Moral Internacional: Justicia y futuro

  • 15-02-2024

Las últimas noticias en el ámbito internacional parecen socavar los conceptos de justicia y derechos humanos en muchos lugares del planeta. La victoria de Najib Bukele en El Salvador, con sus profundas incertidumbres sobre el futuro de esa república en manos de alguien que establece abiertamente la iniquidad en el trato a seres humanos, es un ejemplo adicional de cómo se está instalando un clima pavoroso, activo en las redes sociales globales, que pone en duda la democracia como sistema, o cuestiona la protección de toda dignidad humana como base del derecho internacional.

La noticia de la declaración del Tribunal Internacional de Justicia de La Haya ha sido un paso importantísimo en el reconocimiento del genocidio en Gaza a manos de Israel. Naledi Pandor, ministra de Exteriores de Sudáfrica, y un símbolo nuevo del liderazgo de su país por la paz, afirma que, si bien ella hubiera querido una petición explícita de alto el fuego en Palestina, no podía sino estar orgullosa por la decisión casi unánime de los jueces que exigen a Israel el respeto a la vida y a la dignidad humana en los territorios atacados.

En un mundo donde la vulneración de los derechos empieza a ser normativa en los casos de El Salvador o de Israel, entre tantos otros, es urgente que los organismos internacionales y los medios masivos se declaren en contra de los ataques y vulneraciones de los derechos humanos, sin dudar un instante en la condena de la violencia. Pero la simple afirmación de lo contrario es en sí un crimen.

Cada vez que se proclama como criterio de actuación la violencia, el Talión y la brutalidad como respuesta a problemas, se está generando un trauma no resuelto en la sensibilidad de la justicia mundial. La simple omisión del reconocimiento de un crimen es una forma de injusticia profunda. Genera un tipo de violencia que Johan Galtung denominó violencia estructural, es decir, la que se sitúa en la misma estructura de la organización de la sociedad humana. Este tipo de violencia es diferente a la física, y también a la violencia cultural o simbólica. La violencia estructural reside en la omisión de la justicia en los gobiernos o en sus leyes. Aceptar, o discriminar, ante la injusticia, es una forma profunda de violencia humana.

La injusticia, aceptada y omitida en los tribunales, o recomendada como método de castigo, como hace Bukele en su doctrina policial, ataca directamente al sistema sanguíneo de la existencia colectiva. Es tan grave porque pudre el edificio social en su base, implantando una desigualdad de derechos y la iniquidad en la protección de los principios de comportamiento humano a nivel global. El precio a pagar por la mortífera paz así alcanzada es muy alto.

La injusticia ante el genocidio de Gaza, como ante cualquier proceso de violencia colectiva, es una inyección, a nivel planetario, de desánimo y de desconcierto, que se introduce en el sistema basal, sanguíneo, de nuestras sociedades. Igual que en las sociedades coloniales la corrupción, el abuso de poder y de las instituciones gangrenaba por siglos y siglos su desarrollo como sociedades, perder la justicia internacional o nacional supone parar en seco el desarrollo igualitario a nivel global.

El sistema social en que vivimos tiene una íntima conexión con el individuo. La relación con los otros, iguales a nosotros, debe estar marcada por la limpieza en su reconocimiento en el derecho. Cuando hay derechos aplastados, y ante nuestros ojos se desarrolla una masacre que es negada por la justicia internacional, se instaura un régimen de violencia admitida estructuralmente. Cuando hay derechos humanos disminuidos para paralizar la delincuencia, estamos ante un daño mayor incluso que esa delincuencia colectiva, un daño que va directo al sistema moral y a la empatía humana profunda. La justicia no puede jamás responder a la violencia con violencia, ni aceptar como respuesta a un ataque la escalada de agresión.

Instalar la injusticia como eficacia tiene un gravísimo coste a pagar. Literalmente, en ese régimen no es posible mirarse en el otro, en sus derechos, en su desarrollo reconocido y libre. Esa simple borradura del derecho humano genérico, que se produce con la aceptación de la injusticia en situaciones y casos supuestamente justificados, significa que nosotros mismos no tenemos esos derechos. Nuestra sociedad no nos los reconoce, si no reconoce los del otro, los de todos. Los sudafricanos afirman, con enorme liderazgo internacional y gran profundidad de ideas en este tema, que ellos no serán completamente libres hasta que no sea libre Palestina como Estado con plenos derechos.

