El fondo no cambia

  • 03-12-2009

Dos naciones latinoamericanas tuvieron elecciones el fin de semana pasado.  Podría ser una demostración de cómo avanza la democracia en esta parte del mundo.  Sin embargo, sólo un caso sirve para argumentar en tal sentido.  El otro es más bien la manifestación del exiguo nivel de autonomía que gozan los procesos políticos en la región.  Y el balance no es alentador, ni siquiera novedoso.

Uruguay ya tiene presidente electo.  En el balotaje del domingo 29, 53% de los electores se pronunció por el oficialista y ex guerrillero tupamaro José “Pepe” Mujica. Reemplazará en el cargo al actual presidente Tabaré Vázquez, otro militante socialista del Frente Amplio, coalición centro izquierdista.

En Honduras, la elección la ganó Porfirio Lobo, representante del derechista Partido Nacional.  De esta manera, se espera terminar con la crisis creada con el golpe que defenestró al presidente Manuel Zelaya, el 28 de junio pasado.

Satisfecho, el representante enviado por Estados Unidos, el ex embajador en Tegucigalpa, James Creagan, consideró que el proceso fue “una maravilla”. La mayoría de los países latinoamericanos, en cambio, tomó distancia. Y la discrepancia no es nueva. Washington no deseaba que Zelaya recuperara el poder. Es considerado un líder proclive a los planteamientos del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Las naciones latinoamericanas, mirando al pasado reciente en un ejercicio casi de supervivencia, privilegiaban la inviolabilidad del proceso democrático. Esto significaba que Zelaya volviera a ocupar su cargo y él llamara a elecciones. La propuesta que se llevó a cabo fue la estadounidense.

El caso de Honduras también podía servir para hacer una pulseada más amplia con los Estados Unidos.  Desde el comienzo, España se manifestó sin vacilaciones por el retorno de Zelaya al poder.  Fue una forma de señalar cercanía con una zona en que las inversiones españolas menudean. Y nunca está demás contar con mayor influencia política.  Una vez conocidos los resultados de las elecciones -en que, según datos no oficiales, hubo 60% de abstención- Miguel Ángel Moratinos, ministro de Asuntos Exteriores español, dijo que su país “no reconoce las elecciones de Honduras, pero tampoco las ignora”.  Una forma algo cantinflesca de mostrar afinidad con las aspiraciones democráticas latinoamericanas, sin malquistarse con USA. Finalmente, la democracia latinoamericana debe ser en la medida de lo posible. Sobre todo si es virtual o de baja intensidad. En el fondo sigue siendo lo mismo de siempre.  El subdesarrollo no ha abandonado la región. Obviamente, tampoco quien ejerce la hegemonía.

En cuanto a Uruguay, la situación es algo diferente. El pequeño país suramericano -sólo más grande que Surinam en América Latina- es considerado el más democrático de la región.  Junto a Costa Rica luce el galardón de ser el más equitativo y, con Chile, es catalogado el menos corrupto por Transparencia Internacional. Sus méritos no terminan allí.  Fue uno de los primeros en establecer una ley de divorcio y el sufragio femenino en el mundo. En la actualidad se encuentra legalizada la unión de personas del mismo sexo. Su nivel de alfabetización es cercano al 100% y luce muy buenos estándares en salud. Recupera su democracia en 1985.  Y José Mujica será el segundo mandatario de signo progresista, después de más de ciento setenta años de regímenes derechistas, dictaduras incluidas.

Sin embargo, Tabaré Vázquez dejó en claro que la izquierda uruguaya no hará realidad utopías antiguas.  Y Mujica ya despejó cualquier duda. Señaló que su gobierno tendrá orientación cercana al que Inacio  “Lula” de Silva lleva a cabo en Brasil. Ni siquiera mostró un atisbo de cercanía con Chávez.

La realidad política uruguaya refleja claramente lo que es el denominado progresismo. El gobernante Frente Amplio (FA) es una coalición de fuerzas de izquierda. Pero su visión política luce completamente renovada.  O, al menos, con planteamientos muy diferentes a los que ostentaban las organizaciones que fueron su base. El marxismo ha quedado fuera de lugar.  Y hasta ahora no existe allí una propuesta que sea verdadera alternativa al neoliberalismo. Cuestión común a todos los grupos de izquierda del mundo. En otras palabras, no se aspira a un cambio revolucionario. Es una forma encomiable de reconocer la realidad.  No es realista pensar en una revolución “en la medida de lo posible”.

El triunfo de Mujica significa que los uruguayos aún tienen esperanzas de que las propuestas sociales del FA se puedan plasmar. Los cinco años que gobernó Vázquez no fueron suficientes.  Y ahora viene un nuevo lustro en que se podrá seguir avanzando. El problema, como en Chile y en cualquier país en desarrollo, es si la institucionalidad tendrá fuerza para hacer frente a las presiones.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

Presione Escape para Salir o haga clic en la X