Mientras escribo esta crónica, Ella Fitzgerald me canta que se siente muy sola, que no ha podido dormir, que camina y vigila la puerta mientras toma café muy cargado, y que es lo único que hace desde que se fue su hombre. Su interpretación de “Black Coffee” – con la sola compañía de un piano – me convence, tanto como Vargas Llosa cuando me cuenta del aparentemente unilateral amor que un traductor siente por la traviesa niña mala, quien se cruza intermitentemente en su camino y se mete en su cama mientras busca la estabilidad del dinero y el poder en otros brazos. Pero el traductor la quiere y la protege, tanto que ella lo busca cuando las cosas no pueden irle peor.
El amor dependiente, inseguro, aparece continuamente en el arte. Cuando el lechero Tevye, personaje central del Violinista en el Tejado le pregunta a comienzos del siglo veinte en Rusia a su mujer Golde si lo quiere, ella contesta: “Por veinticinco años he lavado tu ropa , cocinado tus comidas, limpiado tu casa, engendrado tus hijas y ordeñado la vaca; ¿Por qué hablar de amor ahora?” Claro, cuando el matrimonio ha sido arreglado por los padres el pobre tiene todo el derecho a preguntarse si su mujer lo ama ¿O no? Ya no se qué pensar. Una querida amiga me contó que, en un viaje a la India, tuvo oportunidad de visitar a una pareja de ancianos, amigos de su hermana quien vivía allí temporalmente. Aunque los ancianos se habían casado por arreglo de las familias, mi amiga quedó simplemente asombrada por el evidente cariño que la pareja mostraba al cuidar detalles domésticos que sólo tenían por fin el bienestar del otro.
Hace poco conté mi usual chiste malo en una mesa de amigos lejanos, en el extranjero: “mi mujer es bonita, inteligente, gana buen dinero y cocina delicioso; si me amara sería perfecta”, dije. Todos rieron, celebrando el chascarro, salvo un colega grandote, de ojos cansados y hombros que mostraban el paso de los años. Sin enojo pero con firmeza comentó que lo que yo planteaba era una chorrada, que las inseguridades en el amor eran mala fuente de bromas: “No tienes derecho a dudar de ese cariño después de treinta y cuatro años”, apuntó. Por alguna razón me acordé de la acotación de una amiga – esposa de un amigo muy compinche – al comentar nosotros acerca del pololeo de juventud de su marido con una presidenta de la república. “Pocas pueden decir que le ganaron a la presidenta”, nos dijo sonriente; “fui yo quien me casé con él”.
Complicada cosa esta del amor maduro. O tal vez no. Tal vez es simplemente que la vida en pareja está llena de recovecos, detalles, ambigüedades y ternuras incompletas. O puede que – como ahora me canta Ella en la tercera repetición del CD – “me estoy poniendo sentimental por ti”. Por eso tengo una foto de mi mujer en la pared frente al escritorio donde escribo; porque allí, junto a los hijos, los Beatles, la Romy Schneider y el Che, su imagen me recuerda que la difícil búsqueda del Bello Sino tiene amores que ayudan. Feliz Navidad.