Don Julio

  • 01-02-2012

Vengo a decirles a los hijos de don Julio Subercaseaux el notable privilegio que me reportó haber compartido con él, por tan largo tiempo, tantas y tan variadas experiencias de vida, fundamentalmente en lo que fue la etapa de una formación,  tanto cívica como personal. Al rendirle este homenaje esta tarde, no me aparto tampoco de los lazos de profundo afecto y respeto que siempre estuvieron presente en la historia de su familia y la mía. Así, a la muerte de mi abuelo Armando Jaramillo, fue su tío, don Luís Aldunate, uno de los más destacados oradores fúnebres. Y, cómo no recordar hoy, las sentidas y hermosas palabras que don Julio pronunciara en el cementerio a la muerte de mi padre, las que como una oración repaso con frecuencia.

Pero ¿ quien y que nos representó don Julio?

Aparte de haber  sido el más próximo y leal compañero de ruta de mi padre a lo largo de toda una vida, y de haberme honrado con su amistad,  puedo decir, y estoy seguro que interpreto a muchas personas, que por años fue para nosotros un verdadero guía, un líder a quien seguíamos con asombro porque nos deslumbraba su manera de pensar, su elocuencia, su palabra elegante y a la vez sobria, su estilo de expresarse que nos remontaba a otros tiempos y nos conectaba con lo mejor de las virtudes cívicas de nuestro país, en medio de un contexto de permanentes crisis que hacían que todo lo que teníamos apareciese como frágil, y en que todas nuestras certezas, las cosas que creíamos más firmes y seguras, comenzaban a ponerse en duda, a cuestionarse, a resquebrajarse. El mundo se nos hacía sensiblemente más inseguro, y en medio de ese escenario, don Julio se erguía ante muchos de nosotros como un referente, alguien que nos hacía ver que las estridencias del presente son más efímeras y falsas que los verdaderos valores morales y cívicos de siempre, y que nuestra primera misión como ciudadanos es conservarlos y proyectarlos.
Participó activamente en iniciativas tan relevantes como el Acuerdo Nacional de 1985, antes en la creación de la Alianza Democrática y luego en la fundación del Partido Por la Democracia, por mencionar algunas; en todas ellas puso su estilo singular y les imprimió un inconfundible sello republicano, acrisolado en lo mejor y más noble de nuestras tradiciones. Ajeno por completo a las consideraciones menores, pequeñas, subalternas; don Julio entendió que la política era una forma de expresar el amor a la patria y, por eso, requería que a ella ingresasen espíritus limpios, imbuidos de una alta moral, con capacidad para emprender tareas grandes que fueran allanando la posibilidad de un destino ancho y digno para todos los hijos de esta tierra.

Con él se va parte de un tiempo, de un mundo -el de mi generación-, que fue de promesas y esperanzas. También de frustraciones y desencantos, ¡ no puedo ocultarlo! Convivir con don Julio, en todo caso, en esos años más bien sombríos de nuestra historia reciente, fue siempre una experiencia luminosa, llena de cosas interesantes; era como asomarse a la cultura universal, a la historia de Chile, al debate ancestral de las ideas que han configurado nuestro mundo; era literalmente interactuar con lo más selecto de nuestro acervo cultural, y salir siempre renovado, siempre con una enseñanza nueva, siempre con algo valioso para enriquecer la vida, no sin reconocerle también un descollante sentido del humor que salía a relucir a través de un apretado y fingido hablar engolado. En su visión la política también se articulaba con las manifestaciones más excelsas del espíritu humano, por eso era un hombre que manejaba la filosofía tanto como las ciencias sociales, que discurría con soltura en materia de literatura, de poesía, de arte. Sus opiniones nunca eran estrechas ni superficiales, mucho menos vulgares, porque hundían sus raíces en un sustrato complejo de cultura, de conocimientos y de experiencia humana. Él ejerció en nosotros un verdadero magisterio, caracterizado por el espíritu humanista, la inclinación a la controversia civilizada, la democracia, la libertad, la solidaridad, el anhelo de justicia y el amor a Chile, que en muchos sentidos ha marcado de manera indeleble nuestras existencias, y explica en buena medida lo que somos hoy.

Julio Subercaseaux fue de los pocos, “escasos” los llamaba él, que advirtieron tempranamente que en nuestro país se estaba fraguando un modelo de sociedad y un sistema ajenos a nuestras tradiciones y poco respetuoso por el pasado. Nunca perdió la fe en que un destino mejor era posible, en que Chile debía finalmente hallar un cauce que se aviniera a sus más profundas tradiciones libertarias. En este empeño mostró uno de sus rasgos más acusados y sobresalientes, el de la virtud de la generosidad, que lo hacía compartir sus experiencias y visiones de Chile con las generaciones más jóvenes y emplearse a fondo en la materialización de propuestas.

También, hay que decirlo fuerte, era un hombre que hizo de la rectitud, de la integridad y del sentido del servicio público valores articuladores de su vida pública y privada. En él siempre fueron valores auténticos,  en los que realmente creía, y no adornos vacíos o imposturas baladíes de convergencia.

En algún sentido, la partida de seres humanos como don Julio nos deja con una sensación intensa de orfandad.
Por ello, desde este valle, a veces de alegrías, a veces de lágrimas, elevamos nuestras atribuladas preces al Dios Todopoderoso para que tenga siempre a nuestro don Julio en su Santo Reino.

Descanse en paz,   dilecto amigo.

***Texto del Discurso pronunciado por el abogado Armando Jaramillo Lira en las recientes exequias de Julio Subercaseaux Barros

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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