Mi madre me cuenta de cuando era pequeño e íbamos a ver películas a un cine de barrio. Buena parte de ellas, o tal vez las que más recuerdo, eran de cowboys: Randolph Scott, Alan Ladd o Audie Murphy son los nombres de los actores que he retenido en la memoria. Según mi mamá, los pasillos del cine pronto se llenaban de chicos que, tendidos boca abajo, simulaban disparar tal como hacían los héroes en la pantalla. Entusiasmado, yo le preguntaba a ella si podía “meterme en la pelea”. Con su permiso terminaba en el piso juntando las manos simulando un revolver y participando como un extra más en la película. De vuelta en casa mi imaginación trabajaba a todo trapo tratando de conseguir los elementos para reproducir la historia que había presenciado tan vívida en la pantalla. A veces era muy sencillo, pues los calzoncillos, un arco y flechas caseras me convertían fácilmente en un joven indio. Pero la imitación de los personajes tuvo un bache inesperado cuando mi afán de imitar a los tres mosqueteros me llevó a cortar en dos el ponchito que me habían regalado mis padres; con cada mitad fabriqué un cobertor más angosto que, con un tajo para pasar la cabeza y con un cinturón que sujetaba la espada de madera, se convertía en un peto como los usados por D’Artagnan y sus compinches. Hasta ahí llegó la historia.
Cincuenta años después las cosas se han sofisticado. Con mis hijos hemos recorrido los lugares de Los Beatles en Londres y Liverpool y entramos a todos los Hard Rock Cafés para ver las guitarras originales de nuestros músicos favoritos. Pero lo más interesante es la búsqueda de lugares de películas, ya que visitarlos significa recrearlas con nosotros de protagonistas. Así, el Lincoln Memorial en Washington se transforma en la escena final de la versión moderna del Planeta de los Simios, y la Reflecting Pool situada al frente es el sitio del encuentro de Forrest Gump con su amada. Cierto café situado en el parisino Montmartre es el lugar donde acudía Amelie, y el Katz’ deli de New York es donde Meg Ryan finge un orgasmo frente a Billy Cristal para mostrarle que las mujeres pueden hacerlo sin realmente sentirlo (recordará usted el comentario de la señora que, en la mesa vecina, ordena al mozo que le sirva “lo mismo que le sirvió a ella”).
Pero nunca me había ocurrido que un lugar que suelo visitar cuando puedo se transformase posteriormente en el ambiente de una escena de una película que sin duda se hará clásica. Durante los ochenta, razones profesionales me hicieron pasar por París con cierta frecuencia. Allí, la búsqueda de buenas librerías en español me llevó a caminatas recurrentes por la calle del Señor Príncipe, cercana a la estación Odeón del Metro. Ya en este siglo, mi hijo mayor – que estudiaba en París con su mujer – y yo, encontramos un restaurante en esa misma calle, el que pronto se transformaría en visita obligada cuando vuelvo por esos lados: el Polidor. Nos gustó por su excelente comida tradicional (a un precio no excesivo) y el ambiente sencillo e imponente de principios del siglo XX: mesas largas de madera, compartidas, con un bar vetusto que hace también las veces de caja. Pues bien, es precisamente allí donde Woody Allen provoca el encuentro de ficción entre el joven norteamericano aspirante a escritor y Ernest Hemingway, como parte de la trama de su recientemente estrenada Medianoche en París. Esta vez no es necesario visitar el lugar para sentirse protagonista; tengo muchas fotos en el Polidor, sólo y acompañado, y me he servido el boef bourguignon y provenzal, el paté de campo y la tarte Tatín. En los viejos tiempos eran dos platos por doce euros (entrada o postre y principal; con mi mujer pedíamos cruzado y compartíamos). La última vez ya era un plato por once euros, pero sigue siendo una maravilla. Si quiere otra referencia, saque de su biblioteca 62 Modelo para Armar, de Cortázar, y verá que el Polidor pone el ambiente en las primeras páginas (como me hizo notar un querido profesor). Y lo descubrimos antes que Woody Allen.