El capitalismo globalizado se está enfrentando en estos momentos con la que podría ser la más grande de las crisis de su historia, que además viene abastecida esta vez con todos los instrumentos que hacen falta para convertir al planeta en una nube de cenizas cósmicas. Desde 1971, que fue el año en que Richard Nixon le puso fin al patrón oro para el dólar, a lo que se unió en 1973 y 1974 un aumento de los precios del petróleo, la crisis a que aquí me refiero no ha hecho otra cosa que ahondarse. El caos financiero de 2007, cuando Lehman Brothers fue el primero de un grupo de bancos estadounidenses que cayeron en quiebra, el de 2008, cuando se produjo el estallido de la burbuja inmobiliaria española, el de 2012-2013 en toda la eurozona, que dejó 24.7 millones de personas sin trabajo, así como el actual de 2015, con una caída en picada de los precios de las materias primas, como los chilenos lo estamos viendo en el caso del cobre y los venezolanos en el del petróleo, son nada más que los hitos mayores de una enfermedad que ha durado ya cuatro decenios.
En este estado de crisis, el capitalismo globalizado hace lo que siempre ha hecho en circunstancias análogas: embarcarse en una campaña de reacumulación, expandiéndose territorialmente hacia comarcas de la tierra que no habían sido incorporadas todavía dentro de la órbita de sus actividades o que no lo habían sido suficientemente, al mismo tiempo que profundiza la capacidad de extracción de plusvalía que ya posee al interior de las comarcas que se encuentran bajo su dominio. Respecto de la expansión territorial contemporánea, como sabemos ella tiene lugar sobre todo en el Oriente Medio, principal aunque no exclusivamente en Iraq, Libia y Siria. El argumento de George W. Bush, quien en 2003 desató la segunda guerra del Golfo, con la intención de “liberar” a la humanidad de la “amenaza nuclear” de Saddam Hussein y a los iraquíes de su “tiranía” y de propiciar de esa manera la formación de un “Medio Oriente democrático”, no fue más que un pretexto para enmascarar un despliegue expansionista cuya finalidad no era sólo apoderarse del petróleo, lo que es obvio, sino “abrir” íntegramente esa región a los apetitos del sistema capitalista.
Diez años antes de esa primera guerra el Golfo, el “consenso de Washington” había puntualizado uno por uno los objetivos del proyecto: privatizar las empresas públicas, liberar el comercio y los mercados de capitales a nivel internacional, eliminar las condiciones de entrada a la inversión extranjera directa, desregular el mercado laboral y asegurar jurídicamente los derechos de propiedad eran algunos de ellos. Por otro lado, si ahora volvemos la mirada hacia adentro y nos fijamos en el espacio que ya controla, la sobreexplotación de los recursos naturales y la del trabajo humano, en este segundo frente echando mano de estratagemas como la tan recomendada “flexibilidad laboral”, y la mercantilización de una serie de prácticas que hasta no hace tanto tiempo se mantenían libres o semilibres de contagio, como las que dicen relación con la cultura y el deporte, descubriremos ejemplos elocuentes de la otra estrategia que el capitalismo global está utilizando para salir del atolladero en que se encuentra metido. En Chile, que a la Asociación Nacional de Fútbol Profesional no sólo le interese sino que le convenga que los aficionados no acudan a los estadios porque esa Asociación es la dueña del Canal del Futbol y mientras menos gente vaya a ver el espectáculo habrá un número mayor de televidentes, es, por decir lo menos, una contradicción en términos. Y todo eso sin contar con el renovado e incesante bombardeo mediático por medio del cual se incita a los buenos vecinos a precipitarse en la borrachera consumista del mall.
La ideología neoliberal es la que suministra el libro de instrucciones para estos despropósitos. Con una perspectiva cientificista, que nos asegura que el todo del objeto de la “ciencia económica” no es otro que el todo del objeto capitalista, cuyas propiedades habría que “desarrollar” e inclusive “innovar”, pero sin pretender eliminarlo, y que de hecho y por consiguiente lo “naturaliza”, la tesis estrella de estos pretendidos científicos es que el capitalismo es como un caballo o como una manzana, un cuerpo vivo que no necesita de controles externos puesto que se regula por sí solo habida cuenta de su pertenencia no al reino de la cultura sino al de la naturaleza. Este es el cuesco “filosófico” de la pedagogía que Milton Friedman, Arnold Harberger y Larry Sjaastad les propinaron a los Chicago boys chilenos durante la década del setenta y que ellos nos infligieron posteriormente a nosotros con fervor discipular.
