Bandera de guerra

  • 06-03-2022

Analizar un conflicto en su etapa bélica contiene el riesgo de sucumbir ante interpretaciones variadas. Las pérdidas de vidas, los refugiados y la destrucción nunca son la expresión de lo humanamente deseable, sino de la ferocidad más brutal. La guerra es la manifestación de la crueldad y la máxima manifestación de la barbarie humana. Es el fracaso de la política y de la diplomacia, entendidas como procedimiento para alcanzar acuerdos, lograr consensos o administrar las divergencias. Ningún análisis ni interpretación puede hacer caso omiso del padecimiento que supone la guerra. Menos aún si la sufren civiles e incluyen amenazas de conflagración nuclear.

Hecha esta afirmación, aparece como imprescindible el cuestionamiento de todas las guerras, y no sólo de aquellas que son disfuncionales a los intereses de la lógica neoliberal. Se deben repudiar, con el mismo ímpetu, todas las invasiones y los bombardeos a poblaciones indefensas. Eso implica condenar las sistemáticas invisibilizaciones de crímenes contra la humanidad que se omiten en las grandes usinas de la comunicación corporativa. Los conflictos bélicos no se desautorizan ni se conmutan por equivalencias o cuantificaciones de víctimas.

Las operaciones militares que se llevan a cabo, en forma recurrente, sobre Yemen, Somalia y Siria tienen el mismo status de crueldad que lo que sucede en Ucrania, aunque los damnificados tengan distintas religiones o color de piel.

Todas las ocupaciones territoriales son condenables. Incluyo aquellas que han sido naturalizadas por el silencio de la costumbre mediática: Malvinas, Gibraltar, Guantánamo (Cuba), Cisjordania (en Palestina), Irak y Libia son algunos de los territorios soberanos que permanecen en ese status sin que las declaraciones de las Naciones Unidas hagan mella en la lógica colonial que las perpetúa. La violación de la soberanía es absolutamente impugnable, pero no logra contar con la suficiente trascendencia cuando se inscribe en el doble rasero con el que se seleccionan los países perjudicados de acuerdo a su condición respecto a quienes asumen el lugar de ocupantes.

Esa doble vara jerarquiza hostilidades militares, generando una anomia que facilita y promueve los conflictos: autoriza a una parte del mundo a controlar a la otra con exclusividad. Impone la legitimación de una arquitectura internacional en la que determinados países –o imperios– gozan de prerrogativas de vasallaje excepcional. Este postulado –convertido en mantra de Occidente– es el que impulsa a terceros países a no perder sus ventajas estratégicas en la arena internacional.

En marzo de 2021, apenas dos meses después de haber asumido, Joe Biden calificó a su par ruso, Vladimir Putin, como un asesino y al líder chino Xi Jinping como un matón. Pocos días antes de esas empáticas declaraciones, el primer mandatario norteamericano presentó, junto a la vicepresidenta Kamala Harris y al secretario de Estado Antony Blinken, la nueva Guía Estratégica Provisional de Seguridad Nacional. Ese documento, que califica a Rusia como una potencia desestabilizadora, se compromete a que “países como China y Rusia rindan cuentas” ante la coalición hegemonizada desde Washington.

Cuando la tragedia de la guerra haya terminado, el mundo ya no será igual que antes. El resultado de la intervención militar de Moscú en Ucrania producirá –cualquiera sea su desenlace– una modificación en la estructura de seguridad internacional. Las últimas tres décadas fueron premeditadas por Henry Kissinger y Zbigniew Brzezinski como la expresión de una victoria neoliberal, asentada en las reglas impuestas por el supremacismo de la pax americana. Durante este periodo, la Unión Europea insinuó la intención de conformar un espacio de cooperación continental con autonomía relativa de Washington. Moscú se ofreció a integrarlo, pero las tratativas fueron obstaculizadas y saboteadas por el Departamento de Estado.

Si hablamos de nazis

La guerra en Ucrania es inescindible de los cambios que se observan en el tablero internacional en el último decenio. El trumpismo incrementó los ataques a China y el gigante asiático respondió afianzando sus vínculos con Rusia. En forma paralela, Moscú fue reconstruyendo las capacidades estatales y el poderío bélico de un país que había quedado devastado luego de la implosión de la Unión Soviética. En solo veinte años, la Federación Rusa se reconstruyó y logró otorgarle un nuevo sentido nacional a una sociedad compleja, diversa y multicultural, en la que conviven 37 lenguas en veinte millones de kilómetros cuadrados. Para evitar la desintegración de la Federación, consolidó una alianza espiritual con la Iglesia Ortodoxa Rusa –que explica el cuestionable posicionamiento de Putin en relación a las disidencias sexuales– y luego fortaleció a las Fuerzas Armadas.

