La Realidad del Pueblo Mapuche en el Chile del Bicentenario

  • 13-08-2010

Qué duda cabe, nuestro mundo se encuentra pletórico de contradicciones y manipulaciones comunicacionales acerca de todo. Por ejemplo, es curioso que ciertas agencias estadounidenses emitan, cada cierto tiempo, pomposos documentos donde se identifica ante el mundo el nombre de los gobiernos que favorecen el terrorismo. Eso sí, omitiendo cualquier referencia al inmenso terror que desencadena cada nueva invasión norteamericana. Igualmente curioso es que singulares instituciones privadas de ese país hagan lo propio en relación a los derechos humanos, con poco simulado énfasis en el devenir político venezolano y, ciertamente, en el caso cubano, aunque jamás exhiban un ápice de preocupación por las violaciones sistemáticas que continúan ocurriendo en el reducto norteamericano de Guantánamo. También es curiosa esa denodada preocupación de la cultura de derecha criolla a la hora de erguirse como protectora de la vida del no nacido (preocupación que, dicho sea de paso, este humilde pensador comparte, aunque en modo alguno por suscribir semejante realidad cultural), sin que tal manifestación vaya acompañada por un respeto irrestricto a la vida de los ya nacidos, sobre todo cuando éstos en algún momento cuestionen las privilegios ancestrales de la élite. Finalmente, es curioso que todos aquellos que en algún momento criticaron y se levantaron en armas contra el sistema político que les tocó vivir y, por derivación, contra la minoría de turno que detentaba el dominio de los demás, hayan sido inicialmente rotulados como revoltosos, antisociales y hasta terroristas, si bien con el correr del tiempo sus ideales alcanzaron cierta admiración popular, al punto que los grupos dominantes terminaron por concederles reconocimiento histórico y social; verdaderos héroes nacionales de origen públicamente espurio, que luego, a fuerza de presiones sociales, son finalmente reivindicados, siendo un buen ejemplo de ello lo ocurrido con Manuel Rodríguez.

En un escenario de tantas curiosidades y paradojas, la mayoría de las cuales, lamentablemente, pasan del todo desapercibidas para el grueso de la población, me resulta  gratamente necesario dedicar algunas líneas a un tema que en estos días se encuentra muy en boga en la intelectualidad chilena, y que es, tal vez, uno de los asuntos que amerita más tiempo y preocupación, no sólo por estar directamente conectado a la historia nacional y hallarnos en el bicentenario de la supuesta “independencia”, sino también porque en torno a él se desenvuelve toda una vorágine de ideas complejas, algunas espontáneas, otras deliberadas; en ocasiones verídicas, en otras francamente carentes de todo sustento; todo lo cual contribuye a que la lectura social que se realiza de él suela estar henchida de contradicciones y apatía. Desde luego, me refiero al hecho histórico mapuche.

El pueblo mapuche ha sido tema recurrente en nuestros libros de historia. Desde el primer encuentro bélico con los españoles en la batalla de Reinohuelén (1536), pasando por Curalaba (1598) e incluso al momento de escudriñar las raíces del ímpetu guerrero exhibido por los militares chilenos en la Guerra del Pacífico (1879-1883), son muchos quienes recurren a establecer toda clase de orgullosos vínculos con la cultura mapuche. En honor a la verdad, se usa y abusa de tales vínculos, al extremo ignominioso que en ocasiones algunos han llegado a hacer inusitadas gárgaras con los mismos, mientras que más de algún político, incluso algún dictador, se ha sentido tentado a recurrir a la utilización propagandística de alguna expresión cultural mapuche, como cuando Pinochet explicitaba su éxtasis espiritual cada vez que oía las declamaciones poéticas de cierto infante mapuche que a fines de los setenta visitara cuanto programa televisivo había, del canal nacional o no, en todo caso destinado a barrenar eficientemente los cerebros de las clases dominadas.

Sin embargo, en un contexto semejante llama profundamente la atención que mientras redacto estas reflexiones, siendo agosto de 2010, una treintena de mapuches se encuentren en huelga de hambre hace ya cerca de un mes, sin que los medios de comunicación nacionales otorguen, siquiera, algunos segundos diarios a la alarmante posibilidad de que miembros de la raza originaria más mencionada por los libros de historia, pudiesen fenecer, sin mencionar la casi total displicencia del gobierno actual, cuyas autoridades simplemente se han limitado a “tomar palco”. ¿Qué hay detrás de tan flagrante contradicción?

