A pesar de que existen presunciones tan fundadas en cuanto a que Salvador Allende habría sido ultimado en La Moneda, la versión oficial, como la de su propia familia, insisten en que éste se suicidó en 11 de septiembre de 1973. Sin embargo, lo que no podrá negar la historia es que su pensamiento y legado han sido trágicamente asesinados durante la posdictadura por quienes aún se proclaman como sus admiradores y compañeros de ruta.
Habla de ello el hecho de que todavía nos rija la Constitución de Pinochet y de que permanezcan en la más completa impunidad los terroristas que consumaron su derrocamiento. Pero también que, después de veinticinco años, los niveles de injusticia social sigan tan vigentes, así como que se haya pronunciado en este tiempo la brecha entre los ingresos de los más ricos y los más pobres. Como consecuencia, por supuesto, del sistema económico y social del Régimen Militar y sacralizado durante los gobiernos que estaban llamados a restablecer la Democracia y los derechos del pueblo.
Como se asume, las privatizaciones emprendidas por Pinochet siguieron su curso durante los gobiernos posteriores, al grado de que hoy la presencia del Estado en la producción y la economía no excede del treinta por cierto. La gran minería del cobre y otros estratégicos minerales acrecentaron, incluso, su dominio extranjero durante los gobiernos de la Concertación autoproclamados de centroizquierda. Por supuesto que vulnerando flagrantemente aquella Ley de Nacionalización dictada por la unanimidad del Congreso Nacional durante los mil días del extinto gobernante. De la misma forma que su ideal de la educación gratuita se extinguiera con la proliferación de universidades y colegios destinado a lucrar con este derecho tan fundamental.
Allende jamás habría consentido en que la salud y la previsión fueran asaltadas por las isapres y las Asociaciones de Fondos de Pensiones (AFPs) que medran hasta hoy del ahorro de los trabajadores chilenos, como que servicios tan estratégicos como el agua, la electricidad y el gas hayan sido entregadas a dominio privado por la Dictadura, como por los gobiernos posteriores. De esta forma, estamos ciertos que le resultaría inaceptable que todavía los sindicatos no recuperen sus derechos conculcados; que el diario El Clarín nunca haya reaparecido y que, con recursos fiscales se haya enmudecido a un grupo de impostores que nada tuvo que ver con la propiedad del periódico de mayor circulación de nuestra historia republicana.
Imagino, también, lo perplejo que estaría Allende al comprobar la descomposición moral de nuestros legisladores y gobernantes sobornados hasta por empresas como las de un Ponce Lerou, amigo y cómplice de los crímenes de lesa humanidad cometidos luego de su muerte. Tampoco creo que su visión latinoamericanista y tercermundista podría compartir la posición actual de nuestra Cancillería, el desdén chileno a nuestros países vecinos y la indigna actitud de nuestro país ante los Estados Unidos, de donde se auspició la acometida golpista que lo derrocara , bombardera e incendiara la sede de nuestro Poder Ejecutivo.
Estamos seguros que, menos todavía, Allende podría dar crédito a ese socialismo tan renovado que se apoderó de su partido, e hizo de un militante de esta colectividad acometiera el gobierno más aplaudido por la derecha política y patronal de nuestro país. Ni menos, todavía, que parlamentarios del Partido Comunista hayan rendido homenaje en el Parlamento a la memoria de Jaime Guzmán y, desde la testera de la Cámara Baja, se haya consentido con religioso silencio y de pie con el tributo rendido a propio Augusto Pinochet en la conmemoración del día de su natalicio.
De esta forma es que, si ya pareciera imposible corregir su certificado de defunción, nos parece justo consignar que su ideario y heroica lucha han sido traicionadas y asesinadas por quienes lo conocieron, se llenan sus bocas en su recuerdo y salen al extranjero a proclamar, impúdicamente, que el actual gobierno tiene como propósito ser lo más parecido al gobierno de la Unidad Popular.