo que fuese, cómo una tercera ola de barro bajaba desde la quebrada, sepultando todo lo que quedase en su camino.
Los 28 containers blancos de metal en los que dormían los hombres del campamento La Capilla fueron arrastrados más de 500 metros de su posición original. Algunos incluso terminaron varios kilómetros río abajo, mientras que de las construcciones ligeras donde dormían las mujeres apenas quedaron rastros. La antigua iglesia de San Antonio se convirtió en un albergue improvisado, ahí trasladaron heridos, repartieron alimentos, agua, refugio y hasta velaron a un fallecido.
Recién pasado el mediodía del jueves, más de 40 horas después del aluvión, un helicóptero aterrizó en San Antonio entregando algunos bidones de agua y alimentos. Así fue como los vecinos se enteraron de que los caminos estaban cortados y que no eran ellos los únicos afectados por los aluviones. Ese helicóptero trasladó a 13 personas heridas hacia el Hospital Regional San José. El resto de los vecinos tuvo que seguir esperando.
Al día siguiente, un equipo periodístico de Televisión Nacional de Chile (TVN) emprendió rumbo a San Antonio. Alternando caminatas y tramos en vehículos de doble tracción, luego de seis horas la periodista Carolina Segura y su equipo se convirtieron en los primeros en llegar al lugar.
Los habitantes del pueblo se abalanzaron sobre los periodistas clamando ayuda. “¡Ayer tuvimos que rogarle a los hombres que se llevaran el cuerpo de nuestro nietecito muerto y no se lo querían llevar! ‘Tenemos que llevarnos a los vivos, los muertos son muertos’, nos dijeron, ¡y eso no puede ser!”, gritó Lily Benavides, habitante de San Antonio, frente a la cámara.
El panorama en La Capilla era desolador. Entre los escombros, trozos de container, vehículos y una inmensa capa de barro seco, trabajadores y vecinos buscaban rastros de personas desaparecidas.
– ¿Qué pasó, caballero?, preguntó la periodista a un hombre de mediana edad, que sollozaba junto a ella.
– Llevo buscando como dos días, todo el día he buscado y no hay nada.
– ¿A quién perdió?
– A la Sandy.
Era Pascual Ingala, de nacionalidad boliviana, novio de Sandy. La imagen desesperada de un hombre que buscaba a su supuesta esposa entre los escombros se volvió un símbolo en los noticieros centrales de todos los medios de prensa que llegaron a la zona.
A 74 kilómetros al norte de San Antonio, Soledad Nieto luchaba contra el agua anegada en su casa. Hace dos años se trasladó al Valle de Copiapó buscando mejores perspectivas laborales en el trabajo agrícola de temporada. Pronto le siguieron su madre Paula y su hija Sandy, todas de nacionalidad peruana.
Abuela, madre y nieta compartían una habitación en uno de los containers del campamento Las Terrazas, también propiedad de la Frutícola Atacama. Sin embargo, un mes atrás Sandy había decidido probar suerte en un fundo más cordillerano junto a su pareja. Ambos emigraron a Viña El Cerro, fundo de la misma empresa ubicado en el sector de San Antonio, y ahí se alojaron en La Capilla. Paula y Soledad decidieron dejar el campamento en Las Terrazas y vivir de allegadas en casa de un primo en Paipote, en las cercanías de Copiapó.
El viernes 27 de marzo la familia Nieto despertó con la noticia de que en el único colegio del pueblo había energía eléctrica y decidieron ir a cargar sus celulares. Soledad y Luana fueron quienes recibieron el mensaje: Sandy estaba desaparecida. Soledad emprendió rumbo inmediatamente al centro de Copiapó. Ese viernes, con más de un metro de barro a sus pies, caminó al hospital regional, comisarías de Carabineros, Policía de Investigaciones y nada. “Yo tengo que ir a San Antonio”, pensó.
Cuatro días después, la tarde del 31 de marzo, el cuerpo de Sandy Karina Bernal Nieto fue hallado en el kilómetro 16 de la ruta C-35 que une a Copiapó con el valle. Las pericias de rigor arrojaron que Sandy murió a causa de una asfixia por inmersión en el marco de un “desastre masivo”.
