Antes de exponerse a una destitución en ejercicio -que de todos modos puede ocurrir ex post-, el Gobierno ha preferido sacrificar a Víctor Pérez, el ministro del Interior que apenas había asumido tres meses antes, en medio de la enésima crisis del Ejecutivo. Un periodo demasiado corto para quien dejó para tal efecto el lugar que había ocupado cómodamente en el Congreso por 30 años, desde el 11 de marzo de 1990.
Cayó Pérez, como antes tambalearon Gonzalo Blumel y Andrés Chadwick, cuya acusación constitucional también fue aprobada una vez que dejó el cargo. Desde el llamado estallido social del 18 de octubre de 2019, la fragilidad es inherente al cargo de ministro del Interior y, anticipamos, ocurrirá de igual modo con el sucesor o sucesora, al menos si el Gobierno escoge enfrentar del mismo modo las acusaciones que se realizan contra el cargo.
Contra el cargo. Porque al ser extraordinariamente parecidas, las acusaciones contra los ministros del Interior de este gobierno han dejado de ser meramente contra personas, para convertirse en un asunto estructural. Asunto aparte es si la figura de la acusación constitucional está manida o si las oposiciones son merecedoras de críticas por su proceder, pero hay algo que no puede seguir soslayándose, y sin embargo las autoridades políticas lo han hecho: el actuar de Carabineros durante las manifestaciones ha sido en innumerables veces inaceptable, recurrentemente ilegal y vulneradora de los derechos humanos. La lista de situaciones respecto a las cuales se ha pedido la renuncia del general Mario Rozas es tan larga y grave, la percepción de que la gota rebasó el vaso se ha repetido tanto, que luego de la perdida de la capacidad de asombro el director de Carabineros se ha permitido incluso festinar con todas las veces que se ha invocado su salida.
Aquí aflora un contrasentido que carece de racionalidad política. Al revés del manual del fusible, que en un contexto de crisis política sacrifica al cargo de menor rango para preservar al superior, el Gobierno ha preferido blindar a Rozas que a sus propios ministros del Interior, arrastrándose con ello a un estado de fragilidad que en vez de repuntar, empeora. Más allá de su inviabilidad, el hashtag #EleccionesAnticipadas es el número 1 a la hora de la escritura de este artículo y refleja un estado de ánimo muy poco habitual en la política chilena.
Durante este periodo, el Gobierno ha tenido sucesivas oportunidades para desmarcarse del desprestigio de Carabineros, pero ha preferido atar ambas suertes. Con sus declaraciones, una y otra vez, no solo ha respaldado al mandamás de la institución, sino que también ha evitado criticar aberraciones como el lanzamiento de un adolescente desde el Puente Pio Nono al cauce del Río Mapocho. Es difícil entender cómo, esta misma mañana y durante la acusación, y después de toda la evidencia gráfica, se haya seguido dando a entender que se trató de un hecho fortuito.
A partir de los acontecimientos de hoy, el Gobierno ha entrado en una fase de fragilidad que no es buena para nadie, pero de la que al menos es en parte responsable. Para efectos de poder enfrentar los próximos escenarios, preocupa que se insista en una retórica de víctimas y objeto de injusticias, relato para el cual toda la culpa es de los adversarios, por radicalizados y obstruccionistas. La verdad la sabe casi todo el mundo: el problema principal del Ejecutivo no está en el Parlamento, sino en una ciudadanía que en su abrumadora mayoría reprueba el desempeño de Carabineros. Y que ha pedido desde octubre del año pasado que el Gobierno interprete sus anhelos, sin éxito.