Un viejo proverbio reza que “la historia es escrita por los vencedores”. Pues bien, suscribiendo lo señalado, afirmo sin temor a error que el caso mapuche no ha sido la excepción, pues, si bien los mapuches han dado muestras más que contundentes acerca del carácter vigente de su lucha, razón por la cual, cuando mucho, la derrota es parcial y transitoria, lo incuestionable es que son los no mapuches de élite quienes hoy por hoy ocupan los sitiales del poder real. Sin embargo, previo a profundizar en este planteamiento, es indispensable cierta precisión conceptual y nominal.

En rigor, la historia la hacemos todos, diariamente, con las magnas acciones que involucran a millones, pero también con las minucias individuales. Todo ello genera un consistente entrelazado compuesto de infinidad de hebras históricas. Incluso hay quienes, en una postura claramente conservadora, han sostenido que la no acción consciente, como la protagonizada por Gandhi, puede llegar a constituir un hecho histórico con consecuencias para millones de seres humanos (Véase: Herrera, H. Dimensiones de la Responsabilidad Educacional. Universitaria, Stgo, 1986, p. 47 ss.). Tal es, pues, el tejido de la historia al que todos contribuimos. Sin embargo, una cosa es la historia en cuanto quehacer humano, y otra muy distinta la intención del historiador de escoger secciones de este quehacer con el fin de registrarlos e interpretarlos, con lo cual se configura la historiografía.

Siendo así, lo que realmente ocurre es que, si bien todos, mapuches incluidos, realizamos y aportamos a cada instante nuestras hebras históricas, sólo unos pocos las escriben, y menos aún es el número de quienes logran publicar e instalar socialmente sus elaboraciones historiográficas. ¿Por qué? La respuesta es simple y la hallamos en la reformulación del viejo proverbio mencionado más arriba: la historiografía es elaborada por los vencedores o, al menos, con su anuencia. Quien no ajuste su producción a la visión de los vencedores, simplemente estará condenado a languidecer al margen de los medios aprobados por la élite.

Sólo la consideración de las precisiones anteriores posibilitará a mis conspicuos lectores la cabal comprensión de algunas singulares interpretaciones historiográficas relacionadas con el pueblo mapuche. De seguro, por ejemplo, todos recordamos los programas escolares, los textos de estudio y las palabras docentes referidas al “Desastre de Curalaba”. Pues bien, si este hecho histórico hubiese sido abordado por un historiador mapuche, o por un “huinca” sistémicamente contestatario, seguramente escribiría sobre “La Gran Victoria de Curalaba”, pues, como de seguro todos sabemos, lo que por entonces ocurrió fue un triunfo mapuche que implicó la muerte en batalla del gobernador invasor Oñez de Loyola, más la posterior destrucción de una serie de villas hispanas del sur. De igual manera es meridianamente claro que la denominación historiográfica “Pacificación de la Araucanía”  no fue creada por mapuche alguno, pues, de haber sido así, el nombre sería “Usurpación de la Araucanía”, o, “La Matanza del Pueblo Mapuche”. En efecto, ante la posibilidad de que alguien no hubiese reparado en tal aberración históriográfica, téngase presente que desde el gobierno de José Joaquín Pérez con Cornelio Saavedra, y más tarde con Gregorio Urrutia en tiempos de Santa María, lo que hizo el Estado de Chile no fue otra cosa que matar mapuches y arrebatarles sus tierras. No obstante, cuando en la actualidad el pueblo mapuche discurre o acciona con el objetivo de avanzar en la recuperación de lo perdido, inmediatamente el Estado chileno reacciona violentamente, e incluso emplea fuerzas policiales financiadas por todos los chilenos, supuestamente de todos los chilenos, transformándolas en guardias privados de unos cuantos terratenientes cuyos antepasados se vieron beneficiados al recibir lo usurpado.

Luego de lo señalado, ¿acaso alguien podría dudar que la casi nula cobertura mediática de la huelga de hambre mapuche, así como también los  interrogatorios policiales a que han sido sometidos niños de esa etnia y, finalmente, la aplicación de la ley antiterrorista  para este heroico y curtido pueblo, no son sino algunos ejemplos del accionar propio de una élite vencedora que, más allá de las apariencias, lo controla todo? Acaso alguien pondrá en duda la afirmación según la cual cuanto haga el pueblo mapuche por recuperar lo propio será necesariamente mal calificado por la futura historiografía? Existe alguna vía de reivindicación historiográfica para la injusta opinión ya instalada? Alguna vez concluirá el utilitarismo potentado de servirse de la cultura mapuche con motivos ulteriores de tipo historiográfico-comunicacional, sin que jamás atienda real y genuinamente las penurias de la Araucanía…?

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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