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El aluvión ocurrido en el Norte Chico el año 2015 dejó como saldo definitivo 31 muertos, 16 desaparecidos y 16.588 damnificados, según el último reporte de la Oficina Nacional de Emergencias (Onemi). La catástrofe se concentró en la región de Atacama y se convirtió en el evento natural más destructivo en la zona desde el terremoto de 1922. Sandy Karina Bernal Nieto y Jennifer Cecilia Novoa Novoa fueron las únicas dos víctimas fatales de la Frutícola y Exportadora Atacama Sociedad Anónima, de propiedad de los hermanos Ruiz-Tagle Correa: Gabriel y Sergio.
Los días posteriores al aluvión situaron a la empresa de los Ruiz Tagle en el ojo del huracán. Acusaciones de malas prácticas laborales, abusos contra los trabajadores y trabajadoras y actuar negligente durante la tragedia, generaron una ola de cuestionamientos de la opinión pública y una demanda colectiva por Tutela Laboral contra la empresa.
El primero de junio de 2015, 25 trabajadores y trabajadoras de la Frutícola Atacama presentaron una demanda en el Juzgado de Letras del Trabajo de Copiapó. En el escrito, los demandantes detallan que luego del aluvión algunos recibieron una carta de aviso de despido conforme al artículo 159 número 5 del Código del Trabajo, es decir, término de faena. Los demandantes acusan que días posteriores la empresa desplegó abogados en distintas ciudades para citar a los trabajadores y trabajadoras a notarías, ofreciéndoles un “aporte voluntario” para compensar las pérdidas materiales de los trabajadores. Sin embargo, para recibir el dinero era obligatorio firmar una declaración jurada eximiendo de responsabilidad a la empresa por los hechos.
Adicionalmente, adhieren antecedentes relativos a malas prácticas laborales de la frutícola. “Es una empresa conocida públicamente por su reiterada y contumaz conducta infractora especialmente en su deber de cuidado de los trabajadores que estaban bajo su dependencia, esta tiene un historial de denuncias ante la Inspección del Trabajo, con más de 260 denuncias y un total de 139 infracciones desde 2001 a la fecha, donde mayoritariamente se refieren a sanciones por infringir normas de salud y seguridad de los trabajadores”, se lee en el escrito presentado por el abogado Zarko Luksic Sandoval.
La justicia acogió parcialmente la demanda y el 13 de febrero de 2016, el Juzgado de Letras del Trabajo de Copiapó condenó a la Frutícola Atacama a pagar una indemnización sólo por despido injustificado a los 25 trabajadores y trabajadoras, desestimando las acusaciones por vulneración de derechos fundamentales de los y las demandantes. Sin embargo, desde las organizaciones las críticas y sospechas por negligencias se mantienen.
La Asociación Nacional de Mujeres Rurales e Indígenas (ANAMURI) lleva 20 años luchando por condiciones de vida y trabajo dignas para las mujeres de la tierra. Formada originalmente por dirigentas descolgadas de la Confederación Campesina Ranquil y la Coordinadora Nacional Sindical, desde 1998 en adelante ha levantado diversas campañas, investigaciones y denuncias contra la violencia que enfrentan las mujeres rurales y la indiferencia estatal al respecto. Alicia Muñoz, una de las fundadoras y actual directora de ANAMURI, cuenta que la relación de las trabajadoras organizadas con las grandes frutícolas siempre ha sido conflictiva, sobre todo en la zona norte y tras el aluvión. “La plata siempre manda”, asegura.
Paralelo a la creación de ANAMURI, la Red Atacameña de Mujeres Rurales e Indígenas (RATMURI) se formó de manera autónoma, aunque actualmente es parte de la asociación nacional y trabajan en conjunto. Su presidenta, Florencia Aróstica, explica que a partir del Plan Laboral instaurado por José Piñera durante la dictadura militar, las condiciones laborales de las trabajadoras del agro sufrieron un duro revés.
“Con la denominada ‘Ley del Piso’ comienza una etapa donde las mujeres no tienen ninguna garantía: tenían que llevar su alimentación, no tenían comedores, no les daban agua, protector solar, no había baños. Cuando nace ANAMURI y RATMURI hicimos una investigación de las condiciones de trabajo y nos encontramos con que las mujeres tenían que ir al baño entre los árboles o en una acequia”, detalla Florencia.
