Andrés Pérez Araya viste una chaqueta negra. Parece tranquilo frente a la cámara de Red Televisión. No hay apuro en sus palabras, más bien, se vislumbra seguro de la carrera que ha construido en los últimos años: “Yo soy mi propia medida”, dice ante el periodista Tomás Cox.
El director teatral se ve esperanzado y cuenta que ha vuelto a la escritura, sumergiéndose, como nunca antes, en la poesía y narrativa. De paso, también relata lo que fue el reciente estreno de La Huida en las Bodegas Teatrales de Matucana 100, espacio que dirige desde fines del año 2000.
“El teatro callejero ha sido una de mis obras más grandes (…). Iniciar el movimiento del teatro callejero en los años 80 cuando no sabíamos que existía el teatro callejero, puesto que no lo pasaban como herramientas en la escuela (…). Salir a la calle por necesidad. Ése es uno de mis grandes logros”, comenta el discípulo de Ariane Mnouchkine.
Es febrero de 2001. El actor, cuyo trabajo con La Negra Ester ha dado vuelta al mundo, apenas intuye que La Huida será su última obra y que en abril de ese mismo año deberá desalojar los galpones de Matucana. Entonces, tampoco imagina que su muerte se dará de forma precipitada y que todo un pueblo lo despedirá entre música, zancos y máscaras.
“Era una universalidad de referentes”
Andrés Pérez Araya falleció el 3 de enero de 2002, hace 18 años. Nacido en Punta Arenas en una familia obrera, fue uno de los actores y directores teatrales que marcó a las nuevas generaciones de creadores y creadoras. No es casual que, desde 2006, el 11 de mayo, fecha de su nacimiento, se celebre el Día Nacional del Teatro.
“Andrés fue un creador multifacético y su trabajo tiene muchas aristas. Lo característico es la mixtura que tiene entre dirección escénica y actuación”, dice la investigadora María de la Luz Hurtado, quien en 2015 publicó el libro Andrés Pérez tiene la palabra (Ocho Libros).
“Dejó escritos de obras dramáticas que nunca publicó y siempre con una perspectiva política en el sentido más complejo de la palabra, pero bebiendo de muchas fuentes. En esas fuentes estaba lo popular latinoamericano, que le importaba mucho, pero nunca dejó lo europeo y las raíces orientales. Era una universalidad de referentes que cultivaba como bailarín, actor y director, siempre en un juego con lo colectivo”, afirma la experta.
Para la investigadora, la obra del dramaturgo bien puede dividirse en varios ciclos. Uno de ellos se vincula al teatro para niños realizado en la costa central junto a Alfredo Castro. Luego está su trabajo en Francia en la compañía Théâtre du Soleil, su regreso a Chile y la conformación de una agrupación en la que destacarían nombres como los de Rosa Ramírez, María Izquierdo, Ximena Rivas y Willy Semler, entre otros. Todo ello, a partir de una mirada comprometida con la difusión de las artes, el rescate de la cultura popular y el cruce de disciplinas.
“Él tomó esa veta del teatro colectivo, lo que implicaba trabajar fuertemente con los actores y las actrices para que hicieran propuestas para la creación de los momentos escénicos. Éste es un teatro de una gran riqueza, porque todos los actores y las actrices tienen una participación interesante en escena y eso hace que el público esté fascinado por los distintos personajes, porque cada uno tiene en su mundo. No es como antes que estaba el protagonista y los demás están al servicio de eso”, explica.
En diciembre de 1988 se estrenaría La Negra Ester, musical basado en las décimas de Roberto Parra que, rápidamente, se transforman en una de las obras más vistas del momento, generando una marca dentro de la historia del teatro nacional.
“La Negra Ester se ensaya en casi tres semanas. Fue algo único. Había un misticismo en ella, una energía. Era un grupo impresionante que logró una creatividad y una riqueza de referentes única”, comenta María de la Luz Hurtado.
“Después, hacen una obra reflexionando sobre la transición y sobre la imagen de Allende (…). Luego el Popol Vuh, buscando en los pueblos originarios. Montan La Pérgola de las Flores a su manera en la Estación Mapocho en un acto gigantesco de creatividad y hacen una propuesta muy propia que no tiene nada que ver con la canónica de los años 60, buscando romper la frontera de público tradicional del teatro”, comenta.