Y algo más en el mismo sentido: el libertinaje económico contemporáneo no supone, como suele creerse y como parecería ser el caso, una minimización del Estado (el “Estado subsidiario” no es eso). Lo que se ha producido es sólo un cambio de funciones: en la era neoliberal el Estado sigue en pie y sólidamente en pie, pero no para controlar (y ocasionalmente competir con) la actividad económica privada, que fue su tarea durante el período anterior, aquel al que Enzo Faletto le dio el apelativo de “nacional popular” y que en mi opinión es el de nuestra segunda modernidad, sino para suprimir los obstáculos que pudieran entrabarla. Por ejemplo, el llamado “conflicto mapuche” en el Sur de Chile es en última instancia un choque entre los derechos ancestrales de esa etnia y los intereses de las empresas madereras. En estas condiciones, el papel del Estado neoliberal consiste en aplacar y/o reprimir. Comprar tierras para entregárselas a ciertos mapuche, no a todos, dividiéndolos y disuadiéndolos de la insistencia en la parte sustantiva de sus demandas (que son territoriales, eso es cierto, pero que también son de reconocimiento político) y/o enviar un contingente mayor de policías a la zona.
Dos consecuencias de la puesta en ejercicio de tales enseñanzas son un debilitamiento abismal de la política y la reducción de la cultura a la farándula. El control político de la economía, esto es, la injerencia del pueblo en el funcionamiento económico, haciendo uso éste de su condición de “soberano” mediante el mecanismo de la democracia representativa, que es el que hace que el pueblo les traspase a sus “representantes” el poder que axiomáticamente le pertenece en el mundo moderno y en virtud del cual puede supuestamente exigírles a esos representantes que ellos rindan cuenta de sus actos, y el juicio crítico de los intelectuales son para los patrocinadores del neoliberalismo un par de toxinas que sienten que no tienen por qué consentir ni tolerar. Esto significa, ni más ni menos, que el antiguo maridaje entre el liberalismo económico y el liberalismo político ha dejado hoy por hoy de tener validez; que, como muy bien lo entendió el asesor de Pinochet, Jaime Guzmán, en el escenario del siglo XXI el neoliberalismo económico no se casa como antaño con la libertad política sino con el autoritarismo; que uno y otro no son sino las dos caras de una misma moneda o, lo que no es muy distinto, que el neoliberalismo no es ya compatible con los principios emancipadores e igualitarios de la democracia clásica, sino que resulta intrínsecamente contradictorio con ellos tanto como lo es con un empleo libre y creativo de la inteligencia.
Libre de este modo de trabas políticas y culturales, el sistema capitalista destruye el mundo. El cambio climático, que es el nombre de buena crianza con que los burócratas nombran al calentamiento global, es, a este respecto, un dato conocido de sobra. Es el calentamiento de la tierra y de los mares, causado por los gases de efecto invernadero que tienen como su origen principal las intervenciones humanas (entre ellos el más importante es el dióxido de carbono, CO2. Estados Unidos es responsable por la mitad de las emisiones de CO2 en el mundo y China aumenta día a día su participación en la estadística…), calentamiento que deshace los glaciares y amenaza subir el nivel de los océanos, además de provocar huracanes, inundaciones, sequías, desertificación y toda clase de enfermedades, y que es una prueba por indecencia de los desafueros del progreso capitalista “sin límites”. A vuelo de pájaro, anoto aquí lo demás que tan bien conocemos acerca de la catástrofe medioambiental: la contaminación de las ciudades, la extinción de cientos de especies animales, la depredación de los bosques y la apertura a la explotación comercial de regiones del planeta que son pulmones de la humanidad, como Alaska, la Amazonía o la Patagonia. Y en la misma lista de torpezas obscenas podríamos incluir la conversión de los ríos y los océanos en megabasurales.