A lo largo de los años, el trabajo de RATMURI ha conseguido que se implementen medidas mínimas para los temporeros y temporeras, como tener baños a 70 metros de las zonas de trabajo, dos litros diarios de agua garantizados por la empresa y bloqueador solar. Todas conquistas logradas a partir de la organización y en abierta disputa con los dueños de las grandes empresas. Sin embargo, Florencia cuenta que la fiscalización es precaria y es difícil garantizar que las empresas cumplan a cabalidad con la ley, sobre todo en lo que refiere al uso racional de horas extras, medidas de seguridad e infraestructura y pago adecuado de salarios.
No existen estadísticas claras, unívocas y actualizadas en relación a asalariados agrícolas en Chile. De acuerdo al boletín de empleo en agricultura, silvicultura y pesca del primer trimestre de 2018, entre enero y marzo, la época de cosecha, hubo 845.074 ocupados en este sector de la economía, lo que representa un 10 por ciento del empleo a nivel nacional.
Según los datos de la Oficina de Estudios y Políticas Agrarias (ODEPA), del total de asalariados en el sector, un 42,6 por ciento trabaja con contrato permanente y el 57,4 por ciento restante lo hace de forma temporal. Al incorporar el género como factor de medición, las cifras revelan que del total de empleados permanentes, sólo un 13,5 por ciento corresponde a mujeres, mientras que bajo la modalidad temporal el porcentaje de trabajadoras aumenta a 38 por ciento.
El estudio “Empleo y condiciones de trabajo de mujeres temporeras agrícolas”, encargado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), mostró en 2012 que las mujeres representan cerca del 31 por ciento de la fuerza laboral temporal agrícola en el país, con cifras que bordean las 100.000 y 150.000, aproximadamente. El informe, realizado por la investigadora chilena Pamela Caro, caracteriza las condiciones de empleo agrícola y revela que entre 1990 y 2009 la cantidad de fuerza laboral femenina en el sector agrícola aumentó 142 por ciento, dando cuenta de la incorporación exponencial de las mujeres a este mercado de trabajo.
Ximena Valdés Subercaseaux es geógrafa y Doctora en Estudios Latinoamericanos, y en los ‘90 participó como co-fundadora y directora del Centro de Estudios para el Desarrollo de la Mujer (CEDEM). Desde comienzos de la década de los ‘80, la académica ha investigado sobre ruralidad, relaciones laborales y de género, fundamentalmente en el trabajo agrícola de temporada.
Valdés explica que el fenómeno de feminización de las labores agrícolas tiene su origen en la alta tasa de cesantía durante comienzos de los años ‘80. “Con el golpe de Estado se liberaliza la economía, los militares quieren a la mujer en la casa, pero el discurso no tiene nada que ver con la práctica porque se desmantela la base de la sociedad industrial, que son las industrias, y la clase obrera queda en un 40 por ciento de población masculina cesante”, cuenta.
Frente a la creciente necesidad de generar ingresos para los hogares, la inserción laboral femenina comienza a desarrollarse al alero de un creciente requerimiento de mano de obra especializada para labores puntuales dentro del proceso productivo agrícola: el trabajo de selección y embalaje de fruta. Los roles de género y la socialización a los que son sometidos hombres y mujeres indican que mientras los varones se caracterizan por la fuerza bruta, las mujeres poseen cualidades como la delicadeza y destreza en el trabajo manual. En función de esa premisa comienza a masificarse el trabajo agrícola femenino.
La nueva ruralidad post dictadura entrelaza entonces transformaciones radicales en el ámbito laboral con el sostenido aumento del empleo temporal y precarias condiciones laborales, además de un cambio de paradigma social en relación al rol de las mujeres. A juicio de Valdés, este cambio de modelo no se sostiene sólo en políticas económicas sino que viene de la mano de una transformación social y cultural marcada por el término de la familia conyugal como única posibilidad para las mujeres. A partir de la democratización del país, crece la jefatura de hogar femenina, la independencia económica de las mujeres y la autonomía. Sin embargo, los costos materiales que deben pagar son altos.
