Muchos estudiosos del tema urbano (académicos, profesionales y funcionarios) sostienen, desde una perspectiva “progresista”, que existe una contradicción entre, por un lado, la democracia urbana y, por otro, el lucro privado.
Para sostener esta afirmación ponen como ejemplos, entre otros, la expulsión de pobres de las zonas centrales de la ciudad ante todos los procesos de renovación urbana; el costo social que significan las externalidades negativas de las carreteras urbanas concesionadas; los resultados de las inversiones públicas, la segregación producto de la política de vivienda, etc.
Hay en esta posición, lamentablemente, un alto grado de realidad, ya que los procesos de crecimiento de la ciudad, de modernización y de renovación urbana han dejado un claro deterioro en las condiciones de vida de sectores de bajos ingresos, los cuales, en la mayoría de los casos, son expulsados de las zonas privilegiadas de la ciudad.
Todo lo anterior ha generado un proceso de segregación urbana como pocas veces hemos visto en nuestra ciudad. Son muy pocas las comunas en las cuales conviven sectores de diferentes tramos de ingresos, y en aquellas que así sucede, al no ser acompañado de eficientes programas sociales integradores, han aparecido rejas, muros y franca animosidad cultural y social.
Es cierto que en todos estos fenómenos está presente el lucro del sector privado, a través de la renta del suelo urbano. Pero, en la generación de este fenómeno influye también de manera muy determinante un cierto tipo de comportamiento cultural de los chilenos, especialmente de los santiaguinos, que no quieren vivir cerca de aquellos que son distintos por pertenecer a otro estrato socioeconómico. Dado lo anterior, es posible pensar que realmente existe una contradicción entre el desarrollo democrático de la ciudad con el lucro privado.
Sin embargo, a mi juicio, esta es una falsa contraposición. Creo que es posible compatibilizar el desarrollo armónico y democrático de la ciudad con las legítimas ganancias de los agentes privados.
Quizás esta aparente contradicción se da por el hecho que, por un lado, las autoridades no han cumplido su tarea de preservar el bien común, y, por otro, a que los habitantes de la ciudad no están concientes ni organizados, ni participando. Por lo tanto, al momento de valorizar los impactos, el bienestar de la población, especialmente de los habitantes de más bajos ingresos, este tiende a tener un valor cercano a cero.
En este punto, cabe señalar que se hace absolutamente necesario generar una instancia de diálogo y participación entre todos los actores involucrados en la construcción de la ciudad. Ya que este es un típico caso en el cual TODOS los actores pueden mejorar sus condiciones. Es decir, se puede aumentar el bienestar de los habitantes, a la vez que preservar o aumentar el lucro de los agentes privados, y construir una ciudad más bella y amable.
Sé que esta puede aparecer como una posición alejada de toda realidad posible, especialmente teniendo en cuenta algunas actitudes recientes de nuestras elites económicas, políticas y culturales. Específicamente, me refiero al reventamiento del capitulo chileno de Transparencia Internacional que hicieron grupos fácticos debido a un informe que describía la corrupción en el sector privado chileno, específicamente de un candidato a la Presidencia de la República. Me refiero también a la propuesta de imposición ideológica-cultural y urbana que algunos grupos militantes sobre ideologizados de nuestra elite quieren imponerle a la ciudad, a través de una megalómana estatua del Juan Pablo II, cuestión analizada en mi comentario anterior, y que provocó una amplia controversia en este diario electrónico.
Esta instancia de diálogo y participación para la construcción de la ciudad no es una tarea sencilla, ya que se deberán superar viejas costumbres y comportamientos. Pero es una tarea necesaria y posible. Hacia ese fin pretende contribuir comentarios como este.