Solo para maestros

  • 26-05-2020

Estoy en esas noches en las que sabes que dormirás tarde porque tu mente no se podrá desconectar tan rápido de la intensa actividad del día que termina. Desperté con una inquietud: programar un examen online, había llevado varias capacitaciones, pero la responsabilidad pesa, un check en el lugar equivocado y a los estudiantes les aparecerá una pregunta en lugar de veinte, o sencillamente, no les aparecerá el examen, o, de pronto, la prueba no se detendrá a la hora indicada y continuará hasta la eternidad.

Y luego están los dilemas éticos, es imposible supervisar a los estudiantes mientras rinden una prueba virtual, entonces los maestros se afligen. La formación de ciudadanos, en lo que tiene de esencial, se ve súbitamente amenazada por un camino inaugural hacia la corrupción nunca antes tan despejado: el plagio. Y surgen quienes optan por colocarle a la prueba todos los seguros que permiten los programas informáticos. Otros, al contrario, apuestan por el libre albedrío, pero el dilema queda allí, sin resolverse. Les he dicho a mis estudiantes que aquí nadie le ve la cara a nadie, que la decisión ha estado siempre en ellos, respecto de qué profesionales quieren ser, en lo académico y en lo ético, ya sea virtual o presencial la educación, y que pueden elegir el buen camino.

Después iniciaron mis sesiones de la tarde. La de las 4 p.m. fue balsámica, la dinámica online no te aleja de los alumnos, te acerca más a ellos. En tiempos de las TIC, el contacto humano se convierte cada vez más en un mito. En el chat grupal, los jóvenes intercambian experiencias como nunca en el aula de clase. Hay algo de complicidad en el anonimato, no conoces las formas de sus caras, pero al mismo tiempo sabes mejor con quiénes estás hablando y te pierdes menos de los códigos y experiencias de las nuevas generaciones que inexorablemente te van dejando atrás.

La segunda sesión fue terrible, la conectividad me infligió una aplastante derrota. Lo he intentado todo, que un estudiante pase las diapos por mí, etc., pero igual se me caía el Internet. Después he aprendido a compartir los datos móviles de mi celular con mi laptop, así que la conectividad no debería volver a vencerme al final de un día larguísimo e intenso que merecía un mejor colofón.

Pensaba en esta transición, en los maestros. No somos héroes, claro que no, si la sociedad nos considerase tales, nos respetarían un poco más, pero en medio de los rigores de la pandemia, de la incertidumbre de una enfermedad que no remite y del stress de la cuarentena, los maestros hemos enfrentado, súbitamente, el desafío de convertirnos a la enseñanza virtual a miles de megabits de velocidad y sin previo aviso.

Sé que, cada uno en lo suyo, está librando una batalla, pero quiero saludar a mis colegas: estamos creciendo tanto, no saldremos más viejos de esto, sino más maduros y sabios. Ello nos impondrá como meta, al día siguiente de la pandemia, alentar a nuestra sociedad a no volver, por inercia, a los malos hábitos que hoy explican la precariedad de los servicios del Estado, públicamente expuesta por los rigores de la emergencia sanitaria.

El país debe tomar nota de que la reforma del Estado es la primera tarea al amanecer de un Perú sin COVID-19. Que sus maestros virtuales se conviertan en los voceros de la sociedad, quiénes mejor que nosotros.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

Presione Escape para Salir o haga clic en la X