La concurrencia de Marcela Aranda ayer al Parlamento, en el contexto de la acusación constitucional Marco Antonio Ávila, es una nueva y penosa demostración del muy bajo nivel en el que ha caído el debate durante este periodo parlamentario. Si la oposición quiso sumar puntos a favor de la acusación, el resultado ha sido el opuesto: para lo único que ha servido es para fortalecer el argumento que en los motivos de la acusación hay un fuerte componente de homofobia.
A Marcela Aranda, a día de hoy, no se le conoce ninguna experticia que ameritara su invitación. Su único rol medianamente conocido ha sido el de impulsar la circulación por Santiago del llamado “Bus de la Libertad” en 2020, vehículo que difundía mensajes contra la comunidad LGTBIQ+ y especialmente contra la población trans, lo que en su momento generó el unánime repudio de las organizaciones de la diversidad sexual y del gobierno del presidente Sebastián Piñera, el que expresó a través del vocero Jaime Bellolio que la libertad de expresión “tiene un límite en la dignidad del otro”. La organización a la que pertenece Aranda, llamada Observatorio Legislativo Cristiano, no tiene ninguna trayectoria ni prestigio en la contribución al debate público, por lo que en la subjetividad de quienes la invitaron solo podría estar el mérito de compartir apreciaciones homofóbicas y transfóbicas. Más allá de las opiniones sobre la gestión de Ávila, la afirmación de que es un “lobista LGTBIQ+” dice mucho más de la cabeza de quien las emite que de a quien está destinada.
A ella podemos sumar, una vez más, las declaraciones de la diputada María Luisa Cordero, quien se expresó en los más duros términos de la persona del ministro Ávila, de su apariencia física y de su salud física y mental, todo bajo el argumento de que habría en él una obsesión con exacerbar la sexualidad de los niños, asunto que, nos parece, no hay cómo sostener seriamente. “Pervertido” y “enfermo” lo llamó la diputada Cordero, en una demostración de irrespeto que, otra vez, dice mucho más de quien las profiere que del destinatario.
Con el paso las semanas, los fundamentos de la acusación vinculados con la educación sexual se han ido debilitando, teniendo en consideración que si el trasfondo son diferencias políticas respecto a cuál debe ser el rol del sistema educativo en la educación sexual, esto debería desarrollarse en un espacio distinto a la de la acusación constitucional, herramienta cuya estricta función es sancionar las vulneraciones a la Constitución por parte de ministros de Estado.
En las últimas horas, el diputado Diego Shalper ha sostenido que la fortaleza de la acusación radica en las recientes acusaciones por la compra de raciones de la Junaeb, pero ahí también se aprecian dos dificultades: primero, no está contenida en el texto de la acusación, y segundo, hay discrepancia sobre cuál es la real tutela del Mineduc sobre este organismo. Por último, hay quienes sostienen que la acusación ya no es solo eso, sino una pieza de un tablero de ajedrez cuyo trasfondo sería forzar al Gobierno a un cambio de gabinete que incluya al ministro Giorgio Jackson. Pero, no nos desenfoquemos, toda evaluación debe partir por el análisis en su mérito de si el ministro Ávila infringió o no la Constitución Política de la República. Y aquello no parece sostenerse.