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Año XVI, 20 de abril de 2024


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Epitafio para una Constitución

Columna de opinión por Álvaro Ramis
Jueves 28 de julio 2022 11:14 hrs.


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Uno de los argumentos que levantan los sectores conservadores durante el actual proceso constituyente consiste en afirmar que redactar una Nueva Constitución desde una hoja en blanco implica un “maximalismo refundacional”. Afirman, con arraigo a la historia comparada, que un acierto de los ejercicios constitucionalistas exitosos radica en no desatender la tradición, sino resignificar para satisfacer las necesidades del presente. En esta línea argumental cabe situar a Juan Luis Ossa Santa Cruz[1], quien ha mostrado con mucho detalle y evidencias documentales, la continuidad fundamental que se puede advertir entre las constituciones de 1828, 1833 y 1925.

Acertadamente Ossa sostiene que la Constitución de 1828 puede considerarse como la “columna vertebral de la política chilena del siglo XIX y gran parte del XX”. Su estructura fundamental y su racionalidad de base, síntesis de distintas fuentes teóricas anglosajonas, españolas y francesas,  permaneció vigente, más allá de las vicisitudes políticas, por lo cual se podría apreciar en la historia constitucional de Chile un espíritu reformista y gradual que inspiró a las dos constituciones siguientes (1833 y 1925). De esa forma la Constitución de 1833 comienza declarando explícitamente su continuidad con la precedente, al afirmar: “Por cuanto la Gran Convención ha sancionado i decretado la siguiente reforma de la Constitución Política de Chile, promulgada en 1828”. De igual forma la Constitución de 1925 utiliza la misma retórica al afirmar “Por cuanto la voluntad soberana de la Nación, solemnemente manifestada en el plebiscito verificado el 30 de Agosto último, ha acordado reformar la Constitución Política promulgada el 25 de Mayo de 1833 y sus modificaciones posteriores”.

Pero el gradualismo y la continuidad entre estos cuerpos constitucionales debería ser matizado, recordando las profundas rupturas que cada nueva constitución generó en la realidad política del país. En el texto de 1833 se expresó todo el peso de los vencedores de la batalla de Lircay (1830), y más allá de las formalidades jurídicas, el texto constitucional barrió con los liberales, favoreciendo la consolidación del poder conservador, y el establecimiento de gobiernos autoritarios. A modo de ejemplo restableció los mayorazgos, como forma tradicional de heredar los bienes familiares al primogénito, con el fin de asegurar la acumulación de riquezas y perpetuar los privilegios, y eliminó las Asambleas Provinciales, germen de poder local descentralizado, instauradas en la Constitución de 1828.

De la misma forma, la continuidad formal entre la Constitución de 1833 y la de 1925 también se debe analizar asumiendo las evidentes rupturas institucionales y políticas que generó el nuevo texto constitucional, una vez que entró plenamente en vigencia a fines de 1932, con la elección de Arturo Alessandri Palma como Presidente. Entre 1932 y 1973 Chile evolucionó hacia la instauración de derechos sociales, impensables en el marco de la Constitución anterior. Como señala Christian Viera: “La Constitución de 1925 es la que más se acerca a una Constitución con componentes sociales ya que en el caso de la propiedad se le otorga a esta última una función social que no se agota en la utilidad pública o el interés general, ya que también se señala como propio de esta función el mejor aprovechamiento de las fuentes y energías productivas en el servicio de la colectividad y la elevación de las condiciones de vida del común de los habitantes”[2]. De igual forma la Constitución de 1925 es una clara ruptura en materias tales como la separación de la Iglesia del Estado, la protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social, y en general en la ampliación de la ciudadanía en su sentido integral.

La hoja en blanco en 1980

Más allá de estas observaciones, se puede compartir con Juan Luis Ossa Santa Cruz que en 1833 y en 1925 operó un principio de gradualidad que permitió dar continuidad institucional al país en lo sustantivo. Lo que contrasta con la voluntad decididamente refundacional que asumió la dictadura desde el momento mismo del golpe militar de 1973. Esta ruptura es contradictoria con el discurso que los golpistas invocaron para justificar su acción, ya que en teoría la legitimidad invocada por la Junta de Gobierno radicaba en las supuestas transgresiones constitucionales del gobierno de la Unidad Popular. Paradojalmente, la acción de los golpistas fue totalmente alejada al respeto a la constitución vigente, comenzando por el bando 29, del 14 de septiembre, que clausuró el Congreso Nacional y declaró vacantes los cargos parlamentarios vigentes.