“Es complejo definir bien el lugar, el papel y la condición de la trabajadora agrícola, porque por un lado se emancipa de la tutela familiar, pero por otro lado se subordina a leyes de mercado laboral, que son brutales. Eso hay que tratar de definirlo, cómo la libertad en la vida privada no se corresponde con el bienestar que puede dar un trabajo que está poco regulado, poco formalizado, que no tiene protección, ¿qué pueden hacer?”, se pregunta Ximena Valdés.
La académica define esa tensión entre la autonomía familiar y económica de las mujeres y las precarias condiciones laborales como “emancipación precaria”. En el artículo “Acción colectiva y resistencia: asalariadas agrícolas frente a la precarización laboral”, publicado por la revista Izquierdas en 2017, Valdés describe: “(…) el salario de las mujeres, aunque logrado bajo deficientes condiciones laborales y largas jornadas, las dota de autonomía y libertad, lo que produce cambios en los patrones de autoridad en la familia, tensionando los fundamentos del patriarcado: el control masculino sobre las mujeres. Los costos de tales transformaciones son altos: extenuantes jornadas laborales, migraciones para ‘hacerse el salario’, padecimientos laborales que a menudo se traducen en formas de ‘ganarse la vida para perderla’”.
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Entre los 1.295 kilómetros que separan Copiapó de Tacna, Soledad ha pensado muchas cosas. Se debate entre la tranquilidad de por fin volver con Sandy a su ciudad natal y los dolores de cabeza, la angustia y la pena de hacer el viaje en una carroza funeraria. Es domingo 15 de octubre de 2017, y tras dos años de espera e interminables trámites, Sandy Karina Bernal Nieto es repatriada a Perú.
“Tu sueño se cumplió, estamos llevándola para allá”, alienta Paula a su hija Soledad. Ella está triste. “¿Qué querías?, ¿para qué has hecho tanto trámite entonces?”, insiste. Luego de quince horas de viaje, Soledad y Paula llegaron antes de mediodía a su casa. Ahí velaron a Sandy hasta las cuatro de la tarde para luego enterrarla en el cementerio de la ciudad.
Soledad siente que tras ese viaje cerró un ciclo. “Mis hijas van cada domingo a dejarle flores. Es nuestra costumbre tener a nuestros muertitos siempre con flores”, cuenta. Dos años y medio antes, cuando reconoció el cuerpo de su hija en el Servicio Médico Legal, las autoridades chilenas le ofrecieron dos opciones: cremar el cuerpo y trasladarlo a Perú inmediatamente o enterrarla en Copiapó y esperar dos años para iniciar los trámites de repatriación. Ella nunca dudó en su decisión porque para su familia los ritos y costumbres son importantes.
La tarde del 31 de marzo de 2015 el cuerpo de Sandy Bernal fue trasladado hasta el Cementerio General de Copiapó. En la pequeña capilla del lugar, sus familiares que se encontraban en la ciudad y algunas amigas y compañeras de trabajo se reunieron para despedirla. La ceremonia fue corta y pequeña, no asistieron más de quince personas. Al día siguiente comenzó la lucha de la familia por repatriar el cuerpo lo antes posible.
Paralelamente, la familia de Jennifer, oriunda de Angol, iniciaba el doloroso proceso de búsqueda. La Frutícola Atacama les ofreció dos alternativas: costear el traslado de un familiar a la zona para acompañar la búsqueda, o mantenerse informados a diario vía telefónica. La misma tarde del 31 de marzo, Claudia Novoa llegó a San Antonio con la promesa de volver a su tierra con Jennifer, de la forma que fuera.
Pasadas las semanas sin obtener resultados, Claudia se comenzó a desesperar. Recuerda que incluso llegó hasta la desembocadura del río Copiapó, a más de 100 kilómetros al norte de San Antonio, intentando encontrar a su sobrina. Allí vio cómo en la cima de un cerro aves carroñeras volaban en círculo y bajaban a la arena. “¿Cómo llego allá?, ¿qué están comiendo?, ¿por qué están ahí?”, se preguntaba nerviosa. Buscó por todos los caminos, preguntó y le señalaron que era imposible acceder a ese sector. A la mañana siguiente regresó decepcionada a San Antonio.