En otro orden de obscenidades, en lo que va corrido de la historia moderna no se había generado hasta ahora una concentración mayor de la riqueza (según la Oxfam, los haberes de los ochenta individuos más ricos del mundo se duplicaron entre 2009 y 2014, en tanto que al ritmo en que nos estamos moviendo el próximo año, el 2016, el 1% de la población mundial va a ser dueña de más del 50% de la riqueza existente sobre la tierra), mientras que al mismo tiempo y también según la Oxfam, “1.000 millones de los 7.000 millones de mujeres y hombres que habitan en el planeta viven en condiciones de extrema pobreza”. Y agregan a eso que en tan sólo una generación los habitantes del mundo llegarán a los 9.000 millones, dos mil más que hoy y de los cuales “el 90% lo hará en condiciones de pobreza”1.
En Chile, el ingreso anual per capita, que es el más alto de América Latina, asciende en este 2015 a 23.564 dólares anuales. Entre tanto y también en este 2015, el 50 % de los trabajadores chilenos gana menos de 300 mil pesos al mes, 210 dólares, lo que da un total de 2.520 dólares anuales. El abismo entre el ingreso per capita y la realidad del ingreso de más de la mitad de los trabajadores chilenos no es otro que el abismo de la desigualdad. ¿Qué de raro tiene entonces que tengamos las cárceles más sobrepobladas de América Latina?
Asimismo, la guerra en el Oriente Medio, en países que se desprendieron no hace tanto de la garra colonial, donde los regímenes de Hussein, Gadaffi o Mubarak, que por cierto que no eran ningunos demócratas, mantenían sin embargo un equilibrio precario, entre facciones que en los cincuenta años que van transcurridos del tiempo postcolonial no han resuelto aún sus diferencias, hoy, como resultado de la voracidad del Occidente capitalista, salta por encima de esas fronteras regionales y se extiende en variadas direcciones. Como la economía informal de la droga, otro flagelo planetario y que tiene a varios países de rodillas (¿quién manda en México?), la formal e informal de las armas arrasa con poblaciones enteras pero le inyecta energía al sistema. Recuérdese que todavía no se disipaba el humo en la guerra de Iraq de 2003 cuando Dick Cheney, el inefable vicepresidente de George W. Bush, andaba firmando contratos en favor de su empresa constructora. Entre tanto, la gente de esos países huye despavorida, incluso arriesgando para ello la vida, escapando de ciudades y pueblos a los que las bombas hacen pedazos y los filas de refugiados que buscan un nuevo techo debajo del cual dormir es una película cotidiana y macabra en nuestros televisores. Los que se quedan adentro se juramentan por su parte en torno a la promesa compensatoria del fanatismo religioso. Contraatacan y se inmolan con tal de llevarse con ellos a un número mientras más grande mejor de víctimas “infieles”. Es la exasperación terrorista, el refugio de unos individuos a quienes la religión les ofrece una tabla de donde agarrarse en medio del desmadre contemporáneo, y que se pone de manifiesto en Nueva York, en Madrid y en París, eso es verdad, pero también en Moscú, en Buenos Aires, en Mali, en California y en la península egipcia de Sinaí. ¿Qué hacen al respecto las grandes potencias? Aumentan el número de bombardeos contra las posiciones de los jihadistas en Siria. ¿Qué hacen por su parte los jihadistas, los que no pueden pelear una guerra de este tipo? Se sumergen y activan las células terroristas que tienen esparcidas y dispuestas en los cinco continentes. ¿Cuál es el resultado? En las elecciones regionales francesas, la ultraderecha es hoy primera mayoría y Donald Trump, quien dice que hay que cerrarles la puerta de Estados Unidos a todos los musulmanes, podría ser el próximo presidente de ese país.
