Aunque parezca obvio, en nuestra ciudad deberíamos habitar ciudadanos con plenos deberes y derechos, es decir, con ejercicio pleno de ciudadanía. Sin embargo, desde el punto de vista de la producción del espacio, hay ciertos elementos que impiden esta ecuación.
En primer lugar, la renta del suelo y la producción de vivienda, abandonadas exclusivamente al mercado, inexorablemente están profundizando la característica de segregación de nuestras ciudades.
La situación es tan dramática, que si quisiéramos habitar en el mediano plazo, una ciudad “vivible” para todos los ciudadanos, se hará absolutamente necesaria la intervención del Estado para comprar terrenos en lugares centrales de la ciudad con el objeto de controlar la especulación en los precios del suelo urbano, y para construir vivienda social. Única manera de evitar la expulsión de pobres de los lugares centrales y el consiguiente proceso de segregación urbana.
Otro de los elementos que dificulta la calidad de vida en nuestras ciudades y que impiden nuestro goce pleno de la ciudadanía es la mala calidad, la escasez y la desigualdad del espacio público.
El espacio público constituye uno de los elementos más importantes para la democratización de la ciudad, ya que significa una extensión natural del espacio privado, a veces escaso. Paradojalmente los espacios públicos de mejor calidad y en mayor cantidad están ubicados en los lugares donde habitan los sectores de altos ingresos, quizás los que menos necesitan de los espacios públicos, debido a la holgura de sus espacios privados. Esta irracionalidad (por no hablar de franco clasismo) ha sido producto de políticas públicas permanentes en todos los niveles de la gestión estatal. Por lo tanto, aunque parezca pasado de moda, hay una gran responsabilidad del Estado en mejorar y aumentar los espacios públicos de manera equitativa dentro de la ciudad.
Un tercer factor que atenta contra la construcción de ciudadanía en nuestras ciudades es la proliferación sin medida del uso del automóvil en detrimento del trasporte público. Sabido es que los usuarios del automóvil provocan severas externalidades (contaminación y congestión las cuales no las internalizan, es decir, congestionan y contaminan, sin pagar por ello).
En la medida que son los sectores más pobres los que sufren en mayor grado la contaminación y la congestión, estos fenómenos agravan el problema de segregación urbana. Por lo tanto, el tema del transporte urbano no es una cuestión puramente técnica, ni es posible dejarlo al libre arbitrio del mercado. El desafío es que el Estado genere las condiciones, a través de una agresiva política publica de transporte, para que las clases medias se bajen del automóvil
Estos tres elementos mencionados anteriormente, entre otros, impiden que en la ciudad los ciudadanos ejerzan la ciudadanía.