Confieso que esta columna la escribo con entusiasmo y escepticismo. Entusiasmo, porque luego de más de dos décadas, vuelve a manifestarse libremente por las calles de Chile toda una generación de jóvenes, esta vez en contra de un sistema educacional, que juzgan indignamente desigual, impuesto por una institucionalidad heredada de una dictadura militar, subordinado a las altas esferas del poder económico y legitimado por una clase política, tanto de derechas como de izquierdas, que no los representa. Escepticismo de que se esté creando, por primera vez en nuestra historia republicana, una sociedad civil conformada por actores sociales independientes, capaces de demandar un auténtico cambio institucional.
Es dable pensar que más bien nos encontramos frente a un problema de “percepciones de la ciudadanía”, al que nuestra élite política debiera tomarle peso, como de buena fe planteó hace muy poco un joven columnista de centro-derecha. Si así fuera, bastaría con que los políticos mejoraran el cuidado de las “formas” de ejercer su poder para mantener (o restaurar) en las personas ese “convencimiento de justicia” llamado legitimidad, y que se traduce en el uso adecuado de los recursos o facultades económicas y jurídicas, así como de las estrategias o técnicas de persuasión en las creencias y emociones más arraigadas.
Sin embargo, cuando tal “convencimiento de justicia” ya no existe entre un número importante de personas, cuando éstas “perciben” que son las propias “formas” o reglas del juego las que no responden a sus preferencias o necesidades, entonces el problema ya no es un asunto de “percepciones” al que la clase política debiera poner atención, sino de legitimidad de las reglas. De modo que si estas últimas no se reputan legítimas o justas, porque precisamente no representan las pretensiones de muchos, sino más bien obedecen a los privilegios de unos pocos, es la institucionalidad misma la que debe cambiar.
Contra esto se podrá argüir que tal cambio es innecesario, porque la minimización de la injerencia estatal contra la que actualmente los jóvenes protestan, particularmente en el ámbito de la enseñanza universitaria, es lo que ha permitido proteger la libertad de los individuos en la esfera pública respecto del poder del Estado. Pero tal minimización, ¿acaso no ha dejado un enorme vacío en la esfera privada, donde quienes detentan mayor poder económico condicionan la vida de los que tienen menos poder en la sociedad?
¿Acaso la inversión privada en educación universitaria no ha sido fomentada por un indiscriminado aporte fiscal en detrimento de la educación técnico-profesional? ¿Acaso la formación de técnicos no es necesaria para calificar la mano de obra y, por consiguiente, mejorar los salarios y las condiciones del mundo trabajador? ¿Acaso la desigualdad de recursos económicos no está afectando, dese hace tiempo, el ejercicio de las libertades de los más débiles en el ámbito público, especialmente en lo que respecta a los derechos sindicales y la negociación colectiva?
Si en una democracia constitucional el poder del Estado debe ser limitado para proteger los derechos fundamentales de todas las personas, desde el momento que tales derechos asisten a los más diversos individuos y grupos que conforman el tejido social, por cierto que este cambio institucional –además de realizarse pacíficamente- debe ser promovido por iniciativa de una sociedad civil independiente de los intereses partidistas, que represente la compleja pluralidad de nuestra sociedad. Y no por actores políticos o grupos económicos, que han alcanzado tal nivel de desprestigio por causa de su excesiva contención de poder bajo el alero de la misma institucionalidad, que durante más de treinta años ha operado en función de sus privilegios.
En este sentido, la duda que me asalta es hasta qué punto esta revuelta social, encabezada por los estudiantes universitarios de nuestro tiempo, abrirá las puertas para crear una sociedad civil capaz de reivindicar un cambio institucional, que sea lo más representativo posible para el libre ejercicio de todos los derechos fundamentales: civiles, políticos, económicos, sociales y culturales. Más aún cuando tal ejercicio no sólo conlleva un cuidado de las “formas” por parte del poder político llamado a protegerlos, sino un esfuerzo responsable y serio de voluntad política por parte de quienes los detentan, los ciudadanos.
Sin embargo, soy optimista. Pienso que detrás de los cambios institucionales que demanda nuestra juventud no sólo está presente, en palabras de Max Weber, una “ética de la convicción” o aspiración de los ideales, sino también una “ética de la responsabilidad” o precaución de las consecuencias. Vale decir, no solamente una aptitud para defender los derechos, como el de una educación pública digna y de calidad igual para todos, sino además un conocimiento de los deberes, particularmente de tolerancia, empatía y respeto recíproco, para no alimentar la “excusa perfecta” del poder arbitrario y la tiranía; y así lograr que “la desastrosa herencia de la esclavitud económica”, como dijo el gran pensador Bertrand Russell, deje de dar forma a nuestros instintos y, consecuentemente, las relaciones humanas dejen de contemplarse de este modo.
Sería sea una verdadera ironía de la historia que la misma “sociedad de mercado” del Chile del siglo XXI –impulsada por economistas “neoliberales” durante la dictadura militar, mientras los jóvenes bailaban “Grease” o “Thriller” en las fiestas de toque a toque- desechara nada menos que a la Constitución de 1980 como mercancía política… El fantasma de Schubert y el sonido libertario de sus “Impromptus” insiste en hacerse oír desde el Conservatorio de la casa de Bello.
* Abogado. Egresado de magíster en Derecho Constitucional y Derechos Humanos, Universidad de Talca.