Con el alma en el cuerpo

  • 15-10-2010

Al escribir esta nota, los 33 mineros atrapados en la mina San José se encuentran a salvo. La emoción de verlos salir desde las profundidades de la tierra sigue conmoviendo. Muchas lágrimas se han derramado.  De alegría.  De saber que lo que comenzó hace 70 días llegó a un final feliz. Y que para muchos de los atrapados empieza una nueva vida. Aunque todos ya son personas distintas a las que eran ese aciago 5 de agosto de 2010.

Los especialistas en impacto mediático calculan que mil millones de personas vieron lo que ocurría en la ríspida zona de Copiapó. ¿Cuántas lágrimas se habrán derramado alrededor del mundo? La emoción también está globalizada. Pero acontecimientos de esta magnitud hacen aflorar diversas facetas del ser humano.  Muchas más que las emociones. Sobre todo si se trata de un hecho que no tiene parangón en la historia de la Humanidad. Un acontecimiento que justo ocurre cuando la tecnología permite estar en vivo y en directo en las profundidades del socavón. Y que también hace posible un rescate que antes jamás pudo realizarse.

En el futuro vendrán los balances. Ahora todo está cubierto por el manto mágico de la satisfacción. De ver a un país unido tras una causa noble. En que la magnitud de lo ocurrido sacó a la luz los matices más recónditos de los seres humanos. Se vieron pequeñeces y grandezas.  Me quedo con la entereza de los mineros. Con su presencia de ánimo. Con su valor para sobrellevar la certeza de que lo que les había ocurrido a ellos, en el pasado siempre terminó con epílogo fúnebre.

Esta vez no fue así. Y allí hubo personajes como Luis Urzúa (54). Fue el jefe del turno que se encontraba a 700 metros de profundidad cuando el derrumbe selló la mina. Jamás dejó de lado su labor.  Hasta el final estuvo fuerte y seguro.  Y con ese temple y calidad abandonó la mina en el último lugar.

Quedarán para el  balance que viene las diferencias que en algún momento surgieron. Un grupo de trabajadores contratistas se sintió segregado.  Resulta aberrante que las diferencias que impone el sistema económico vigente persistan hasta en los momentos en que está en juego la vida. Eso da la dimensión de lo que ocurre en el mundo del trabajo. En este mundo neoliberal, en la economía global.  La externalización no sólo permite hacer economías a la empresa.  También marca diferencias muy graves entre los trabajadores propios y “los de afuera”. Esta es una práctica discriminatoria que se ocupa en toda la minería, grande y mediana. Empezando por la gigante Codelco.  Los trabajadores de primera, de segunda y de tercera existen.  Los de primera son los propios.  Los otros, externos. Ojalá esta tragedia sirva para alumbrar ese recoveco que maltrata a tanto obrero chileno. Y lo hace de la forma más hipócrita posible.  No es la gran empresa la que paga malos sueldos.  Son las compañías pequeñas que prestan servicios a los grandes.

También podrá hacerse el balance de los costos de esta exitosa tarea.  Cualquiera sea su magnitud, está justificada por salvar vidas humanas. Especialistas en seguridad sostienen que todo el operativo puede haber alcanzado a alrededor de mil a mil quinientos millones de pesos por trabajadores rescatado.  En ese monto están incluidos también los sueldos de los gerentes generales y ministros de Estado que llegaron hasta la mina.  Incluso, el del Presidente de la República, que estuvo tantas veces en el Campamento La Esperanza. Es cierto, no se escatimó en tecnología.  Se buscaron los recursos técnicos donde estuvieran. Pero también hay que decir que Chile es un país de larga y exitosa experiencia minera.  Y quedó demostrado.

Acontecimientos de esta envergadura difícilmente pueden evaluarse sólo desde la perspectiva del éxito del rescate.  Existen, además, beneficios políticos.  Y el gobierno del Presidente Sebastián Piñera ha hecho un trabajo de muy buen nivel en ese sentido. Seguramente los resultados que arrojen las encuestas venideras así lo señalarán. Y también saldrán las comparaciones enojosas.  Posiblemente éstas vendrán de los afectados por el terremoto.  Muchos de ellos sienten que su problema no ha sido tratado con la diligencia que debiera. Y sostendrán que aquí está la prueba.

En fin.  Chile hoy duerme tranquilo.  Con una especie de sopor agradable proveniente del deber cumplido. Tal vez con la convicción de que aparecer en el libro de Récord Guinness tiene alguna importancia. De cualquier manera, me quedo con la última frase que se le escuchó a Luís Urzúa al salir de la mina: “Gracias por lo que hicieron por nosotros.  Y ojalá esto no vuelva a ocurrir”.

¿Un país unido emocionalmente bastará para cambiar la mentalidad de lucro a cualquier precio? Lo último que se pierde es la esperanza.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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