En forma simultánea, la Federación Rusa intentó que Europa y Estados Unidos le reconocieran el lugar de potencia recuperado. Dicho propósito fue en vano: la concepción unipolar del Consenso de Washington no solo rechazó su pedido, sino que le exigió reformas estructurales –privatizaciones y restricciones del poder estatal– que impugnaban las estrategias de recuperación del espíritu nacional ruso. Mientras se recuperaba la unidad nacional, la desvalorización de la OTAN fue asumida al interior de las fuerzas políticas rusas como una indudable forma de desprecio. Putin tendió la mano y sus potenciales socios europeos se mostraron, incluso, asqueados. A continuación se reinstaló la rusofobia de la Guerra Fría y se insistió en negarle el lugar de potencia global, ratificando la validez de un tablero internacional unilateralizado.

Washington intentó de variadas formas impedir el resurgimiento del espíritu nacional ruso. Con ese objetivo, no tuvo empacho en financiar a los sectores nacionalistas ucranianos que se constituyeron en aliados de la Alemania nazi y que hoy son homenajeados en Kiev. Según consenso de los analistas del Pentágono, toda convicción nacional profunda puede devenir en una peligrosa ambición de autonomía soberana. Y eso no parece ser compatible con el globalismo neoliberal que exige Estados débiles, con la excepción de Estados Unidos.

En 2010, el Presidente ucraniano Viktor Yushchenko otorgó al colaboracionista nazi Stepan Bandera el premio Héroe de Ucrania. Luego de la invasión a la URSS de 1941, Alemania reclutó a líderes nacionalistas ucranianos para enfrentar a los partisanos y al Ejército Rojo. Uno de ellos fue Bandera, máximo referente de la Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN), responsable directo del pogrom de Lviv (Lvov) en el que civiles asesinaron durante tres jornadas a 300 comunistas y 4.000 judíos con machetes, barras de metal y pistolas, bajo acusación de ser fieles a los soviéticos. Bandera fue detenido posteriormente por las fuerzas alemanas por promover la independencia de Ucrania, pero fue liberado tiempo después para ser integrado a las SS, encargadas de cumplimentar la Solución Final en el oeste de la URSS.

El sucesor de Yuschenko, Viktor Yanukovich, revocó oficialmente el premio a Bandera, pero el Parlamento ucraniano volvió a insistir con otorgarle la distinción post mortem en 2018 y 2019. El último de esos intentos fue defendido por Servant of the People, el partido político del actual Presidente Volodymyr Zelensky. El 1° de enero de 2022, varias organizaciones nacionalistas ucranianas, con aval gubernamental y repudio de los ruso-hablantes, lideraron marchas masivas a través de Kiev en celebración de Bandera.

En 2019, el Ayuntamiento de Kiev cambió el nombre de una calle de la ciudad en honor a Ivan Pavlenko, otro de los dirigentes del OUN, que se desempeñó como oficial del 109° Batallón Schutzmannschaft, responsable de la ejecución de miles de judíos, gitanos e integrantes del Ejército Rojo. Gracias a su lealtad a las fuerzas de ocupación, fue galardonado como comandante del batallón de las SS, Khasevych. El encargado de justificar la nueva nominación de las calles fue el alcalde de la capital ucraniana, el ex boxeador Vitali Klitschko, quien en la actualidad sigue en el cargo.

El 10 de septiembre de 2021, Moscú anunció la finalización del gasoducto Nord Stream II –paralelo al Nord Stream I– situación que motivó el reinicio de las presiones de Washington contra la Unión Europea para la incorporación de Ucrania a la OTAN. La tubería de 1.224 kilómetros en el Mar Báltico implicó una inversión de 12.000 millones de dólares y proyectaba duplicar la exportación de Moscú a Alemania, sumando unos 55.000 millones de metros cúbicos de gas al año. Además, permitía sustituir al ducto que atravesaba Ucrania por el que Moscú tributaba derechos de peaje. La finalización del proyecto supuso una dura derrota para Estados Unidos, que había intentado sabotear su construcción, impidiendo a empresas suizas colaborar en su ejecución.