Con el transcurso de las semanas la ayuda había disminuido. La Policía de Investigaciones (PDI) y el Grupo de Operaciones Especiales (GOPE) de Carabineros ya no se encontraban en el lugar. Frustrada y sin muchas opciones, Claudia contactó a un vidente, un hombre de Arica que trabajaba localizando personas desaparecidas en base a mapas y utilizando fotografías.
Claudia le envió una imagen de Jennifer y del campamento, y esperó que el vidente se contactara de vuelta. La noche del 27 de abril le escribió. “Claudia, ella me muestra que hizo un recorrido de diez kilómetros desde el lugar donde estaba durmiendo hasta donde está ahora. No te alejes más, ella está cerca”. Aún con esperanzas, hizo un trazo de entre ocho y doce kilómetros río abajo desde La Capilla, como uno de sus últimos esfuerzos por encontrar a su sobrina.
En Angol, la familia Novoa había recibido la lamentable noticia de que suspenderían las labores de búsqueda. Tras más de un mes sin resultados, las probabilidades de hallar el cuerpo de Jennifer eran muy bajas y el despliegue de recursos debía ser optimizado pensando en las tareas de reconstrucción. El 30 de abril Claudia debía abandonar su misión y regresar al sur.
Durante la jornada del 28 de abril, Claudia concentró la búsqueda en el radio que les había entregado el vidente. Buscaron desde temprano sin resultados, hasta que a mediodía una llamada la conmocionó. “Claudita, yo no sé qué encontraron, pero encontraron algo en el by pass de Los Loros. ¿Dónde estás?”, le preguntaron. “Un poquito más arriba nomás”. “Ya, deja todo lo que estés haciendo y ándate para allá”. Una camioneta pasó por ella y en menos de dos minutos estaba en el paso que marca el camino desde Los Loros hasta San Antonio.
“¿Usted es la hermana de la niña que está desaparecida?”, le preguntó un hombre que estaba en el lugar. “Debe ser ella, porque yo la vi y era un cuerpo de mujer”. Conversaron por algunos minutos, Claudia le entregó una descripción física de su sobrina al trabajador y él le aseguró que ese era el cuerpo de Jennifer.
El lugar se comenzó a llenar de gente y Carabineros le advirtió a Claudia no hacerse muchas expectativas. “No, no importa. Yo sé que es ella”, respondía. En ese momento se le ocurrió una pregunta dura e inesperada: “¿Estaba entera?”. La respuesta de ese trabajador se le quedó grabada en la memoria. “Mire, ¿ha visto esos conejitos de chocolate que están de pie? Era así mismo, como ver un conejito de chocolate, enterito”.
Pasados los años, Claudia reflexiona sobre lo difícil que hubiese sido para la familia no haber encontrado el cuerpo de su sobrina. “Siempre iba a estar esa incertidumbre: ¿Estará realmente muerta? Eso les decía yo a la gente allá, que es cerrar un ciclo. No es que vamos a estar más aliviados o se nos va a pasar la pena, no. Uno empieza otro proceso, pero al menos tiene la certeza de lo que pasó”.
El cuerpo de Jennifer Cecilia Novoa Novoa está enterrado en el Cementerio General de Angol. La Frutícola Atacama costeó un nicho familiar y ahí le construyeron una tumba de cemento adornada con cerámica, y un espacio de tierra para plantar, dejar flores y recuerdos.
Al atardecer, el pequeño muro de la tumba de Jennifer contrasta con el cielo anaranjado y resalta la inscripción “Familia Novoa Sánchez” con letras plateadas. Al costado, una figura de Jesús crucificado y un ángel acompañan la fotografía de Jenny que posa con una polera negra y su pelo desordenado en el Salto del Laja. La tumba está llena de flores y pequeños recuerdos: una abejita, una mariposa, pequeños molinos y un globo de helio casi desinflado que dice “Feliz día Mamá”.
Son casi las seis de la tarde y el cementerio está por cerrar. Claudia Novoa está parada frente a la tumba de Jennifer. Como acostumbra hacer en sus visitas al cementerio, saluda a sobrina, la pone al día de las novedades y mira su foto en silencio. “Mira, Jenny, éstas son las periodistas que te quieren conocer. Quizás ellas cumplan tu sueño de ser famosa”, dice entre risas. Mientras, el atardecer anaranjado del otoño en Angol comienza a desaparecer.