Dos décadas atrás, las compulsas electorales en el subcontinente enfrentaban a partidos o coaliciones de derecha neoliberal contra vetustas organizaciones adscriptas a la socialdemocracia de cuño europeo, pasteurizadas y dóciles frente a las políticas impulsadas por el Consenso de Washington promovidas por el Departamento de Estado. En el primer decenio de este siglo XXI, se configuraron en América Latina inéditos procesos soberanistas que impulsaron proyectos de integración regional. Dichas iniciativas motivaron la hostilidad y el literal acoso de sus figuras más representativas por parte de una alianza compuesta por CEOs de empresas trasnacionales, fundaciones tecnocráticas y propaladoras mediáticas disfrazadas de neutrales, todas ellas coordinadas por diferentes agencias gubernamentales del Departamento de Estado.
La segunda ola anti-neoliberal se diferencia de su primera etapa, suscitada a principios de siglo, por el protagonismo de sectores independientes, movimientos sociales, colectivos feministas y pueblos originarios conjugados con la irrupción de una nueva cohorte etaria que articula la cultura y la política en formatos creativos de expresividad callejera.
Todas esas fuerzas sociales coinciden en repudiar las políticas de ajuste y cuestionar de alguna manera a los partidos tradicionales, al tiempo que exigen formas más horizontales de representación política. Las últimas puebladas contra Lenin Moreno en Ecuador, las que arrancaron la elección de constituyentes a Sebastián Piñera y las opuestas al programa de ajuste de Iván Duque –en plena pandemia– se emparentan con la resistencia de las comunidades campesinas ocurridas durante el gobierno golpista de Jeanine Áñez en Bolivia, donde las mujeres tuvieron un rol central.
Los movimientos populares han dado lugar a procesos electorales en los que indefectiblemente ha sido protagonista algún candidato de izquierda, progresista o portador de credenciales nacionalistas revolucionarias. Los modelos de concertación al estilo chileno, en los que la socialdemocracia se aliaba a partidos de centroderecha para administrar –de forma edulcorada– los programas neoliberales, evidencian su agotamiento. Esos signos de pérdida de legitimidad de la partidocracia histórica se observan también en Perú y en Colombia de forma particular. En el primer caso, bajo la evidencia de una fragmentación cariocinética del sistema político –evidenciada en la dimisión de dos Presidentes en los últimos tres años, Martín Vizcarra y Pedro Kuczynski–; en el segundo caso, por la irrupción de un movimiento horizontal que logró imponerle límites a Iván Duque.
Los tres países que han evidenciado claras muestra de resistencia al programa neoliberal se habían mantenido al margen de la primera ola soberanista liderada por Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales y Lula, surgida durante la primera década del siglo. A pesar de las interesadas interpretaciones de los analistas de la derecha continental, los tres casos se suman –y no relevan ni sustituyen– a los procesos de autonomía que se manifiestan en la actualidad en México, la Argentina y Bolivia. Incluso en el caso de Ecuador, donde ganó en segunda vuelta el candidato de la derecha neoliberal, la primera minoría de la Asamblea Nacional es ocupada por el correísmo, hoy bajo el paraguas partidario de la Unión por la Esperanza (UNES).
En Colombia se cumplieron tres semanas de movilizaciones con una huelga general promovida por los sindicatos, los estudiantes y las organizaciones sociales. El pliego de condiciones que fue entregado al gobierno incluye el inmediato fin de la violencia, la transformación de los organismos de seguridad, la aplicación de una renta básica para las familias pobres y la extensión de los programas de empleo y educación para los y las jóvenes. Hasta el último viernes, los manifestantes lograron derribar el paquete fiscal que contenía un aumento de impuestos a los alimentos básicos y la reforma del sistema de salud que profundizaba una mayor privatización en plena pandemia.
Mientras continúan los emplazamientos de barricadas en diferentes puntos del país, el gobierno recurrió a las Fuerzas Armadas para desbloquear las carreteras. Por su parte, en una clara señal de solidaridad con el régimen, el futuro subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, Brian Nichols, anunció la colaboración de Washington con el mandatario colombiano sin hacer referencia a la represión que se cobró –luego de un mes de protestas pacíficas– más de 2000 víctimas. Según el Observatorio de Conflictividades del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (INDEPAZ), hasta el último jueves se contabilizan 49 personas asesinadas por parte de los grupos paramilitares, la Policía Nacional y el Escuadrón Móvil Antidisturbios (ESMAD). Además los medios de comunicación coinciden en el número de 124 heridos, 13 personas con daños oculares, 6 hechos de agresión sexual, 726 detenciones arbitrarias, 45 defensores de derechos humanos detenidos o limitados para realizar sus funciones, y 1089 casos de violencia institucional de los organismos de seguridad.
La represión gubernamental se suma a la violencia sistémica que se observa en las regiones rurales, invisibilizada por los medios locales e internacionales que han naturalizado el genocidio por goteo de líderes y lideresas sociales que defienden sus territorios contra las bandas de narcotraficantes apañadas por el Estado. Desde 2016, han sido asesinados aproximadamente 900 líderes y lideresas sociales, y se han denunciado 6.042 víctimas fatales, en hechos descriptos como “falsos positivos”, es decir campesinos a los que se masacra y luego se disfraza de guerrilleros para justificar sus muertes. La revuelta colombiana repite algunas características de lo sucedido en Chile en 2019. En Puerto Resistencia, Cali, Bogotá, Barranquilla, Bucaramanga y Popayán se conformaron grupos de defensa popular que se describieron como integrantes de la Primera Línea, en abierta identificación con sus antecesores trasandinos. Colombia tiene planificadas las elecciones para mayo de 2022. Todos los analistas, incluso los más cercanos al actual gobierno, pronostican un triunfo del candidato de izquierda, Gustavo Petro, en la primera vuelta.