La partida educacional del Presupuesto aprobada por el Congreso Nacional es expresiva de la distancia que media entre la clase política y el pueblo chileno. Después de 6 meses de multitudinarias manifestaciones, el Gobierno de Piñera terminó imponiéndose caprichosamente sobre las demandas populares. Tal como los grupos fácticos que se enseñorean en la educación se impusieron sobre el Ejecutivo y Legislativo a fin de perpetuar el afán de lucro en todos los ámbitos de la enseñanza, convencidos ideológicamente de la necesidad de una formación profesional y técnica que discrimine entre ricos y pobres. Rindiéndose ante un sistema que reconoce como necesarias las desigualdades para perpetuar un modelo socio económico que requiere de mano de obra barata, cuanto de una población que permanezca en la incultura, acotada a su condición de simples consumidores, más de de ciudadanos conscientes y libres.
Aunque la presión popular logró “sensibilizar” a algunos parlamentarios, en definitiva se impuso el lobby de los grandes grupos de presión, de las universidades privadas y de los sostenedores de colegios. Además de la influencia que en todo momento ejercieron los medios de comunicación uniformados con el sistema , que no trepidaron en desacreditar las manifestaciones, denostar a los dirigentes estudiantiles y horadar con sus críticas el prestigio de las universidades tradicionales, cuyos niveles de excelencia superan con creces a todas las demás. En último momento, el Gobierno no vaciló en organizar reuniones y ofrecer agasajos a los parlamentarios independientes, logrando que alteraran su postura inicial a fin de aprobar su Ley de Presupuesto y sepultar, por ahora, las demandas de gratuidad y calidad a todos los niveles de la educación.
Desde el momento que la solución quedó enclaustrada en el arreglo político partidista, los rectores, los profesores, los estudiantes universitarios y secundarios perdieron liderazgo, debiendo reconocer ahora que quienes apelaron al diálogo y la desmovilización cometieron un grave acto de ingenuidad, por no asumir todavía que el régimen institucional que nos rige poco y nada tiene de democrático, casi nada de representativo y menos todavía de participativo. De pronto, muchos olvidaron que las cándidas invocaciones al diálogo en definitiva siempre han servido para mitigar los necesarios conflictos y traicionar las demandas populares. Tal como ha venido sucediendo en las últimas dos décadas con las reivindicaciones de los mapuches, de los propios estudiantes o ese cúmulo de demandas por superar la impunidad, la Constitución de Pinochet y las brechas escandalosas de la distribución del ingreso.
No sabemos si ésta se constituirá en la última frustración colectiva, pero de lo que estamos ciertos es que, con esta nueva burla al pueblo, lo que se abre es un nuevo escenario de confrontación que le dejará cada vez menos espacio a los incautos y a esa impostura disfrazada de ponderación y finos modales que suelen seducir a los timoratos. Las movilizaciones del próximo año sin duda tendrán en cuenta los comicios municipales de octubre que podrían marcar la debacle total el prestigio ya tan alicaído de Gobierno, de los políticos en general, sus colectividades y organismos títeres que, como la CUT, vienen traicionando los anhelos de la gran mayoría de los chilenos.
La clase política en su conjunto le ha dado un portazo enorme a las afligidas y endeudadas familias chilenas que observan cómo siguen afectadas las oportunidades educacionales de sus hijos. Pero el bochornoso debate parlamentario le permitió a país comprobar la mediocridad de sus pretendidos representantes en La Moneda y el Parlamento. Al mismo tiempo que aquellas magníficas jornadas de protesta forjaron conciencia social, voluntad ciudadana y la creciente convicción de que los grandes cambios no derivan del conciliábulo sino de la lucha sin claudicaciones.