En el proyecto de Washington y Bruselas sólo hay espacio para el hegemonismo occidental. Este es el motivo por el cual Rusia y China deben ser etiquetadas como el nuevo eje del mal. Los sucesos bélicos en Ucrania no son entendibles sin este novedoso triángulo de poder global. El gas que Rusia deja de exportar a Europa occidental se dirigirá a China a través de un gasoducto que atravesará Mongolia. China, por su parte, impulsará la Ruta de la Seda en Asia central a través de la Unión Económica Euroasiática, liderada por Moscú. Décadas atrás, esta alianza entre Rusia y China fue catalogada por Zbigniew Brzezinski como la “peor pesadilla de Estados Unidos”, ya que suponía la asociación entre el país más extenso del mundo, titular de un enorme arsenal nuclear y de recursos naturales inconmensurables, y la emergente superpotencia económica, tecnológica y comercial del sudeste asiático.

Armas en oferta

Desde hace dos décadas, los análisis académicos rusos advierten que su seguridad como nación está en peligro ante la ofensiva atlantista. Esa es la razón por la que todos los partidos mayoritarios del parlamento ruso –incluso la oposición a Putin– avalaron el reconocimiento de las repúblicas populares de Lugansk y Donetsk en el Donbas y condenaron de forma enfática las incursiones de los paramilitares ucranianos portadores de simbología nazi durante los diez años que lleva la guerra civil localizada en el sur y el este ucraniano. A esas provocaciones se suman:

  1. el intento sistemático de menoscabar el resurgimiento nacional ruso,
  2. la extensión de la OTAN hacia sus fronteras,
  3. el financiamiento europeo de los sectores rusófobos y
  4. la propaganda desbocada que enardece la memoria de quienes perdieron en el siglo XX un 20% de su población a manos de la Wehrmacht y los Sonderkommando. Dos meses atrás, el jefe de la Marina alemana, vicealmirante Kay-Achim Schönbach, declaró que Rusia “quiere ser respetada (…) lo exige y probablemente se lo merece”. Fue obligado a renunciar pocos días después.

El 15 de septiembre de 2021, el Departamento de Estado norteamericano comunicó la conformación de la Alianza Estratégica AUKUS (sigla en inglés por Australia, United Kingdom y United States) para colaborar con Australia en la adquisición de submarinos nucleares a ser desplegados en la región del Indo-Pacífico. Cinco meses más tarde, el último 26 de febrero –pocos días antes de la invasión rusa a Ucrania– Beijing denunció a Washington por circundar el Estrecho de Taiwán con el destructor de misiles guiados USS Ralph Johnson. Con el propósito indisimulado de empujar a la Unión Europea a un enfrentamiento con Rusia, el coordinador del Consejo de Seguridad Nacional estadounidense de la región del Indo-Pacífico, Kurt Campbell, advirtió que “China está preparando una sorpresa estratégica ante la inacción de la OTAN frente a la agresión rusa a Ucrania”. En un entrenamiento dentro de Europa –sugieren analistas de Estados Unidos–, Washington permanecería indemne y podría reconstruir el Viejo Contente con un nuevo Plan Marshall.

Estados Unidos tiene desplegadas 700 bases militares repartidas en 80 países. En la última década buscó imponer un unívoco criterio geoestratégico: es el único país que puede invadir, bombardear o imponer gobiernos. Ese privilegio fue impuesto, incluso, contra Rusia, que vuelve a reclamar niveles de seguridad, influencia y proyección similares a los que se asignan a los otros grandes jugadores globales. Estados Unidos ha intervenido militarmente con y sin apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU.

La cúspide de la gobernanza internacional no ha impedido los designios de Washington, y Rusia ha percibido que esa prerrogativa se ha naturalizado a expensas de su supervivencia. La OTAN y Estados Unidos explican el 60% del gasto militar mundial, mientras que Rusia apenas alcanza el 3%. Uno de los escenarios más probables, luego de la finalización de la intervención militar en Ucrania, supone la implantación de formas de “cooperación conflictiva” en las que Rusia y China participarán siempre y cuando se les reconozca su status de potencias globales.

Entre los dirigentes de la República Popular del Lugansk se difundió durante los últimos meses un relato sarcástico referido a lo que habían vivido los últimos años en la zona del Donbas: la narración refería a movilizaciones llevadas a cabo en un país limítrofe con Estados Unidos en el que los manifestantes portaban imágenes de Osama Bin Laden y amenazaban con instalar baterías misilísticas apuntando a Washington y New York. “Eso es lo que hicieron en Kiev. Con la salvedad de que, en vez de la imagen de Bin Laden, exhibían el retrato de Stepan Bandera frente a los descendientes de los 28 millones de asesinados en la Gran Guerra Patria de 1941- 1945”.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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