Esto me permite despejar de paso otro malentendido, el del fin supuesto del imperialismo (lo decía el consejero Brzezinski en 1970 y lo repiten con retórica “post” Michael Hardt y Antonio Negri en los 2000). Así como el Estado nacional no se ha esfumado, sino que su función se concentra en el destrabamiento de las barreras que afectan o podrían afectar el funcionamiento de la economía capitalista local, los Estados nacionales más poderosos del planeta continúan también activos, y muy activos, ejerciendo su poder para el destrabamiento de las barreras que podrían salirle al paso a la economía global. Si eso no es imperialismo, yo no sé que podría ser. En Siria, los aviones que dejan caer las bombas salen de los aeropuertos de Estados Unidos, Rusia, Inglaterra y la Unión Europea.
Un postrer pero no menos importante eslabón de esta cadena de degradaciones es el envilecimiento insondable de la actividad cultural. Me refiero en este caso al planificado disciplinamiento de la conciencia de las muchedumbres, a las que cada vez más se clasifica mediante una lógica que separa al adentro del afuera, a los individuos que el sistema juzga redimibles de los que no lo son. En las cárceles de Estados Unidos, según un informe de Human Rights Watch de 2014, hay 2, 2 millones de personas, 710 por cada cien mil habitantes, el número de presos más grande del mundo. Chile, el país más neoliberal de América Latina, es correlativamente el que cuenta con la mayor cuota de reos, 266 por cada cien mil habitantes. Agrego que en Estados Unidos, el 40% de los que están en la cárcel son afroamericanos, disfuncionales todos ellos obviamente.
En cuanto a los individuos que el sistema considera redimibles, es amasijándolos, docilizándos, desactivando sus conciencias, como la nueva “cultura” cumple con su cometido. La televisión y las tecnologías de la información y la comunicación son las que se encargan de redondear el disciplinamiento, al estar tales vehículos dotados con un poder persuasivo sin referencias previas, cuyos manipuladores reniegan expresamente de la letra y el libro (es el fin de la “era gutenberguiana”, es la “muerte del libro”, nos dicen los “post”) y apuestan a su reemplazo por la imagen mediática, lo que despoja al ciudadano común de un instrumento imprescindible para el desarrollo y despliegue de su capacidad crítica y sirve por eso espléndidamente a los fines del programa de desmovilización. En otro de mis escritos, traté de explicar de qué manera y por qué razón, libro y lectura constituyen en la historia moderna una tríada indisociable, que ha probado ser ventajosa para nuestra salud personal y societaria y a la que es preciso defender a cono de lugar. No fue por puro deporte que los nazis y sus émulos los pinochetistas chilenos quemaron libros.
Por supuesto, la televisión y las tecnologías comunicacionales no son por ellas mismas las culpables de este giro nefasto de la cultura actual y en otras circunstancias podrían ser útiles para metas más nobles. Ellas son sólo herramientas, más sofisticadas y eficaces que las que en el pasado desempeñaban iguales o parecidas funciones pero herramientas como quiera que sea. El o los culpables de su perversión son aquellos que las han puesto al servicio de sus planes de reconfiguración del orden del mundo mediante una reasignación de papeles, la que pasa por un reenvío del ciudadano a su casa, al seno protegido de su familia, por aliviarlo del involucramiento en los problemas de la res pública, por convencerlo de que la satisfacción de sus intereses personales es lo único que tendría que importarle. Esas son las “cosas que le interesan a la gente” de que habla la derecha chilena con su hipocresía sacristanesca, y es a esas “cosas” que “la gente” tiene que circunscribir sus acciones. De la puerta de su casa para afuera, en un mundo que se ha vuelto demasiado complejo para ellos, el espacio público no deben ocuparlo nunca más los ciudadanos sino los que “saben” –los “expertos”. Una vez más, estoy pensando en la gula expansiva de un capitalismo globalizado que para recuperarse de la crisis por la que atraviesa quiere tener las manos libres de cualquier interferencia democrática. Una tercera tesis “post”, que nos informa sobre el reemplazo del “ciudadano político” por el “ciudadano consumidor” (en América Latina, Néstor García Canclini), responde a este empeño formidable de estupidización.
