La democracia ahogada

  • 01-04-2012

Hoy se acepta a la democracia como una aspiración universal pese a que gran parte de la humanidad ni remotamente vive bajo este régimen, así como bien poco la practican tantas naciones que la proclaman en sus lineamientos institucionales. La Organización de Estados Americanos (la OEA) tiene a la democracia como una condición que deben acreditar los países que la componen, aunque todos sabemos que en la disparidad política de nuestro continente son muy pocos o ninguno los que cumplen con ello de que la democracia es el “gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, como lo definiera Abraham Lincoln.

El autoritarismo y las graves discriminaciones siguen presentes en la vida de nuestras naciones, al mismo tiempo que en procesos eleccionarios que debiera expresarse la soberanía popular sabemos que cada una de nuestras sociedades éstos siguen manipulados por el poder del dinero, de los medios de comunicación y los llamados poderes fácticos. Tales como el gran empresariado, las FF.AA, las iglesias, o las propias zancadillas consagradas en nuestras legislaciones para restringir la representación ciudadana y la posibilidad de que en algunas materias el pueblo participe directamente en las decisiones. Esto es, sin la intermediación de los partidos y los políticos.

En nuestro país, las limitaciones son tan desmedidas, cuanto no sabemos, a ciencia cierta, si vivimos en una dictadura remozada ( conforme al legado de la Constitución que nos legara Pinochet),  o en un régimen híbrido que contempla elecciones periódicas pero con marcos legales muy vigilados por las  ideologías que el propio autoritarismo y tales instancias fácticas nos impusieran. El binominalismo en la elección del Poder Legislativo, la escandalosa inequidad en el ingreso y el acceso tan desigual a la educación son las más flagrantes muestras de los obstáculos consagrados a la libre y bien informada determinación ciudadana. Pero también hay que considerar nuestra inferioridad democrática en el hecho de que existe un conjunto de autoridades, como los intendentes y gobernadores regionales, que no son elegidos por elección popular, además de gozar de atribuciones y privilegios completamente discrecionales. Sabemos, además, que nuestra vida pública manifiesta vicios tan graves como el cohecho y la posibilidad de que los parlamentarios, alcaldes y otros puedan prácticamente perpetuarse en sus cargos, puesto que en los partidos políticos tampoco existen prácticas democráticas internas que consideren adecuadamente la voz de los militantes. El desinterés actual por formar parte de las colectividades políticas, así como el descrédito de estas arcaicas y ya fantasmales organizaciones se explican en el caudillismo que impera en la política. De allí, además, lo que ocurre con los esos pactos electorales espurios, que atienden sólo a devaneos y correlaciones de fuerza cupulares. En el desprecio absoluto a las bases partidarias, los genuinos líderes comunales y regionales.

En las distintas versiones que se tienen sobre “democracia”, nos gusta aquella que indica que  un régimen es mejor que otro cuantas veces más tenga que sufragar la población en un periodo de tiempo. Asimetría que se hace evidente, por ejemplo, entre países como Suiza y los escandinavos respecto de naciones como la nuestra, en que votar es una práctica muy esporádica y alcanza difícilmente a decisiones del ámbito comunal y local, como a materias tan trascendentales como modificar o reemplazar la Constitución, resguardar nuestra soberanía territorial y dignidad medioambiental. Mientras que en otros países se escucha al pueblo, incluso, respecto de las estrategias energéticas o el impacto de ciertas inversiones productivas. En las bulladas elecciones primarias recién impulsadas por algunos partidos políticos, éstos no han logrado trasparentar el padrón de votantes y se sabe cuánto se impuso en estos comicios el acarreo y el triunfo de los caudillos más acaudalados.

En más de 20 años de la llamada Transición a la Democracia, la sociedad chilena aún no recupera sus estructuras sindicales y gremiales, de tal manera que la inmensa mayoría de los trabajadores sigue a la intemperie en  cuanto a sus derechos laborales. Entre todas las instituciones desprestigiadas e ineptas, la CUT se impone en cuanto a la forma en que los viejos dirigentes siguen por décadas apernados a sus granjerías y corrupta colusión con las autoridades gubernamentales de turno. Hasta para acotar el salario mínimo y sacralizar la “flexibilidad laboral”, eufemismo que señala el imperio de las estructuras patronales en las definición de las políticas económicas.  De la misma forma, es que los colegios profesionales que en el pasado tuvieron tanta gravitación, hoy en su mayoría no alcanzan a constituir ni clubes de amigos, por lo que los nuevos egresados universitarios muchas veces ni saben que existen. Iglesias y antiguos referentes intelectuales y éticos, incluso,  que van quedándose en puras denominaciones, sin feligreses e idearios arcaicos y extemporáneos.

Un patético panorama  que, sin embargo, le otorga espacio a la irrupción de auténticas organizaciones estudiantiles que, como la CONFECH, une voluntades a lo largo de todo el territorio nacional en su capacidad de convocatoria y convicciones. Así como hay que destacar la esperanzadora organización de asambleas regionales capaces de paralizar ciudades y pueblos enteros en sus demandas económicas, culturales y sociales, como lo ocurrido –por ahora- en Magallanes, Aysén, Calama y Arica. Instancias que cuando asuman que sus expectativas sólo pueden ser posibles en el derrumbe del sistema institucional y económico que nos rige se constituirán en el definitivo ariete que le abra paso a esa democracia tan ahogada en nuestra vida nacional.

El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor y no refleja necesariamente la posición de Diario y Radio Universidad de Chile.

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