El Rescate

  • 12-10-2010

Los terremotos y otras tragedias como la que sepultó a 33 mineros en el norte suelen provocar estados de alta conmoción social en que a los chilenos nos parece descubrir  identidad y destino común cuando, en realidad, somos uno de los países de mayor contraste cultural y abrupta estratificación.  Como se sabe, no somos una nación que comparta lo mismos hábitos, ritmos y sabores tan propios de otros lugares del mundo, a pesar de las profundas distancias socioeconómicas e, incluso, contrastes étnicos. Más que identificarnos, la cotidianidad nos hace marcar diferencias entre  unos y otros por la forma de hablar y vivir. Seguramente en ello influye nuestra larga y contrastada geografía y las muy disímiles actividades que se realizan si se vive en el norte o el sur; en la Cordillera o en la costa.

Nuestras grandes efemérides nacionales en lo que más devienen siempre es en borracheras patrioteras y excesos catárticos que más bien contradicen la idea de una genuina chilenidad.  Carecemos de verdaderos hitos republicanos como los que existen en otros países  muchas veces de más corta data que el nuestro.  Cruzados como siempre por profundas rivalidades, no reconocemos siquiera los mismos padres de la Patria,  líderes políticos o intelectuales que, nos gusten o no, nos han marcado rumbo a todos. Quizás en esto radique la causa se aquel majadero recurso de reconocer las glorias de nuestro Ejército o Fuerzas Armadas en las mismas fechas de nuestro Aniversario Patrio. Celebración que abunda en marcialidad y despliegue bélico, pero que carece, de tanto contenido como las propias fondas dieciocheras. Por sus uniformes prusianos, unas, como por los bailes y vestimentas que siempre en las ramadas, por ejemplo,  se imponen sobre los que atribuimos como populares.  Lo hemos repetido una y otra vez: las grandes “glorias” castrenses son sólo esa seguidilla de masacres contra nuestra propia nación y en las que se llegó al extremo de bombardear  la sede del Palacio de Gobierno.

El terremoto, del maremoto y el rescate de los mineros le han dado este año una magnífica oportunidad a quienes nos gobiernan de invocar los nobles sentimientos del país y teñirlo de norte a sur con los colores de nuestro pabellón. Toda una parafernalia comunicacional con las mismas consecuencias habituales: provocar  la solidaridad que siempre exudan los más humildes, despertar a una que otra conciencia dormida, pero confirmar también lo de siempre: la insensibilidad de los que más tienen y su pertinaz afán de lucrar política o económicamente incluso de estas desgracias.

Aunque sin éxito, es claro que las autoridades y los medios de comunicación adictos se valieron de los acontecimientos de la mina San José para ignorar la huelga de hambre y las demandas mapuche hasta que la presión internacional, la acción del periodismo independiente, como  el temor a un desenlace fatal hizo reaccionar a los gobernantes y conceder un avenimiento que era francamente poco factible en un gobierno de derecha, más aún cuando sus antecesores de la Concertación desoyeron sistemáticamente el clamor de la Araucanía. Es evidente que el Ejecutivo no podía llegar a un final feliz y glamoroso teniendo pendiente un conflicto social y cultural de tanta envergadura. Por lo que siempre habrá de reconocerse que los mapuche lograron avances en  su lucha gracias a su pertinaz movilización y coraje para resistir más de 80 días en huelga de hambre, pero también al propósito oficial de que nada enturbiara la fiesta del Rescate.

La tragedia que sepultó a 33 mineros por más de dos meses quedará inscrita entre los grandes hitos de nuestra historia, con la cualidad de hacer concitado el interés de todo el país y del mundo. Todos los chilenos podemos sentirnos orgullosos de la proeza de penetrar más de 500 metros de roca para rescatar a los sepultados. En un esfuerzo que honra a nuestros ingenieros y técnicos; que habla de lo mejor de nuestra condición humana y que, sin duda, reconoce en las autoridades su enorme cuota de tenacidad para lograr el cometido. En un logro que supera con creces nuestros modestísimos triunfos deportivos o artísticos, por los que se acostumbra a volcar aspaviento y jolgorio desmedidos.

No se puede ser mezquino con el Presidente Piñera y sus colaboradores. Su desempeño ha sido notable en este caso y hay que reconocerlo sin remilgos políticos. Sin embargo, ya estamos en presencia de extremos mediáticos y aprovechamiento político que amenazan con la celebración colectiva que merece este acontecimiento. No vaya a ser cosa que el abusivo marqueteo conspire finalmente contra la popularidad alcanzada por el Presidente y algunos de sus ministros. Lo que se explica de gran manera en su buen desempeño en este particular episodio.

Nuestra esperanza más bien radica en la posibilidad que el Gobierno se sensibilice con la situación de los mineros y trabajadores explotados en todo el país y que todos los días corren riesgos y aflicciones por la precariedad de sus ingresos y condiciones de trabajo,  la voracidad de la clase patronal o la indolencia de un Estado llamado a supervisar las tareas productivas, procurando más equidad en un país tensionado y con serios riesgos en su convivencia por la injusticia social y la impunidad de quienes se enseñorean en la economía, la política y en lo que se transmite por los grandes medios de comunicación. En un país que se presume  democrático, pero en el que, ciertamente, no existe diversidad informativa ni organización ciudadana. Como tampoco  un esfuerzo sincero por la igualdad y el rescate cultural manifestado en nuestra raíces históricas, el aporte de nuestras naciones fundacionales y la creación intelectual de tantos chilenos y chilenas ignorados por las ideología e intereses hoy dominantes, o francamente tergiversados por los cronistas e historiadores oficiales.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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