Dado el cuadro cuyas facetas apocalípticas acabo de resumir, la pregunta que surge espontáneamente es la vieja de Lenin, la de 1902, misma que se reformulan Alain Badiou y Marcel Gauchet en un diálogo reciente: “¿Qué hacer?”2. Yo estoy de acuerdo con ellos en que para esta pregunta existen sólo dos respuestas posibles: la primera es la socialdemócrata, a la que adhiere Gauchet, y que llama a los ciudadanos a dar una batalla cuyo horizonte de expectativas se concentra a devolverle a la política su fortaleza para contener así los desmanes de la bestia suelta. Que renazca la política y que le ponga el cabestro que está requiriendo al progreso capitalista “sin límites”. Badiou cree en cambio que un programa como ese peca de un optimismo infundado, que lo cierto es que sus posibilidades de éxito son nulas. Duda Badiou en efecto de que la política, por lo menos la política que se canaliza de conformidad con los protocolos de la democracia representativa y cuando la “esfera pública” ha sido desactivada y sustituida por el servilismo tecnocrático, pueda recuperar el poder que (se dice que) tuvo alguna vez, y simplemente porque la cooptación de sus “representantes” por el sistema económico es cada vez más férrea y evidente.
Porque ése es el verdadero poder, un poder que los ciudadanos no eligieron pero que lo cierto es que manda más que ellos. Y los políticos contemporáneos no están en condiciones de oponérsele y mucho menos de imponérsele. El sistema ha comprado la capacidad de acción de esos políticos como ha comprado todo lo demás. Esto significa que sus decisiones (y sus empleos y sus salarios, tanto los legales como los ilegales) dependen de él. Por eso, en Chile, y no sólo en Chile, los latrocinios aumentan por minutos y no existe garantía alguna de que los gobiernos de turno, ni aquí ni en ninguna otra parte, vayan a lograr los fines que persiguen en su afán de “transparentarlos” y “sancionarlos”.
Quiero decir con esto que lo que se ha impuesto a estas alturas globalmente es una forma de conciencia para la cual el valor, el único valor, consiste en la posesión del dinero. El que lo posee es, y por el solo hecho de poseerlo, digno de admiración y obediencia. Poco importa la manera en que lo obtuvo. Simultáneamente, otros signos de prestigio, que en pasado no tan lejano gozaban de cierta autoridad, como el saber, el coraje o la simple honradez, hicieron mutis por el foro. De ahí que no tenga nada de azaroso que las decisiones económicas se estén poniendo por sobre las decisiones políticas. En realidad, se trata de un fenómeno de carácter sistémico, inerradicable mientras el sistema continúe operando de la manera en que lo hace actualmente, en un esfuerzo de reinvención de sí mismo por la vía de la reacumulación a cualquiera sea el costo y casi sin resistencia. Es lo que nos demuestran situaciones que van más allá de la consabida corruptela de los representantes del pueblo. En mayor escala, puede percibírselo, por ejemplo, en el déficit de Grecia a partir de 2009 y en la intervención (para su remedio, se dice) de los expertos económicos de la Unión Europea, imponiéndoles éstos a los griegos un paquete de medidas de “austeridad” que ellos se negaban a asumir pero tuvieron que hacerlo de todas maneras.
En estas condiciones la respuesta no reformista a la pregunta por el qué hacer nos lleva a reconsiderar el socialismo. En otras palabras, ella nos lleva a concluir que la “idea” socialista no ha perdido vigencia, que sigue siendo un concepto necesario para la sobrevivencia de la humanidad, pues constituye una parte fundamental de sus reservas morales, aunque también debamos tener claro que es preciso repensarlo para los requerimientos de esta época. Sin olvidar las lecciones del pasado, las de la Revolución del 1848, las de la Comuna de París, las de la Revolución Mexicana, las de la Revolución de Octubre y las de la Revolución Cubana, pero sobre todo sin perder de vista las carencias que son propias de nuestro desquiciado presente.
1 Oxfam. La fuerza de las personas contra la pobreza. Plan estratégico 2013-2019. En internet: https://www.oxfam.org/sites/www.oxfam.org/files/file_attachments/story/ospspargb_0.pdf
2 Alain Badiou y Marcel Gauchet. ¿Qué hacer? Diálogo sobre el comunismo, el capitalismo y el futuro de la democracia, tr. Horacio Pons. Buenos Aires. Edhasa, 2015.