Pero la verdadera ruptura radical y definitiva con la Constitución de 1925 se puede observar en el decreto ley 128, del 12 de noviembre de 1973, cuando declara: “Que la asunción del Mando Supremo de la Nación supone el ejercicio de todas las atribuciones de las personas y órganos que componen los Poderes Legislativos y Ejecutivo, y en consecuencia el Poder Constituyente que a ellos corresponde”. Este decreto se implementó bajo la interpretación de Jaime Guzmán que asumió que la Constitución de 1925 estaba “muerta en la realidad práctica, y lo que es aún más importante, en la mente del pueblo chileno”[3]. Se inició así a construcción de lo que se declaró como el primer año de la reconstrucción nacional, y el inicio de una “Nueva Sociedad”. En un ejercicio de retorica casi jacobina, se instaura una revolución re-institucionalizante, que como señala Ossa: “llevó a cabo un ejercicio refundacional, promoviendo, de arriba hacia abajo y sin la participación democrática, una reconstrucción total y completa del entramado político chileno. De ese modo, al ser ésta una nueva Constitución se lanzaron por la borda décadas de aprendizaje y continuidad”.

La legitimidad de la Junta Militar para atribuirse a si misma el poder constituyente se debe entender bajo los argumentos que recogieron del Constitucionalista del III Reich, Carl Schmitt, específicamente en su definición de la Dictadura Soberana. Para Schmitt, a diferencia de una “dictadura comisaria”, regulada por necesidades excepcionales previstas en a legislación vigente, limitada y regulada por esta misma vía, una dictadura soberana es un régimen que no posee limitaciones en el ejercicio de su poder: “La dictadura soberana ve en el orden existente, tomado en su conjunto, el estado de cosas al que pretende poner fin a través de su acción. No suspende una constitución en vigencia en virtud de un derecho fundado en esta, es decir, conforme a la Constitución; procura, al contrario, instaurar el estado de cosas que haga posible una Constitución que ella considera como la verdadera. No invoca pues la Constitución en vigor, sino otra que debe establecerse”[4].

De esta manera Schmitt no defiende la comunidad constituida, sino la comunidad que ha de ser constituida, bajo los parámetros que define el detentador fáctico del poder, bajo un criterio fideísta de la verdad: la Constitución será “verdadera” si se atiene a lo que el detentor del poder constituyente define según su adscripción doctrinal. De esa forma la verdad instalada en la Constitución de 1980 ha impregnado toda su redacción, más allá de las adecuaciones y reformas que se han dado hasta la fecha.

El Apruebo como nueva decisión fundamental

Desde 1990 en adelante la tesis que imperó en los círculos de gobierno y en el Congreso fue la de legitimar, poco a poco, la Constitución “revolucionaria” de 1980. Las continuas y graduales reformas fueron levantando, como si fueran “capas de cebolla”, las distintas formas de “enclaves autoritarios” que se identificaron, siendo la reforma de 2005 la que supuestamente debía dar la estocada final al núcleo pétreo de la Constitución de 1980. Sin embargo, eso no ocurrió. La Constitución mantuvo su racionalidad privatizadora, disgregadora y atomizante de la sociedad. El estallido del 18 de octubre de 2019 fue la consecuencia de la futilidad de las reformas precedentes, que no fueron capaces de desandar el camino instalado políticamente en 1973 y consolidado jurídicamente en 1980.

Tal vez, la ilusión de tantos juristas sinceramente democráticos durante estas últimas décadas fue pensar que el Estado es Derecho, y el Derecho es una realidad autónoma, a pesar de que resulta evidente la dependencia existencial de los hechos jurídicos respecto de los hechos políticos, más allá del lenguaje del liberalismo. Si la validez de los actos del Estado depende de las leyes, y éstas dependen a su vez de la Constitución, lo que ocurrió fue la captura del Estado por un orden jurídico que buscó deliberadamante apartar al pueblo como poder constituyente. Pero en la práctica no hay Constitución sin pueblo, al cual la ficción del orden constitucional de 1980 pretendió eliminar de la existencia política.

La contracara de este ciclo es lo que se aprobó el 29 de noviembre de 2020. El 78,24% a favor del Apruebo no se puede interpretar como un mandato de cambio gradualista, que permita la continuidad de la racionalidad fundante de la Constitución de 1980. Recuperar la sana y deseable relación con la tradición constitucional chilena será imposible si no se establece que la última reforma a la Constitución de 1980 es y debe ser la que se originó en el acuerdo político del 25 de noviembre de 2019. Desde ahora, la hoja en blanco es la única posibilidad de enmendar la verdadera ruptura constitucional, que instauró el decreto ley 128, en 1973. La nueva Constitución nacerá de una decisión política. Pero este nuevo decisionismo no se fundará en la verdad revelada o en una teología política como sostenía Carl Schmitt. Surgirá de la voz democrática, plural y polifónica de un pueblo que se dignará escribir, ex nihilo, una nueva Contitución, con toda la memoria, tradición y experiencia acumulada desde su propia historia colectiva, representada en la Convención Constitucional.

 

[1] Ossa Santa Cruz, Juan Luis (2020) Chile Constitucional, FCE, Santiago.

[2] Viera, Christian (2015) Estado social como fórmula en la Nueva Constitución, originada en democracia. FES, Instituto Igualdad, Facultad de Derecho U. de Chile, Santiago, p. 103.

[3] Cfr. Ossa Santa Cruz, p. 80.

[4] Schimitt, Carl (1921) La Dictature, Seuil, Paris, p. 142.

 

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.