Una sociedad que proclama la injusticia es una sociedad estrangulada desde su mismo núcleo. El deterioro de lo que podríamos llamar la “moral” internacional, es decir, el reconocimiento de principios y leyes básicas de comportamiento, para todos, hunde en la miseria la “moral” individual, es decir, en el otro sentido de este término, la esperanza, la energía, la creencia de cada individuo en el sistema.

Del reconocimiento de la justicia como ideal a nivel individual o de grupos depende la salud misma del sistema social internacional. Si se instaura la injusticia explícita en los tribunales internacionales y en los sistemas de representación, no solamente se está vulnerando unos casos u otros con iniquidad y omisión: se está hundiendo el sentido mismo de la construcción social de la vida humana. Pues podemos aceptar no haber alcanzado un ideal, pero no podemos aceptar, como especie, renunciar a él en nuestras leyes, organismos internacionales y gobiernos.

Hay una conexión muy esencial entre proclamar y denunciar que está teniendo lugar una injusticia, y poder acabar con ella, aunque ahora mismo no parezca posible en muchos casos.  Si denunciamos que está teniendo lugar una barbarie como la de Palestina, estaremos reconociendo un trauma profundo, aunque sean sólo palabras. Pero las palabras consiguen que el mal no sea doblemente banal, como quería Hannah Arendt.

Cuando ocurre un crimen, si desaparece en sus causantes la vergüenza o el remordimiento, y si, como vemos ahora, quien asesina o destruye no solamente lo entiende como un imperativo militar o colectivo, sino que se ríe y lo celebra, o lo convierte en un modo de éxito político, lo que se genera es una forma muy profunda de ataque a la humanidad: una especie de locura, de empatía inversa, se comunica globalmente como algo normal.

Este tipo de violencia daña el cimiento mismo del alma humana, daña al ser humano sistémico, el que está conectado a los otros por una empatía que es la base del sistema de justicia y que hoy circula en nuestras redes sociales. Si los que cometen los crímenes se ríen de los niños martirizados, si los que ejercen violencia bestial se reafirman y celebran sus acciones y las comunican como estilo propio de éxito, atacan como nunca antes el edificio de la comprensión del dolor humano y las raíces profundas de nuestro sentido de la existencia. Pues no es posible repeler la agresión con más agresión, esto implica dejar de lado absolutamente nuestro rechazo de la misma.

En el asedio palestino, diversas estrategias a todos los niveles, incluyendo la búsqueda de socios y cómplices, o la siembra de la sospecha, buscan imponer agresivamente la afirmación de la violencia como criterio, como lenguaje de trato justo. Se trata de borrar los principios básicos del reconocimiento de la injusticia y de la opresión. Los atacantes israelíes han perdido todo vínculo con la sensibilidad humana de los palestinos de la Franja. Pero lo mismo puede decirse de la pérdida de respeto a los detenidos en El Salvador, o de los prisioneros de guerra en Ucrania. Una sociedad pacífica debe contener en la paz a todos sus individuos. Como afirmaba Gregory Bateson, una especie animal que pierde la comprensión de ese vínculo de cada individuo con el sistema del que forma parte, y que está dotada de tecnologías avanzadas de destrucción, tiene garantizada la aniquilación de sí misma, porque la desconexión del sistema colectivo, con la aceptación de la violencia, es una especie de autodestrucción diferida.

Construimos nuestra vida sobre la paz, sobre la relación con los otros, y mirándonos en la felicidad ajena es como creemos en la nuestra propia. Ningún derecho será pleno si no es reconocido a todo el mundo, proclamado para todos. La moral común está conectada con nuestro ánimo social, con nuestra energía constructiva como especie. Si quien mata se mata a sí mismo, quien mata la justicia, y proclama la injusticia como base de comportamiento aceptado, a través de los medios y la comunicación, pronostica una enorme destrucción colectiva, que él mismo se ocupará de generar.

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Eva Aladro Vico es catedrática de Teoría de la Información.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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