Hombres de ojos profundos

  • 23-08-2010

Quienes hayan tenido la experiencia de estar en una mina subterránea entienden que se trata de otro mundo con otros hombres. Fue el legendario “Pulpo Simián”, para los fanáticos del fútbol o el ingeniero el minas de la Universidad de Chile y ex presidente de Corfo, Eduardo Simián Gallet, uno de las figuras más importantes de la minería en la Historia de Chile, quien me motivó para que fuera a ver con mis propios ojos de reportera, la situación de la mina de carbón de Schwager en Coronel, y con esa experiencia escribir el artículo demandado por mi editor sobre la situación de las minas de carbón de la octava región en 1994.

El ingreso a la mina requería de múltiples protocolos y se me impuso que debía vestir y calzar todas las prendas que ellos me entregaron que, por cierto, no eran para una mujer. Quizás la finalidad de este camuflaje minero era la de confundir a la mina, que se sabe son celosas con las féminas. De madrugada, partimos hacia el pique recorriendo la costa sureña donde algunas mujeres y niños del lugar recogían algas marinas desde la playa, otro de los escasos modos de ganarse la vida en una de las zonas más pobres de nuestro país y que luego vendían por dos pesos a los japoneses.

La entrada al pique era enorme y dentro de un ascensor descendimos los 900 metros de profundidad. Para mi asombro, adentro de la mina, allá en lo profundo, había camionetas, maquinaria y múltiples túneles en varias direcciones en medio de un movimiento incesante de hombres de rostros tiznados. Hombres de ojos profundos, delineados perfectamente por las incrustaciones de finísimas partículas de carbón en la línea de sus pestañas que los hacían verse aún más luminosos.

Los tres kilómetros por los que nos internamos hacia donde se extraía el mineral, los hicimos en camioneta y luego a pie. Eran tres kilómetros que estaban bajo el lecho del mar y donde el túnel se iba haciendo cada vez más estrecho. Allí entendí porqué habían dispuesto que llevara tantas capas de ropa. A medida que  traspasaba las compuertas que controlaban el sistema de ventilación, íbamos dejando junto a mi guía, chaqueta primero, chaleco después, porque el calor se iba haciendo cada vez más insoportable. Comprendí entonces que ése era un lugar reservado para hombres cuando al llegar al frente me los encontré a torso desnudo, incluso sólo en calzoncillos, recostados taladrando la roca negra.

Un mes más tarde, se produjo una explosión de gas grisú en la que murieron 21 mineros. Volví a Coronel  a enterrarlos y  junto con ellos, a toda la historia de tantas generaciones de “viejos” que ahora quedaban en el desamparo con el cierre de Schwager. Luego vendrían los fallidos intentos por reconvertirlos en lo que no eran: en hombres de arriba.

Durante un par de semanas, mis ojos permanecieron delineados por el carbón, pero mi corazón quedó para siempre marcado por la experiencia. Había tenido la posibilidad de conocer otro mundo habitado por hombres de ojos profundos, del mismo tipo de los que se encuentran hoy a más de 680 metros de profundidad.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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