Los últimos años de Andrés Pérez estarán marcados por la gestión de espacios culturales. Uno de ellos será el Teatro Esmeralda, el que deberá abandonar por falta de recursos. Luego, en el año 2000, el entonces Ministro de Vivienda y Bienes Nacionales, Jaime Ravinet, le entrega en comodato, un terreno baldío de la calle Matucana. Allí Andrés Pérez colocará todos sus esfuerzos para sacar adelante un proyecto cultural de la mano de su compañía: el Gran Circo Teatro. Pero todos sus anhelos se verán arrebatados, lo que quedará plasmado en una performance en la que el director teatral clamará para que sean los propios artistas quienes administren sus espacios culturales. “Exigimos que haya otro tipo de administración”, vociferará en medio del acto.
La lucha por mantener viva su memoria
La actriz y directora teatral Rosa Ramírez bien recuerda cómo era el trabajar con el director Andrés Pérez. En su memoria transitan momentos marcados por el intercambio de lecturas, el diálogo acalorado y la creación colectiva. “Tuve la suerte de trabajar con él. Era una persona tan sencilla, profunda, con una humildad auténtica. No le vendía la pomada a nadie. Si no sabía algo, lo preguntaba. Le encantaba escuchar a todo el mundo. No estaba todo el rato llevando la batuta. Se alimentaba mucho del imaginario de los otros”, recuerda la actriz.
“Era un hombre confiado. Demasiado tranquilo para mi gusto. Yo siempre me rebelé ante todo, pero Andrés trata de entender las cosas de otra manera, encontrarle las razones. Creo que eso hizo que tuviéramos tan buena química”, dice.
Desde el Gran Circo Teatro, Rosa Ramírez ha intentado mantener vivo el recuerdo del actor y dramaturgo Andrés Pérez Araya. Por ello, en la casona ubicada en República #301, sitio en el que hoy funciona la compañía, se construyó un espacio de memoria e historicidad. En él confluyen fotografías, vestuarios y objetos que marcaron la historia del director teatral y de la agrupación que fundó. Transitar por aquellos pasillos es viajar, directamente, a una historia que apenas se conoce y que revaloriza el trabajo del actor.
“Para mi ese espacio es muy valioso, porque nos permite hablar de lo artístico, pero también de lo histórico y de las motivaciones. Nosotros hicimos La Negra Ester, pero después hicimos muchas cosas más y hay montajes que perduran hasta hoy. Todas esas inquietudes están contenidas en este espacio de memoria”, comenta Rosa Ramírez.
Desde la casona, la actriz también ha sido testigo de cómo se ha intentado consolidar la Fundación Andrés Pérez, no obstante, advierte que los esfuerzos no han dado los frutos esperados. “Nunca ha cumplido sus parámetros, porque no basta con tener una fundación. Una fundación debe estar en manos de una persona que tenga los contactos. Nosotros no somos personas que tengamos mucho peso. No tenemos peso político, realmente”, cuenta.
“Lo bonito que tiene es el peso afectivo que nos puede provocar el nombre de Andrés y que podamos todavía tenerlo en alto, pese a que nuestra compañía lleva un año sin trabajo, pero, como fundación, es un gesto de cariño hacia Andrés Pérez Araya”, agrega.
En las palabras de Rosa Ramírez hay un dejo de desilusión. Y cómo no, si ella, más que nadie, sabe que es difícil conservar la memoria y el legado de una figura como Andrés Pérez en medio de un país ingrato con sus artistas y su cultura. No obstante, frente a un nuevo aniversario de la muerte del director, advierte que volverán a recordarlo, pese a todos los impedimentos que supone la pandemia. Para ello, la compañía Gran Circo Teatro lanzará un video por medio de sus redes sociales. La idea es rememorar al autor en uno de los momentos más complejos que ha debido enfrentar el gremio.
“Andrés despierta muy bonitas imágenes. Le hace bien al cuerpo, al imaginario”, concluye Rosa Ramírez.