Un niño que ama la astronomía y un adulto maduro que reflexiona sobre el misterio del espacio y el origen y sentido de la vida: Nostalgia de la luz hace un arco perfecto entre esas dos presencias de Patricio Guzmán en el decurso del tiempo, y alcanza una expresión de poesía cinematográfica como pocas veces su obra alcanzó antes. Puede decirse, sin temor a dudas, que se trata de un documental de madurez. Hay hasta un ritmo de la mirada reflexiva, además del hecho de que algunos de sus entrevistados —desde el joven astrónomo hasta el experimentado (sería excesivo denominarlo “viejo”) arqueólogo—, también reflexionan sobre los enigmas que a todos nos implican. Y en medio de esos diálogos, la presencia de algunas mujeres que tesoneramente buscan en el desierto los restos de sus seres queridos asesinados por los militares durante la dictadura de Pinochet. El cielo esconde sus misterios para nuestra “nostalgia”, y la tierra esconde los crímenes de lesa humanidad de un sátrapa y sus huestes.
En los primeros treinta minutos de Nostalgia de la luz, no aparece esta tercera punta de la estrella (la búsqueda de los restos de desaparecidos), y en ese sentido, podría presumir de ser un magnífico material didáctico sobre los increíbles observatorios internacionales construidos en el desierto de Atacama. En esta primera parte se desarrolla la confluencia de dos búsquedas de los “orígenes” de la vida, y como el arqueólogo Lautaro Núñez señala, mientras la arqueología escudriña en el pasado, los astrónomos investigan un pasado “más pasado”. Y en el diálogo con Guzmán, llegan a la conclusión de que las casi dos décadas de dictadura de Pinochet parecen haberse interpuesto, en Chile (“país que no trabaja su pasado”), a la investigación del siglo XIX y anteriores. Ante la mención de la dictadura, Núñez identifica y define de inmediato, refiriéndose a Guzmán: “Tu preocupación y tus ansias” (que él comparte).
Los dibujos rupestres, que hablan del arte de pastores precolombinos, y los observatorios casi fantásticos, que la fotografía y el sonido recuperan de manera espectacular, están en el mismo sitio, una región absolutamente seca y de cielos cristalinos. El trabajo cinematográfico de Guzmán consiste en combinarlas, en buscar el contacto donde no parece haberlo, y lo hace con inteligencia y un implícito “argumento” estético que es la película misma, cómo ésta se desenvuelve persuasivamente. Esa combinatoria incluye la presencia y testimonios de Vicky Saavedra y Violeta Berrios, quienes continúan la tarea que las “mujeres de Calama” suspendieron en 2002 después de una década intensa de labor: la búsqueda, en el polvo y piedras del desierto, de los restos de sus seres queridos desaparecidos que, hoy se sabe, fueron enterrados y más tarde exhumados por los mismos militares criminales, y arrojados tal vez al mar o re-enterrados en lugares inverosímiles.
En un momento, Vicky menciona qué extraordinario sería, para los astrónomos y sus máquinas, la posibilidad de examinar el subsuelo. Es lo que ellas hacen con la ayuda de instrumentos tan primitivos, precarios y eficaces como son sus manos. En una secuencia casi final, Guzmán vincula a estas dos mujeres a la astronomía, mediante el recurso de hacerlas mirar por los telescopios. Sus cabezas, durante tantos años inclinadas hacia la tierra, se elevan por un instante a mirar el cielo para ver allí los “cuerpos celestes”.
La estrella de varias puntas, que es este documental, dibuja o esboza otras más que las mencionadas. Después de mostrar los “restos” del campo de concentración de Chacabuco, y fotos sobre su actividad represora en la dictadura, Guzmán encuentra a dos personajes notables: Luis Henríquez es un sobreviviente de ese campo, y habla de cómo, instruidos por un profesional, un grupo de recluidos consiguieron estudiar astronomía y construir pequeñas máquinas de observación, hasta que los militares prohibieron ese curso, temerosos de que observando a las estrellas, los reclusos consiguieran escapar. Y en verdad lo hacían, metafóricamente, como dice Luis, porque entonces “sentíamos mucha libertad”. El otro personaje es Miguel, un arquitecto que memorizó cada cárcel y campo de concentración en que estuvo, y luego los dibujó en detalle —como dice Guzmán al referir este hecho—, dejando a los militares “estupefactos”.
Otra nueva punta de estrella relaciona actividades diferentes en un hijo y una madre: Víctor, joven ingeniero “hijo del exilio”, y su madre, que se dedica al masaje en cuerpos traumatizados: hubo más de treinta mil torturados, y muchos de ellos, dada la impunidad, encuentran en su mismo pueblo, en su mismo barrio, a los militares asesinos, y esa nueva experiencia vuelve a traumatizarlos. Y el ejemplo de Valentina, hoy astrónoma, secuestrada cuando tenía un año de edad, quien se alegra al fin al sentir que sus pequeños hijos no tienen “fallas de fábrica”.
En realidad, y no de ahora sino desde hace varias décadas, las “preocupaciones y ansias” de Patricio Guzmán se centran en el tema de la memoria. Un país que, como Chile, ha cultivado el olvido y la amnesia colectivas, necesita que le recuerden constantemente su historia, y los documentales de Guzmán lo han venido haciendo con gran consistencia y variando o modificando, en cierta medida, su estética. En Nostalgia de la luz, un aporte a la estética fílmica la ofrece la presencia de los inmensos telescopios de los observatorios del Paranal, Gémini y la Silla, que han descubierto y fotografiado el “agujero negro” al centro de la galaxia, o planetas fuera del sistema solar, y que parecen inventos de ciencia-ficción. Esos seres gigantescos mecánicos y de óptica, son los que le entregan a las imágenes (a veces jugando con sencillos efectos especiales) una sensación de abismo, de grandeza cósmica ante la cual somos simples entidades frágiles. Ante ese espectáculo, la película “baja a tierra” y encuentra su significación en las áreas aparentemente mínimas de la reconstrucción de la memoria, del testimonio sobre la vesania de una época que nunca debió suceder como lo hizo. Como todo es relativo, lo aparentemente mínimo es, para muchos, lo más importante.
El cine es un arte de combinaciones, y dentro de esas combinaciones, de búsqueda de la armonía. Nostalgia de la luz lo confirma y lo consigue. Es cine para ver y a la vez para contemplar, para dejarse impresionar y para reflexionar. Cuando se alcanza esa medida, puede hablarse de madurez expresiva, artística. Se cierra aquel arco que une al niño y al joven extasiados por el misterio del espacio y el atractivo de la ciencia-ficción, por un lado, y por otro el hombre adulto que vivió hasta ahora con ese niño y ese joven en su interior, y con los años tuvo experiencias que no le permiten dedicarse a la ficción pura en desmedro de la historia. Ni pensar la historia como un simple y desnudo testimonio del horror.