Los analistas tienen razón: las próximas guerras seguramente serán por el agua, por el petróleo, comerciales. Esas serán las próximas. Hoy hay una que se encuentra en pleno desarrollo. Es la batalla por el control de las conciencias. Y esa es la más importante de todas. Del resultado que se obtenga allí dependerá el desarrollo de las otras. Eso es algo sabido. La guerra de Vietnam, para citar un caso emblemático, Estados Unidos la pierde en casa.
Pero el escenario ha cambiado. Hoy, con más celo, todo hay que hacerlo de acuerdo a las reglas de la virtualidad. Esas que nos llevan a decir que la democracia es el sistema más deseable, porque no es perfecto pero es perfectible. Y, claro, en ese saco pueden entrar muchas visiones. Entre otras, que gobierna el pueblo.
No es nuevo esto del manejo de las conciencias. Pero ahora la situación es un poco espeluznante. Tal vez por lo masivo. Por el efecto estupidezante que pueden provocar los medios de comunicación. Por tanto experto en lavar cerebros que trabaja en ellos o con ellos.
Argentina vive en medio de un escándalo. La Presidenta Cristina Fernández impulsa una ley que afecta la propiedad de los medios de comunicación. El mismo alboroto ha acompañado casi en todo su mandato al Presidente venezolano Hugo Chávez, por el igual motivo. Guardando las diferencias en diversos aspectos, tanto Fernández como Chávez saben que algo tienen que hacer con la prensa escrita, televisiva y radial: al menos equiparar el control que en ella ejercen los grupos económicos que no les son afines.
Me dirán que ambos buscan hacer, con otro signo, lo que ya hacen los dueños de lo establecido. Es posible. Pero quizás esto es lo que tiene que venir con el cambio que tanto se ha anunciado. Porque no se puede negar que quienes manejan el poder económico ejercen sin contrapeso su fuerza. De allí que resulte una ironía que su batalla para evitar que le quiten algo del manejo de las lavadoras de cerebro, comience protestando por el atropello a la libertad de información. Como si ese fuera el fondo del problema. Como si la objetividad existiera y ellos hubieran dejado ejercerla con algún grado de independencia.
En Argentina, ahora también se está utilizando el argumento del atropello a los derechos adquiridos. Eso es más cercano a la realidad. Pero tal bandera de lucha nada tiene que ver con la información, la libertad o algo parecido. Simplemente el derecho de propiedad es sacrosanto.
Y mientras en Argentina la batalla parlamentaria se desarrolla, pocos son los que se atreven a negar que hay un desbalance evidente. La concentración de poder comunicacional que exhibe el grupo Clarín es casi grotesca. Pero nada nuevo ni sorprendente. Es lo mismo que hay en Chile. Algo similar ocurre en Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia, etc.
Si aquí alguien se hubiera atrevido a hacer con El Mercurio lo que Fernández está tratando de hacer con Clarín, Pinochet podría haber resucitado. Y que no venga a mostrar la actitud siempre políticamente correcta la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP). Como si fueran un baluarte de la libertad de información. Esa defensa dura hasta que sus intereses son afectados. No he escuchado ningún reclamo de la SIP porque en Chile la libertad de expresión sea, en realidad, simple libertad de empresa.
Con la globalización se pueden ver en directo fenómenos que nos pertenecen. Pero que de tan cercanos, a veces pasan inadvertidos. Y damos por sentado eso de la objetividad, de la libertad de expresión y de información. Y a nadie le llama la atención que en un año de crisis, con la economía cayendo en recesión, la banca tenga US$ 1170 millones de utilidades. Es que los medios presentan el caso como normal, casi una hazaña. No como un escándalo. Y, claro, con ese nivel de análisis, hasta es natural que Chile esté entre los países que peor reparten la riqueza en el mundo.
¿Después de eso qué puede importar quién sea el próximo Presidente de Chile? Pero importa. Lo que ocurre es que el champú comunicacional ha hecho su efecto. Los responsables somos todos por haber permitido, por miedo, por defender intereses personales o de grupo, esta mascarada de democracia virtual. Y ni siquiera extrañarnos cuando nos argumentan que se está vulnerando la libertad de expresión. O atropellando derechos adquiridos.
Nada nuevo. Pero como lo que se juega hoy es más grande y más jugoso, resulta voluminosamente repugnante.